Juan Cortiñas: el concepto de la obligación

Juan Cortiñas Barajas, profesor de Derecho Romano y notario en el Estado de México, analiza el concepto de la obligación en el Código Civil de 1928 a partir de la noción del derecho como una ciencia.


Voy a empezar con la cuestión del concepto, porque es un tema fundamental de la investigación que ha realizado. ¿Cómo se construye un concepto?

Juan Cortiñas – Ese es el gran parteaguas del libro. ¿Cómo puedo decir que algo es eso y no otra cosa? ¿Debo restringirme nada más a lo que me diga la ley o a lo que diga la autoridad académica o a lo que digan los precedentes jurisprudenciales? La formación de los conceptos permea nuestra vida. ¿Cómo puedo decir que estoy sentado en una silla y no en una mesa? Éste es un tema filosófico, epistemológico. ¿Qué le da la esencia a las cosas: la etiqueta que yo les ponga o algo inherente a éstas? Cuando se habla de fenómenos tangibles es más obvio; por ejemplo, si se habla de la silla o de la mesa, su función queda clara, porque podemos ver estos objetos. El problema real se plantea, epistemológicamente, cuando se trata de conceptos intangibles. Es decir, ¿cómo puedo hablar de la democracia o cómo puedo hablar de la libertad o cómo puedo hablar de la esclavitud? Ese acercamiento se vuelve un poco más complejo porque son ideas que no existen en la realidad tangible, sino en la visión mental de un individuo. ¿Cómo puedo saber que es verdadera y adecuada o que es un engaño? Éste es un problema que se plantea desde los más antiguos orígenes del pensamiento. Si nos vamos a la Grecia antigua, es el gran problema que se plantea Aristóteles. Es un poco lo mismo lo que pasa en el derecho positivo; por ejemplo, la estructura más antigua, pero más trascendente que se tiene para Occidente, que es el derecho romano, misma que no tiene conceptos porque los romanos no tienen la capacidad de abstracción que llegará varios siglos después. En ese contexto, en su tratado de lógica conceptual, el Organon, Aristóteles planteó la disyuntiva sobre cómo acercar las ideas, el concepto, a la realidad. Su metodología está absolutamente imbuida en nuestra sociedad y en nuestra cultura, aunque se ha desdeñado desde el Renacimiento, porque Aristóteles, después de los avances de la filosofía en los últimos cinco siglos, es considerado un poco pasado de moda y de realidad, pero no hay algo más cercano a nuestra vida diaria. En ese tratado tan importante para nuestro pensamiento occidental, Aristóteles se basa en tres grandes principios: identidad, no contradicción y tercero excluido; estos principios llevan al punto de que cuando uno conceptualiza algo, respecto de lo cual no tiene una idea predefinida ni algo tangible sobre lo cual lo pueda circunscribir la concreción de su pensamiento.

