El problema conceptual de la violencia política de género. Su (mal) uso y abuso

En los últimos años hemos visto un incremento acelerado en el uso y el abuso del concepto “violencia política contra las mujeres en razón de género” en el ámbito político y electoral, término atribuido a los casos en que las mujeres encuentran obstáculos para ejercer sus derechos políticos. Ante la imprecisión y la ambigüedad de su significado, y por tratarse de un fenómeno que permea nuestra sociedad, el Derecho se ha visto en la necesidad de conceptualizarlo, regularlo y, en consecuencia, adscribirle consecuencias. Mariana Tamés Espadas reflexiona y propone, desde un espacio crítico, replantear el concepto de violencia política.


La conceptualización de un fenómeno político es el primer paso para su estudio. Esto afecta la habilidad de recopilar datos precisos, realizar análisis útiles y, si es necesario, implementar soluciones para el problema (Sartori, 1970: 1033).1

En su investigación ¿Qué es la violencia política? El concepto desde la perspectiva de la teoría y la práctica, la profesora Lena Krook refiere que la “violencia política contra las mujeres en razón de género” (violencia política de género) —como concepto— parece haber surgido en el año 2000, cuando un grupo de concejalas de Bolivia (Acobol) convocaron a un seminario sobre este tema en la Cámara de Diputados para discutir reportes respecto del acoso y la violencia que sufrían las mujeres en las municipalidades rurales. En los 12 años siguientes la Acobol y diversas activistas trabajaron juntas de manera inductiva para nombrar este fenómeno e identificar sus manifestaciones. Estos esfuerzos culminaron en 2012 con la aprobación de la Ley 243 contra el Acoso y la Violencia Política hacia las Mujeres que protege a candidatas y a todas aquellas mujeres en ejercicio de sus funciones políticas (Krook y Restrepo Sanín, 2016, p 130).2

Si bien esta ley abarcó los conceptos de “acoso político” y “violencia política”, las discusiones que tuvieron y siguen teniendo lugar, no sólo en América Latina sino en diversas partes del mundo (África, por ejemplo), han ido identificando y sumando nuevos términos a la definición como el discurso de odio, la violencia psicológica o el acoso mediático, lo que sin duda ha complicado la delimitación del concepto y, con ello, su identificación y la posibilidad de su sanción y erradicación.

En México, específicamente en el plano político-electoral, a partir de las elecciones intermedias de 2015, se empezó a investigar en forma este tipo de agresiones por las instancias de procuración de justicia.

Por no existir en ese momento un marco legal uniforme que se ocupara de la violencia política de género, el Protocolo para Atender la Violencia Política contra las Mujeres servía de referencia en la materia. Posteriormente, el 13 de abril de 2020 se publicó en el Diario Oficial de la Federación una reforma que influyó en cinco leyes generales y tres orgánicas y que en esencia se ocupó de definir legalmente el concepto de violencia política de género, establecer un listado de las conductas que debían considerarse como tal, las autoridades competentes para conocer de estos casos y las consecuencias legales de su comisión.

La violencia política de género quedó definida como “toda acción u omisión, incluida la tolerancia, basada en elementos de género y ejercida dentro de la esfera pública o privada, que tenga por objeto o resultado limitar, anular o menoscabar el ejercicio efectivo de los derechos políticos y electorales de una o varias mujeres, el acceso al pleno ejercicio de las atribuciones inherentes a su cargo, labor o actividad, el libre desarrollo de la función pública, la toma de decisiones, la libertad de organización, así como el acceso y el ejercicio a las prerrogativas, tratándose de precandidaturas, candidaturas, funciones o cargos públicos del mismo tipo. Abarca la violencia psicológica, física, patrimonial, económica, sexual o formas análogas que lesionen o sean susceptibles de dañar la dignidad, la integridad o la libertad de las mujeres”.3

La ambigüedad del término clave de esta definición —“basada en elementos de género”— y la ausencia de un estándar probatorio claro para obtener un grado de certeza o convicción suficiente de su comisión, han procurado ser compensadas por las propias autoridades electorales mediante la emisión de criterios y resoluciones de casos concretos que posteriormente han generado tesis y jurisprudencia de observancia general y obligatoria.

Pero estos esfuerzos no sólo han resultado insuficientes para subsanar las deficiencias conceptuales y jurídicas que representa la regulación de este fenómeno, sino que, en algunos casos, las lagunas jurídicas que persisten han sido utilizadas o más bien aprovechadas de manera que su efecto ha llegado a ser el contrario al que se pretendía conseguir.

Construyendo el concepto

Son tres los elementos que conforman el concepto de Violencia Política de Género: 1) violencia, 2) política y 3) por razones de género. La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia define la violencia como “cualquier acción u omisión que cause daño o sufrimiento psicológico, físico, patrimonial, económico, sexual o la muerte tanto en el ámbito privado como en el público”. Por su parte, la violencia trasladada al terreno político ocurre cuando ésta tiene por objeto menoscabar o anular el reconocimiento, goce y/o ejercicio de los derechos político-electorales, mediante el uso de expresiones que impliquen injurias, calumnias, difamación, o que denigren a las personas, a las instituciones públicas, a los partidos políticos o a sus candidatos.

