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L. M. Oliveira: no puedo respirar

La desigualdad impacta fatalmente en cualquier comunidad. Se necesitan normas legales, pero también prácticas que garanticen una vida digna a todas las personas. Platicamos con L. M. Oliveira sobre sus reflexiones filosóficas en materia de igualdad.


Doctor, empieza su libro con una distinción que a mí me parece fundamental en la discusión de los derechos humanos. Suele estar siempre presente, pero distinguir conceptos me parece importante. ¿Cuál es la distinción entre equidad e igualdad?

L. M. Oliveira – Esa es una distinción importante. Yo tenía que escribir este texto, en parte, para hablar de eso. Es muy común que se pida equidad y no igualdad. Tiene mucho sentido hablar de equidad y no de igualdad cuando se trata de género, pero no cuando se trata de una igualdad sin adjetivo. Y es que —la distinción es la siguiente— la igualdad moral o básica es la que se refiere a las características de los seres humanos: cómo somos, qué capacidades tenemos. Gracias a las capacidades que tenemos somos iguales, en un sentido muy básico, pero, claro, a la hora de repartir recursos —de todo tipo— para alcanzar ese umbral de igualdad lo que necesitamos muchas veces es equidad; es decir, repartir los recursos de manera adecuada, a cada quien según sus carencias, o lo que le falta para poder desarrollar sus capacidades de igual manera que los demás. La distinción es muy importante, porque si sólo repartiéramos igualitariamente, muchas veces estaríamos propiciando injusticias. Algunas veces no necesitamos una repartición igualitaria; otras, sí. Esto tiene que ver con que detrás de cualquier teoría de justicia hay una idea de igualdad. Rawls, que es un filósofo que a mí me gusta mucho, escribe muy poco sobre la igualdad, pero es muy sustantivo: él piensa, por ejemplo, que la mejor forma de repartir recursos es igualitaria, a menos que se demuestre lo contrario, y obviamente muchas veces se puede demostrar lo contrario; es ahí donde entra la equidad. La equidad es una forma de distribución desigual, bien justificada.

L. M. Oliveira, No puedo respirar. Un ensayo sobre la igualdad, Taurus, 2024. Adquiere el libro a través de este enlace.

En algunos momentos del libro, repara en la cuestión de la filosofía moral, en la Ética con mayúscula, en las éticas con minúscula, en los derechos humanos y en la justicia. Los derechos humanos: ¿discurso ético o legal?

L. M. Oliveira – La distinción que hacen ustedes en derecho es la misma que hacemos en filosofía. Tenemos las normas morales, que son sociales y que están justificadas racionalmente, y las normas legales, que no tienen que tener una justificación moral —aunque pueden tenerla—, pero que pasaron por un proceso legislativo y fueron validadas. Desde la filosofía pensamos que lo ideal sería hacer normas legales que se derivaran o estuvieran motivadas por normas morales; es evidente que no sucede siempre así, pues las motivaciones de las leyes son muchas, y no siempre son morales —habría que discutir si las motivaciones siempre tendrían que ser morales, no lo sé, pero eso ya no cabe aquí—. Los derechos humanos son derechos morales, que luego, además, son legales en algunos casos. El problema está en quién obliga a cumplir los derechos humanos. Pensemos en un típico problema de ciudadanía: un ciudadano hondureño entra a México sin permiso, ¿quién hace cumplir sus derechos humanos? El Estado mexicano, difícilmente; el Estado global, no existe. Y entonces parecería que aquél no tiene derechos humanos, pero sí los tiene; lo que pasa es que no podemos depender de que los haga cumplir un Estado-nación. Los derechos humanos son fundamentalmente morales, aunque por fortuna en muchos Estados también son legales.

¿Dónde podemos buscar la igualdad?

L. M. Oliveira – Precisamente en los casos que abordo. Incluye dos buenos ejemplos de cuáles son las consecuencias de que las personas no asumamos el principio de igualdad básico. Un hombre que cree que las mujeres son menos que él y que, por ejemplo, tiene derecho a decidir sobre su vida. Considerar a las mujeres como menos que los hombres, en un sentido muy básico, sin autonomía —una de las cosas que nos definen como seres humanos es nuestra autonomía, nuestra capacidad de tomar decisiones sobre cómo queremos comportarnos y cuál queremos que sea nuestra vida—, no afirmar y no asumir las consecuencias, conlleva una gran cantidad de eventos de violencia machista que en algunos casos termina en feminicidios, en otros en golpizas y en falta de capacidad de ejercer derechos. Uno pensaría que si los machos pensaran que las mujeres son iguales a ellos según esta idea básica —con cuerpos distintos y aspiraciones diferentes, pero, en lo más básico, con autonomía—, si asumieran las consecuencias de creerlo y de la importancia moral que tiene eso, entonces el machismo no existiría; el machismo es la representación más brutal de creer que las personas somos distintas.