La manera más adecuada para ello se encuentra para Aristóteles en el método dialéctico, que se identifica con el método de la Antigüedad. En ese método, tan naturalmente aristotélico, se contrasta cada idea con su opuesto, que el principio de identidad y el principio de no contradicción, como dos paletas opuestas, permiten circunscribir el concepto abstracto. Son dos espejos en los cuales el concepto de alguna manera se visualiza por oposición al otro, así es como lo busca Aristóteles. En ello el tercero excluido es el tercer principio que nos lleva, de acuerdo con la idea de Aristóteles a considerar que si yo logro encontrar ideas intermedias quiere decir que la identidad y la contradicción no están perfectamente definidas o adecuadamente definidas y el concepto resulta frágil. Así, si están perfectamente definidas, el tercero se excluye por antonomasia. Un ejemplo muy evidente que utilizo mucho en la universidad, pero que sirve muy bien en materia jurídica partiendo de esto, es el gol en un partido. Es un discurso y un tema naturalmente binario. Si nosotros no podemos decir que hay medio gol, porque el balón cruza o no la línea, la definición del concepto «gol» es perfecta y absoluta. Conceptualmente en un partido de futbol que tiene ese acercamiento binario, el resultado se da o no sea da. Puedo decir que un equipo aventaja al otro cuando hay un gol, no así cuando hay un medio gol, mismo que es irrelevante y conceptualmente inexistente. Así, si no cruza la línea, entonces el método nos indica y nos quiere decir que el concepto no está bien definido. Así si su opuesto no está, estos tres principios de Aristóteles para formar un concepto, tienen por propósito y nos permiten desde la Antigüedad, desentrañar la esencia de esa idea. Regresando exactamente a tu pregunta original, si yo quiero desentrañar la esencia de algo, tengo que contrastarlo, y si el contraste es pleno, nos diría claramente Aristóteles, esto quiere decir que ya logré más o menos circunscribir el concepto. Por supuesto, dentro de lo relativo del proceso y dentro de lo discutible que siempre es esto. Así, parte de las premisas fundamentales de Aristóteles para este proceso es que el mismo no funciona necesariamente en cuestiones axiológicas, en cuestiones valorativas, sino solamente en cuestiones conceptuales, cuando estoy tratando de discernir la esencia de algo. Existen otras metodologías aristotélicas que vienen desde el Órganon, que también se encuentran totalmente implícitas en nuestra cultura occidental, que son la clasificación, partiendo del género próximo y la diferencia específica, o de la potencia en contraposición con el acto. Hay ciertamente un sinnúmero de fenómenos en los cuales desentrañar esa identidad y esa no contradicción, es difícil porque las ideas, por su esencia, mientras no las pueda experimentar tangibles, se vuelven perdedizas y muchas veces se nos resbalan entre los dedos de las manos. El punto medular radica a veces en darnos cuenta de que aquélla simplemente es una clasificación la que me permitiría tal vez circunscribir y entender mejor la identidad o la contradicción o no contradicción, y a lo mejor entender que son varias especies del mismo género, o que los mismos se presentan en potencia y acto, ya que hay ciertas características que no se han materializado en su integridad, pero que pueden llegar a eso. Esta es la manera de desentrañar un concepto, y cierro ello para juntarlo con tu pregunta original respecto del concepto versus la definición. Ciertamente son fenómenos diferentes. Una mera definición, como lo planteo normalmente en clases y para efectos de libro, es una fotografía, pero la fotografía no nos desentraña nada cuando estamos hablando de una idea: cuál es su verdadera función, cuál es su antónimo. Entonces, la fotografía describe un objeto exteriormente, pero no pretende desentrañar la esencia de la idea.

Usted repara particularmente en un concepto que es el de la obligación. ¿Por qué es importante para el derecho y para los profesionistas del derecho regresar al concepto de la obligación?

Juan Cortiñas – Hay una doble respuesta, en mi opinión, a la pregunta. La general y la científica, más extendida. El universo jurídico es un universo basado en derechos y obligaciones; los abogados vemos todo en la medida en que se materializa un derecho o una obligación. Luego entonces, cuando hablamos de derechos y obligaciones, hablamos de nuestro ámbito profesional: si no hay derechos u obligaciones —jurídicamente hablando—, nos encontramos en el ámbito del convencionalismo social, en el ámbito moral, en el ámbito comercial, en el ámbito político. El ámbito jurídico está hecho de derechos y obligaciones. En ese sentido, tenemos que entender cuál es el concepto esencial de la obligación. Esto adquiere una relevancia mayor específicamente en el caso mexicano, porque nuestro código —el Código Civil de 1928— rompe todos los paradigmas del siglo XIX hacia atrás; es un código cuya materia de obligaciones está inspirado en el Código Civil alemán de 1900, el Bürgerliches Gesetzbuch, un libro que rompe con el molde de los códigos franceses por una coyuntura histórica muy interesante y que hace que, en lugar de tener un código partido en tres grandes libros —personas, bienes y propiedad—, lo hace tetrapartita pues añade las obligaciones. Esto fue así en términos generales porque los alemanes consideran que el derecho sí es una ciencia, una ciencia de conceptos, y se basan para ello en dos conceptos jurídicos fundamentales: la obligación y el negocio jurídico.