En las definiciones anteriores no hay novedad, pues a pesar de que en su conjunto conforman una nueva categoría —la violencia política—, la realidad es que la comisión de cualquiera de las acciones referidas constituye por sí misma una contravención al orden jurídico sobre la que existe consenso; es decir, la violencia no es tolerable bajo nuestro marco legal en ninguna de sus acepciones y tampoco lo es la competencia política desleal o inequitativa, que se encuentra debidamente sancionada por las normas electorales.

El elemento novedoso y que representa mayor reto en cuanto a su abstracción para un entendimiento cierto de sus alcances es el de violencia cometida “por razón de género”. Al respecto, ante la ausencia de una definición legislativa, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), al resolver el juicio ciudadano sup-jdc-383/20174 fijó el criterio que dio lugar a la jurisprudencia 21/2018, en la cual se establecen los elementos que actualizan la Violencia Política de Género en el debate político. En ella se asignan como parámetros para identificar cuando la violencia política es ejercida con base en “elementos de género”, el que se dirija a una mujer por ser mujer,  tenga un impacto diferenciado en las mujeres o afecte desproporcionadamente a las mujeres.

Según este criterio, no es el objetivo sino el motivo lo que diferencia la violencia contra las mujeres en política de la violencia política en general. Así, no toda la violencia ejercida en el terreno político dirigida a una mujer será Violencia Política de Género, sino que ésta deberá estar motivada por lo que una mujer representa para quien la perpetra, situación que necesariamente se relaciona con lo que conocemos como “estereotipos de género”, pues no basta con que la receptora de la violencia sea una mujer, sino que la agresión se encuentra motivada por la opinión o el prejuicio negativos y generalizados que se tengan, relacionados con los roles sociales y culturales que desempeñan las mujeres y lo que simbolizan. Va ligada, entonces, a la concepción subjetiva de “lo femenino”.

Ante esta nueva ambigüedad conceptual, el TEPJF intervino para señalar cómo identificar estereotipos de género constitutivos de Violencia Política de Género. Al resolver el asunto sup-rep-623/2018,5 dispuso que se trata de todas aquellas manifestaciones que se reflejan en la asignación de características o funciones específicas que marcan defectos o generalizan actitudes nocivas asignadas a una persona determinada (hombre o mujer), únicamente por su pertenencia al grupo social masculino o femenino.

Atendiendo a los parámetros anteriores, lo que podemos concluir es que cualquier esfuerzo por delimitar el concepto de Violencia Política de Género posiblemente será en vano, pues si bien podrá existir consenso respecto de ciertos lugares comunes, su identificación dependerá en gran medida de lo que cada quien conciba como un defecto o como algo nocivo. 

Este dilema conceptual ha propiciado diversas dificultades empezando por el aspecto probatorio, por tratarse de una conducta cuya identificación implica una noción subjetiva tanto en el emisor como en el receptor. Probar que una manifestación violenta se cometió contra una mujer por un motivo único y específico —por ser mujer— se vuelve muy complejo. Además, también habrá que demostrar que esa acción fue violenta y tuvo por objeto o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce y/o ejercicio de los derechos político-electorales de la víctima.

En ánimo de contribuir a subsanar esta dificultad, el TEPJF, como la autoridad electoral que resuelve este tipo de asuntos en última instancia, ha buscado flexibilizar los parámetros en la valoración de pruebas para los asuntos relacionados con Violencia Política de Género. Sin embargo, esto también ha abierto la puerta para que se haga un mal uso del concepto y las consecuencias de ello pueden ser graves. 

Del uso al abuso

En la arena político-electoral se produce continuamente una disputa por ostentar el poder. Es decir, es un retrato de la competencia por el poder en su máxima expresión. Esto implica que de por sí es un campo hostil en el que se perciben distintas manifestaciones que pueden considerarse agresivas. 

Por esta razón, en una búsqueda por preservar los principios de equidad en la contienda y mantener una competencia leal y civilizada entre candidatos y partidos políticos, contamos con un sólido andamiaje normativo que regula y sanciona todas aquellas conductas que son consideradas contrarias a esos principios.

La Violencia Política de Género se inserta en este ánimo pero no ha logrado su objetivo. Candidatos y partidos han abusado del concepto y las autoridades se han excedido en su intento por regularla y sancionarla. 

Si bien podría considerarse que el aumento en las denuncias por Violencia Política de Género se debe a las últimas reformas y criterios en materia de paridad que establecen la obligación de partidos y candidatos de postular un cierto número de mujeres (50 por ciento) a cargos públicos (a mayor número de mujeres en los cargos, mayor resistencia), lo cierto es que el concepto se ha desnaturalizado, de manera que habrá tantas interpretaciones de su significado como cabezas en el mundo, lo cual ha sido aprovechado por partidos y candidatos como una herramienta más para buscar obtener una ventaja indebida en las contiendas electorales.