Lo mismo pasa con los migrantes, pues ya lo decía cuando hablábamos de los derechos humanos, ya que a los migrantes en México no los tratamos igual; no se trata igual a los migrantes pobres que a los migrantes ricos. Aquí tenemos otro ejemplo de qué sucede cuando no creemos que las personas son iguales.

Un alcalde de Tijuana afirmó en alguna ocasión que “los derechos humanos son para los humanos derechos”. ¿A qué cree que se deba la persistencia de este pensamiento?

L. M. Oliveira – Tenemos una sociedad muy estratificada en la que las personas no creen que los demás comparten sus derechos fundamentales. Ahí hay una cosa que es muy importante cuando decimos que los derechos humanos son consustanciales a las personas, es decir, que el mero hecho de ser humano te otorga un conjunto de derechos. Eso no es un descubrimiento biológico o psicológico; no es que vayamos a las personas y encontremos en ellas el gen del ser humano con derechos. Se trata más bien de una creencia que sustentamos con razones de que todas las personas humanas tienen la capacidad de vivir libre y autónomamente, y que, por lo tanto, hay que defender sus derechos.

Existen casos muy complicados. Por ejemplo, el de un individuo que viola y mata gente. Hay quienes aseguran que por ser un violador y un asesino no tiene por qué tener derechos humanos. Lo cierto es que los delitos que comete no hace que pierda sus derechos humanos, por una razón muy fundamental: los derechos son generales y no puede haber excepciones. Los derechos humanos no son sólo para unos ciertos humanos, sino para todos los humanos, se comporten como se comporten.

El señor de Tijuana ni siquiera se refería a los asesinos y a los violadores; se refería a los migrantes, que es peor todavía. Y les echaba algunas culpas, como Donald Trump cuando decía que los mexicanos somos violadores y ladrones. Es evidente que esa es una reducción tonta de todo el universo de migrantes. Yo creo que ahí lo que falla es el Estado mexicano. México no educa a las personas en estas cosas tan elementales como los derechos humanos; a lo mucho, se nos dice que no tratemos de tal manera a nuestro compañero porque es igual que nosotros. Está bien, es una forma de poner límites, pero que no va al fondo del asunto. Hay que explicar por qué somos iguales y eso va a permitir entender por qué todos tenemos derechos humanos. Además, las normas jurídicas son ejemplificantes; esto ya lo pensaba Aristóteles: cuando las normas están bien construidas, les enseñan a las personas cómo deben comportarse. 

La igualdad sigue siendo una aspiración en un contexto en el que ya no se puede respirar. ¿Cómo transitar a ella? ¿Son suficientes los mecanismos que han establecido los derechos humanos a través del derecho? ¿Es el derecho el medio para alcanzar fines éticos? ¿Cómo alcanzar esa igualdad? 

L. M. Oliveira – El derecho juega un papel fundamental, como ya decía justo ahora. Las normas jurídicas establecen ciertos límites a la forma en que nos conducimos; luego, además, necesitamos un Estado de derecho eficaz, en el que las normas tengan las consecuencias que están establecidas. Esto funciona para que las personas aprendan, vamos a decirlo así, cierta forma de comportamiento. Sin embargo, no basta con ello. Es un primer nivel que ayuda: en un país donde se cumplan las normas, habrá menos violaciones a los derechos humanos, sobre todo si esas normas son de derechos humanos.

Además, necesitamos una educación cívica desde los primeros años de enseñanza hasta los últimos. No me explico por qué en las universidades, por ejemplo, no todas las carreras tienen clase de ética. Se puede ser arquitecto sin saber ética, pero se puede ser mejor ciudadano sabiendo ética, y seguramente también mejor arquitecto en muchos contextos de la arquitectura, y lo mismo será con el derecho, con la ingeniería, con los científicos. Es increíble que no nos demos cuenta de esto. Los seres humanos no nacemos ciudadanos, no tenemos la ciudadanía metida en la cabeza: es una cosa que se aprende. Entonces es increíble que pretendamos tener buenos ciudadanos si no enseñamos a ser ciudadanos. Así como se enseñan los hábitos de higiene, se tienen que enseñar los hábitos civiles.

Yo diría que esos son los dos caminos: por un lado, una educación pública ceñida a los conocimientos básicos y a la civilidad; por otro, normas justas que defiendan los derechos humanos y que se cumplan de la mejor manera posible. 

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