Nuestro código se modificó en 1928 y todos los códigos de la República siguen su modelo, que sigue el modelo alemán. Es ahí donde se inserta por primera vez, formalmente en nuestro sistema jurídico en ese cuarto libro antes referido, la teoría general de la obligación, con lo cual se rompen grandes paradigmas de la legislación napoleónica y la tradición que de la misma nos lleva muchos siglos atrás y hasta el derecho romano, volviéndose desde entonces indispensable entender si verdaderamente hay un concepto de obligación que sea científicamente sustentable y que permita, consecuentemente, sostener su publicación en un código y reemplazar la regulación contractualista por una regulación obligacionista como sucede en nuestro caso desde 1928.

Eso es un gran punto de ruptura que hace que el concepto de la obligación, más allá de su visión técnica e histórica, adquiera una relevancia mucho mayor en nuestro sistema jurídico.

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¿Qué hace que en el Código Civil de 1928 haya esta ruptura? ¿Qué detona que la tradición que se venía siguiendo se deje abandone y se adopte la de la legislación alemana?

Juan Cortiñas – Esa es una gran paradoja, porque el Código Civil de 1928 se publicó justamente en el periodo del Maximato, por Pascual Ortiz Rubio, como consecuencia de la gran ruptura de la Revolución mexicana a partir del asesinato de Álvaro Obregón y del gran control que ejerció Plutarco Elías Calles en la política del país. Entonces, el código anterior, el de 1884, prácticamente idéntico al código de 1870 —salvo por algunas especificidades en materia sucesoria, notoriamente—, era propio de un universo social, político, económico y jurídico llamado fisiocracia o liberalismo económico, social y político. Esos códigos que copian, de manera prácticamente textual, el Código Civil Napoleón de 1804, se centraban en la propiedad y en el contrato porque esa era la visión fisiocrática de la Revolución francesa. Hay en ello, un sinnúmero de obras importantes que analizan los parámetros de la sociedad y de la república burguesa a partir de la Revolución francesa de 1789 y la necesidad de consagrarla en un código que diera seguridad jurídica a la protección a la propiedad y al tráfico económico; la versión jurídica de Adam Smith en el ámbito jurídico y de los abogados es la fisiocracia jurídica napoleónica que encuentra en el Códio Napoleón su máxima expresión.

Cuando llegó la Revolución mexicana y la ruptura del Maximato, ese modelo napoleónico y fisiocrático quedó fuera de contexto y alejado de las necesidades sociales del México de principios del siglo XX. Eliseo García Téllez, quien fue el encargado, primero por el presidente Plutarco Elías Calles| y después por Pascual Ortiz Rubio, de redactar un código, tuvo como misión romper ese molde de la codificación francesa. En ello la lectura puntual que hizo García Téllez de la obra de Léon Duguit —una obra importantísima del pensamiento jurídico occidental del siglo XX— tuvo relevantes consecuencias. Duguit fue un jurista francés de la Universidad de Burdeos, que publicó Las grandes transformaciones del derecho en los albores del siglo XX, en Buenos Aires para maypr relevancia, en castellano —lo que hizo más asequible la obra para el legislador de 1928–. Este autor fue el Julio Verne del derecho, porque previó lo que necesitaba el sistema jurídico en el siglo XX, sobre todo después de la Revolución industrial, cuando todo se centraba en el contrato y en la responsabilidad subjetiva —como se hacía desde Roma—, cuando se protegía la propiedad de manera liberal absoluta y se salvaguardaba, en esencia, la autonomía de la voluntad. Duguit afirmó que todos esos que eran valores jurídicos fundamentales de Occidente requerían varios cambios importantes a la luz de la Revolución industrial, mismos que planteó en su relevante escrito: ya no todo dependía de la autonomía de la voluntad —porque no podía ser irrestricta—, el contrato no debía ser la única fuente de las obligaciones, la responsabilidad no podía ser sólo subjetiva —sino que requería también una responsabilidad objetiva propia del fenómeno de la Revolución industrial— y la propiedad debía tener ciertas limitantes. Esos fueron los puntos que se adoptaron en la Constitución de 1917 y, posteriormente, en el Código Civil de 1928. Ciertamente, cuando leyó García Téllez, se planteó evidentemente hubo un punto de ruptura conceptual y de política legislativa relevantísimo que impactó en la redacción del Código del 28.