Las autoridades electorales han hecho un gran esfuerzo por contrarrestar esta situación estableciendo reglas cada vez más precisas sobre los elementos mínimos que deben estar presentes para que una conducta sea considerada constitutiva de Violencia Política de Género, pero es la ambigüedad del propio término la que no lo permite. 

El mal uso del concepto tiene un doble efecto. Por un lado, si todo es Violencia Política de Género entonces nada lo es, lo que tiene como consecuencia el resultado contrario al que se busca: deja impune la conducta contraventora del orden jurídico y, por supuesto, a quienes la sufren. Por otro lado, el incremento de las sanciones establecidas para quienes resultan responsables de cometer ese tipo de violencia, aunado a la falta de consenso sobre los parámetros para determinar la gravedad de las conductas y asignarles, con base en ello, el tipo de sanción, también deja a los actores políticos en un latente estado de incertidumbre.

Los últimos intentos por desincentivar la comisión de Violencia Política de Género han incluido la creación de un registro nacional de personas sancionadas en la materia sin que exista claridad sobre los efectos de aparecer en él. Lo mismo sucede con la obligación creada para los partidos políticos y sus candidatos de suscribir un requerimiento de información denominado “3 de 3 contra la violencia” que consiste en la presentación de un formato —al momento de registrar las candidaturas— mediante el que se afirma, bajo protesta de decir verdad, que alguien no cuenta  con antecedentes o resolución firme por casos de violencia familiar, delitos sexuales o deudas alimenticias. Sin embargo, no conlleva una obligación de investigación oficiosa por parte del partido postulante y la autoridad administrativa, sino que únicamente lleva a cabo investigaciones muestrales. Sus efectos no son claros y existen medios de impugnación para contrarrestarlos. 

En última instancia también se ha planteado la posibilidad de que la comisión de Violencia Política de Género implique la pérdida del modo honesto de vivir y, en consecuencia, se pierda el derecho de ocupar un cargo público, pero tampoco hay consenso sobre este tema. Además, recientemente la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió que no es válido solicitar que una persona demuestre que cuenta con un modo honesto de vivir como requisito para ocupar un cargo público, precisamente por la ambigüedad del término y la subjetividad que implica su determinación.6

Algunas reflexiones

Para nadie es un secreto que la incursión de las mujeres al ámbito político ha causado resistencia desde sus orígenes, lo cual se debe en gran medida a que las prácticas y las reglas no escritas en el interior de las contiendas electorales y en el ejercicio de los derechos político-electorales fueron diseñadas en un contexto del que las mujeres no formaban parte y su llegada implicó un cambio en las dinámicas y en la forma de acceder y ejercer el poder. La razón es muy básica: existen diferencias entre hombres y mujeres y sus circunstancias.

Por lo tanto, la clave está en propiciar un nuevo entendimiento. Hombres y mujeres hacen política de manera distinta y los rodean contextos, necesidades y habilidades distintos. El aumento progresivo de mujeres en los cargos de poder que conllevan toma de decisiones debe ir de la mano de un rediseño institucional, de una reinterpretación de las reglas y de los mandatos implícitos del juego. 

Aquí una propuesta arriesgada: dejar de enfocarnos en el aspecto del género para determinar el motivo de la violencia. Añadirlo únicamente incrementa la carga probatoria para quienes la sufren. El concepto de violencia política con el que contamos actualmente ya es suficientemente amplio para abarcar los elementos que se pretenden insertar en la definición de Violencia Política de Género. En materia electoral ya contamos con definiciones y sanciones para los conceptos de denigración7 y calumnia. Si el empleo de estereotipos sexistas que puedan resultar nocivos es considerado en estas categorías no hay necesidad de añadir el elemento de género. La violencia debe sancionarse de manera equitativa y con cualquier motivo.

Notas:
  1. Giovanni Sartori (1970), “Concept Misformation in Comparative Politics”, American Political Science Review, 6 (4), pp. 1033-1053.[]
  2. Mona Lena Krook y Juliana Restrepo Sanín (2016), “Género y violencia política en América Latina: conceptos, debates y soluciones”, Política y Gobierno, 23 (1), pp. 127-162.[]
  3. Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, artículos 20 bis y 20, párrafos xii y xvi, y Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, artículo 3, párrafo 1, inciso k.[]
  4. SUP-JDC-383/2017. Disponible en https://www.te.gob.mx/sentenciasHTML/convertir/expediente/SUP-JDC-00383-2017.[]
  5. SUP-REP-623/2018. Disponible en https://www.te.gob.mx/sentenciasHTML/convertir/expediente/SUP-REP-00623-2018.[]
  6. Contradicción de criterios 228/2022.[]
  7. Aunque se han presentado reformas con la intención de eliminar este concepto en materia electoral precisamente por las dificultades que implica su delimitación.[]

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