Todo esto es el fenómeno de lo que, en la Sorbona, Arnault llamó la república burguesa, o el sistema burgués, en el Código Civil. Burgués no en el sentido denostativo, sino en cuanto a que esos eran los parámetros de protección de los bienes jurídicos que se pretendía proteger en el siglo XIX para los pequeños empresarios, profesionistas y comerciantes. Por otro lado, García Téllez y la comisión redactora se encontraron con un mercado occidental en el cual no había más que —como decían los clásicos— de chía y de limón. Es decir, si no seguían el parámetro del Código Civil napoleónico, con el que claramente había una visión de ruptura por los nuevos paradgimas de la revolución mexicana en los albores del siglo XX, el único otro modelo accesible en Occidente era el del Código Civil alemán, que contenía estas dos visiones epistemológicas sobre las que platicábamos hace unos minutos respecto de los conceptos sobre los cuales, de forma universal, se puede basar todo el conocimiento jurídico, la praxis y la regulación jurídica. García Téllez accedió al Código Civil alemán y se dio cuenta de que ése es el único modelo de ruptura que podía incluir para contrastarlo con lo que requería en la publicación de un nuevo código; por eso publicó ese código tetrapartita e hizo todas las modificaciones que venían, por un lado, de la visión de Duguit y, por otro, de la influencia epistemológica y la perspectiva del derecho del Código Civil alemán y la necesaria formación de conceptos con una visión epistemológica que hemos referido anteriormente.

Hay una noción muy importante en su trabajo sobre el entendimiento del derecho como una ciencia. ¿Cómo entender el derecho como una ciencia?

Juan Cortiñas – Ésa es la visión de los alemanes cuando publicaron su Código Civil en 1900, el Bürgerliches Gesetzbuch, y corresponde a otra gran paradoja que lo hace todavía más interesante (son dos paradojas inversas sólo en 100 años). Los alemanes tuvieron una fuerte resistencia a adoptar del Código Civil francés justo en el momento de la proclamación de la unidad alemana; es decir, como seguimiento a la guerra franco-prusiana de 1870 y a la declaración de Alemania como Estado-nación soberano en 1870, en Versalles, después de vencer a Napoleón III, hubo un movimiento que derivó de este romanticismo alemán que narra Rüdiger Safranski, quien afirmó la necesidad de la unión de Alemania y, por eso mismo, de la publicación de un código que era el conducto natural para que aquello sucediera.

Entonces hubo una polémica similar a la mexicana, pero en sentido inverso, entre dos grandes del derecho de Alemania: Thibaut y Savigny. Por un lado, Thibaut consideraba como único camino la adopción del Código Civil francés, que ya había sido traducido al alemán y que había sido esparcido en Europa en virtud de las conquistas de Napoleón, como su gran bandera de libertad y igualdad ante la ley —los cuales son los parámetros de la Revolución Francesa—. Planteaba y consideraba Thibaut creía que los franceses ya les habían hecho el trabajo, pues el Código Civil napoleónico ya estaba redactado, ya había roto el molde de la Antigüedad, y servía como modelo racional, general, abstracto, impersonal y libertario. Por otro lado, Savigny consideraba que el código no podía haber emergido de la volonté générale, sino que debía ser producto de una asamblea legislativa francesa igualitaria; pensaba que el derecho más bien tenía que emerger de la realidad social, de lo que él llamaba el Volkgeist, o el espíritu del pueblo. Ese espíritu del pueblo debía pulsarse solamente con una realidad histórica consuetudinaria —él era el gran campeón de la llamada Escuela Histórica—. Savigny no alcanzó a ver la publicación del código, aunque fue su gran diseño, pero sus alumnos sí lo vieron.

Bernhard Windscheid, heredero intelectual de Savigny, consideró que se tenía que hacer un código diferente del francés, con un distintivo único: debía ser un código científico. La visión de Windscheid era que el derecho debía ser una ciencia jurídica, una ciencia del conocimiento de lo social —si nos remitimos a definiciones como la del maestro Guzmán Valdivia—, un conocimiento epistemológico organizado sistemáticamente. La pregunta de Windscheid era cómo sistematizar el conocimiento epistemológico de la experiencia jurídica. Su visión fue hacerlo a través de conceptos. El derecho puede ser una ciencia si los conceptos son universalmente aceptados y ciertos en todo tiempo y lugar; esa visión, que es la Begriffsjurisprudenz, la jurisprudencia de conceptos, establece que, si logramos formar ciertos conceptos que sean universalmente aceptados, nuestro código va a ser cierto y válido en todo tiempo y lugar. La metodología de Windscheid era la aristotelicotomista a la que nos referíamos anteriormente, mediante la cual decantaba los conceptos entre el principio de identidad y el principio de no contradicción hasta llegar a conceptos plenos. Concluyó así Windscheid que todo el derecho se basa en dos conceptos fundamentales: la obligación y el negocio jurídico. Con base en ese modelo, Windscheid, entre otros muchos autores por supuesto, logró la publicación de un código basado en conceptos —especialemente en el concepto de la obligación de la primera pregunta— como producto de una visión universal que nos lleva a la necesidad de entender la formación de conceptos que sean ciertos en todo tiempo y lugar y que verdaderamente se pueda sustentar sobre una premisa que no dependa nada más de la voluntad del legislador o de una pretensión académica o judicial, sino que derive de ese proceso con pretensión científica, con un rigor que lo limpie de las impurezas conceptuales. De ahí la jurisprudencia de conceptos como ciencia para formar conceptos como la obligación.

Usted imparte clases de derecho romano. Existe una discusión desde hace algunos años sobre la pertinencia de que las escuelas de derecho sigan impartiendo esa materia. ¿Es aconsejable seguir estudiando el derecho romano?

Juan Cortiñas – Esa es una pregunta que, evidentemente, me toca el corazón. Creo que el derecho romano es la estructura fundamental para la formación de la mente de un abogado. Si el abogado no estudia derecho romano, la realidad es que, como diría san Pablo, sería como una campana que no repica. Es decir, ese abogado podrá poseer una estructura formal, pero no va a entender cómo funcionan las cosas. Y precisamente para la formación de conceptos, la experiencia romanística es fundamental, porque nos permite entender, como ocurre con el mito platónico de la caverna, que no podemos ver la idea abstracta, pero sí podemos ver su reflejo en la pared: vemos la sombra a partir de la cual describimos un fenómeno. Ahí la gran valía de la experiencia romanística. ¿Qué hacían los romanos? Como no tenían conceptos, toda la experiencia del derecho romano era una vivencia casuística y procesal que les permitía ver el fenómeno concreto de la idea abstracta. Esto es muy similar a lo que vivimos en los primeros años de la carrera, como cuando nos preguntaban, ¿qué es un acto jurídico? La respuesta en la infancia jurídica del estudiante es la misma que la de la infancia jurídica de la humanidad y la sociedad: es cuando uno manifiesta su voluntad. Esto es así porque el derecho romano siempre se parametriza naturalmente a un ejemplo de un fenómeno puntual, concreto, casuístico para explicar sus conceptos. En todos los exámenes de la carrera de derecho por lo general la respuesta natural del primer examinado conlleva un ejemplo, porque todos pensamos en nuestra infancia jurídica como romanos, porque no tenemos las ideas abstractas, porque para eso se requiere un proceso evolutivo y un proceso de bombardeo de información dogmática de valores y de conceptos.

El derecho romano nos proporciona esa premisa. Por supuesto, eso implica un reto demoledor, porque el derecho romano parece lejano y parece una disciplina totalmente alejada de las necesidades de la actualidad. De entrada, los grandes desafíos que implica enseñar y aprender derecho romano son los siguientes: primero, que es un derecho que en apariencia fue formalmente exigible hace 2,500 años; segundo, que es un derecho casuístico y procesal que no basa en la autoridad de la ley; tercero, que está fundado en un estatuto personal; cuarto, que no hay ex – definitione fuentes formales, sino fuentes materiales —la jurisprudencia (como academia, como visión de justicia), la costumbre, los precedentes no formales—.

En una estructura formalista del Estado moderno occidental esto implica una importante barrera lingüística. Lo anterior se radicaliza al aproximarnos a un idioma distinto que adicionalmente ha pasado por 2,000 años a través de distintas interpolaciones y suspensiones que nos da el paso del latín de la época arcaica al de la clásica, a la codificación justiniana en griego, al traspaso en latín de los glosadores y los posglosadores de la Edad Media, a las traducciones a idiomas vernáculos de los siglos XVIII en adelante. En ello obviamente hay muchísimas voces detractoras que cuestionan la utilidad práctica que tiene para el estudiante hablar de las formas de transmitir la propiedad o de la esclavitud. Son voces que soslayan en realidad, que es esa estructura mental nos permite formar conceptos. Ciertamente es la estructura casuística que nos permite entender y evolucionar sobre temas como la transmisión de la propiedad o la esclavitud nos permite entender hoy, por ejemplo, la realidad de un bien mostrenco o de un bien vacante; o la naturaleza extra legem de los derechos reales versus los personales o la posesión y sus elementos variables, requisitos y consecuencias. Sin este acercamiento, el alumno de primer año de derecho no puede entender, sino solo memorizar.

Hay un caso muy ilustrativo y no menos polémico, como es por ejemplo, el estudio de la esclavitud —sobre el cual hay voces acusadoras que no se justifican pues no entienden bien el problema— y sus implicaciones jurídicas conceptuales con independencia de su ponderación axiológica que debe de atenderse por separado. Veamos. Respecto del esclavo, ¿soy poseedor o no lo soy? ¿Soy propietario o no lo soy? Los estudiantes responden que sí son poseedores, que poseen a su esclavo. ¿Por qué?, les pregunto. ¿Porque tengo el corpus, o sea, porque lo tengo agarrado de la mano todo el tiempo, o porque tengo el corpus vinculado a un animus? ¿Y el animus lo sigo teniendo cuando el esclavo huye? ¿Y hasta cuándo dejo de tener posesión si el esclavo huye? Porque si el esclavo huyó ayer, pero sigo teniendo animus y sigo teniendo ese potencial de persecución, claramente mi animus sigue prevaleciendo respecto de la ausencia del corpus y sigo siendo poseedor. obviamente lo mismo se extrapola en todas las formas originales de adquirir la propiedad. Yo no he encontrado ninguna otra experiencia conceptual ni académica que nos permita entender claramente el binomio entre corpus y animus, sino en ese escenario.

En el mismo sentido, la transmisión de la propiedad es un ejemplo de gran riqueza para entender la valía del parámetro romanístico. En nuestros códigos, en esta historia fusionada y maravillosa a la que hicimos referencia anteriormente, en este mosaico compuesto de experiencia romanística, francesa y alemana, cuando hablamos de la venta de cosa ajena, la experiencia romana es invaluable. Tal y como nos decía don Fausto Rico en sus clases de contratos, verdaderamente puede decirse que la venta de cosa ajena es nula, como nos dice el código, emulando el contexto del Código Civil Napoleón pero al mismo tiempo genera, como contrato, obligaciones por la venta de una cosa ajena en tanto incumplimiento del mismo. Sólo podemos entender lo anterior si ignoramos la premisa de que en Roma la compra-venta de cosa ajena no es válida porque la compra-venta per se no transmite la propiedad, sino obliga solamente a entregar la posesión. En Roma la transmisión de la propiedad sólo se da a través de un acto jurídico solemne, mancipatio o in iure cessio, para ciertos bienes que son mancipi respecto de los cuales actúan solamente paterfamilias. Pero si yo no entiendo eso, y yo al alumno de primer año lo bombardeó con el Código Civil de 1928 o del año 2000, para ser absolutamente formales, y le digo que el artículo 2269 dice que la venta de cosa ajena es nula, y por otro lado dice que las obligaciones deben transmitir la propiedad de la cosa en el artículo 2011, pero luego el artículo 2014 dice que la transmisión opera por mero efecto y que la responsabilidad o saneamiento por evicción deriva de un incumplimiento contractual, el alumno no lo va a entender nunca si no parte de un análisis romanístico al respecto. Es fundamental entender la premisa de que ése es un fenómeno histórico que se produce por esa combinación de los precedentes de una compra-venta que se crea para entregar la posesión de lo que no puedo transmitir la propiedad. Ese concepto de compra-venta no lo puedo entender si no entiendo quién era sujeto de derecho en Roma, cuáles eran las clasificaciones de los bienes, si no me adentro en una realidad histórica con las fuentes que hemos platicado que son distintas. La formación misma del concepto de compra-venta hoy me parece que es imposible desde un punto de vista profundo si no tenemos ese contexto. Hoy, por ejemplo, que está tan de moda la discusión respecto de la inteligencia artificial en la operación del derecho, nos convertiríamos en unos meros autómatas para aplicar supuestos cuando en realidad la idea jurídica es mucho más compleja que eso y el derecho romano es fundamental. Si no tengo eso, la campana no repica.

Con la institución de la representación ocurre lo mismo. Las personas que nos enseñaron el tema de la representación tenían una concepción de la incapacidad de ejercicio, que hoy no es mas sustentable (por una inercia en materia de derechos humanos, discutible y por supuesto que no es el tema ahorita a polemizar derivado de las convenciones en materia de derechos humanos y en materia de protección de derechos de las personas con capacidades diferentes, que nos dan salidas y opciones que rompen con el parámetro de los códigos modernos –1804, 1870, 1884 y 1928– pero que se basan en parámetros romanos) ¿cuál es la respuesta ahorita? En el contexto actual es la persona de apoyo, que ya no actúa como un representante siendo que el tutor ya no tiene una representación directa como la tenía; pero ¿dónde se crea la persona de apoyo? En el derecho romano. Como en Roma no hay representación, el tutor presta su auctoritas pero nunca presta una representación directa porque ese concepto no existe ante la incapacidad de abstracción conceptual a que hemos hecho referencia; es decir, estamos regresando a un sinnúmero de fenómenos, a entender la praxis y la manera de solventar las cruzadas con elementos que nos proporciona el derecho romano, para lo cual no basta entender qué es un antecedente, ni basta estudiarlo como se estudia un curso de historia. Es fundamental entenderlo y aprenderlo como un curso de instituciones de derecho romano. Una de las grandes virtudes que tiene la Escuela Libre de Derecho, amén de muchas áreas de oportunidad, es que mantiene no sólo uno sino dos años de derecho romano porque la formación en materia de historia procesal, personas, familia, bienes, sucesiones, obligaciones, contratos y hechos ilícitos que da el derecho romano en dos años propicia que el abogado que tiene exposición a esa información pueda tener mucho mayor claridad y entender la función que le espera en esta profesión. Esto es algo que no solo no debe de cambiar sino que debe de radicalizarse y robustecerse, en la Escuela Libre de Derecho y en toda institución que pretenda formar verdaderos profesionales en la ciencia «de dar a cada quien lo suyo».

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