Sergio Méndez: reflexiones sobre la seguridad en México 

Sergio Méndez Silva reflexiona sobre la seguridad en México a partir de las estrategias y políticas que se han implementado en la materia.


¿Cómo percibes el panorama de la seguridad en México?

Sergio Méndez – El panorama es muy desalentador en nuestro país. Quiero hacer una distinción entre política pública y política gubernamental, porque de ahí tenemos que empezar. A mí me parece que lo que ha ocurrido en nuestro país es que cada gobierno, en cada sexenio, cambia la política. No hay un acuerdo entre el sector político de nuestro país. Finalmente tendríamos que partir de un acuerdo para que hubiera continuidad sobre cómo atender una problemática multifactorial. La diferencia entre política pública y política gubernamental es que la primera no es pública sólo porque provenga del gobierno o porque atienda temas que nos interesan a todos; es pública porque tiene un componente democrático; es decir, ante un hecho problemático que afecta a la sociedad, las personas afectadas —o bien las personas que eventualmente serán beneficiadas con esa política— tienen participación en el diseño de la política. El componente democrático es la participación de la sociedad, de expertos, de las personas que padecen las condiciones de inseguridad de país, de las propias víctimas. 

En cambio, la política gubernamental es una política unilateral, que involucra solamente a aquellas personas que, por una cuestión coyuntural, obtuvieron mayoría de votos en una elección y deciden imponer una determinada política para atender los problemas de seguridad. Yo creo que eso es lo que nos ha llevado, sobre todo, al fracaso. Porque, por ejemplo, por un lado, tenemos lo que pasó en el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa y que continuó con el gobierno de Enrique Peña Nieto: atacar al crimen organizado con una perspectiva militarista y policiaca (no policial, porque resultaba arbitrario desde la lógica del uso desmedido de la fuerza) cortando cabezas de los principales cárteles del narcotráfico, pero sin una estrategia para atender la atomización de las células de la delincuencia organizada; eso fue como patear el avispero y no atender las condiciones que propician la inseguridad, como la pobreza. Esos temas no fueron atendidos, ni la labor de inteligencia que se necesita para atacar un problema de esa envergadura, porque el crimen organizado se infiltra en todas las estructuras sociales de nuestro país y no solamente en el ámbito económico. 

Los integrantes de los cárteles no se están escondiendo; conviven con la élite del país, con los empresarios, con la gente de la farándula, con los deportistas. Uno pensaría que los jefes de los cárteles andan huyendo en el monte; pero no, andan como Juan por su casa, por todos lados. Entonces la infiltración del crimen organizado no sólo en la policía y en el ejército o con políticos y gobernadores y presidentes municipales, sino también en la élite económica, ¿hasta dónde ha permeado? No hay una política transexenal de Estado para atender ese problema. Por esa razón, si con Felipe Calderón Hinojosa se le dio una patada al avispero, lo que vimos con Andrés Manuel López Obrador fue que el Estado se replegó por completo con tal de que no se les relacionara con una guerra contra el narcotráfico; se estableció —claro, es una banalización— que habría abrazos, no balazos, para que no se vinculara al gobierno con muertes ni desapariciones, retirando la autoridad gubernamental de ciertos sectores territoriales para que el crimen organizado, cuando hubiera vacíos de poder, los tomara por completo.

Se necesita una política integral, transexenal y de Estado y, sobre todo, pública —con un componente democrático para que la gente participe—, para atender esa problemática. Mientras no tengamos este componente de forma, no vamos a lograr una transformación de fondo para combatir la gran inseguridad que tenemos en el país.

¿Por qué debería importarnos a las abogacías el tema de la seguridad? 

Sergio Méndez – Bueno, debe importarnos porque finalmente nuestro trabajo tiene que ver precisamente con dar seguridad y certeza a las personas. Quienes nos contratan lo que buscan en un abogado, una abogada sobre todo es seguridad y certeza. Contratan a un abogado para que pueda defender lo más importante para esa persona que es su vida, su familia, su patrimonio. Y qué mayor certeza que un procedimiento que está regulado y que la ley prevea algún resultado. Entonces, cuando hablamos del tema de la seguridad, hay que hacerlo desde una perspectiva multidimensional. A los abogados debe interesarnos la seguridad, porque a eso nos dedicamos. Si nos interesa la seguridad jurídica, yo digo que tiene que interesarnos la seguridad pública, pero desde una perspectiva más amplia: no sólo la seguridad ciudadana sino todo lo que da certeza a cualquier persona en cualquier momento y etapa de su vida para su vida y para su integridad personal. Hay que abordar la seguridad desde distintos planos. Por supuesto, hablar de seguridad ciudadana es fundamental, porque sin que nuestra vida esté protegida, que es lo mínimo e indispensable, no hay absolutamente nada. Todo lo que tiene que ver con la seguridad pública (ahora denominada seguridad ciudadana por el componente de derechos humanos, en el marco de una sociedad democrática donde rige el Estado de derecho, donde la dignidad humana nos preocupa y nos interesa) importa para salvaguardar la vida y la integridad de las personas; si el Estado no sirve para eso, ¿para qué lo necesitamos? Esa es su razón de ser: cedemos parte de nuestra libertad en aras de que un Estado nos dote por lo menos de un mínimo de certeza.

Entonces, desde luego que a los abogados y a las abogadas nos interesa la seguridad en todos sus ámbitos y por esa razón tendríamos que exigir que las leyes, que las reformas constitucionales, que la actuación de la autoridad, nos den certeza en cada momento de nuestra vida.

En el contexto de la violencia de la delincuencia organizada, y de las otras muchas violencias en el país, ¿por qué sí/no pensar en México en una política como la de Nayib Bukele en El Salvador?

Sergio Méndez – Hay muchas personas que dirían que el modelo del autoritarismo puede rendir frutos. Yo creo que el modelo más acabado de un régimen autoritario que ha rendido frutos y no nada más en el plano de la seguridad —porque en el caso de Bukele lo que le han criticado es que de todas maneras hay una gran inseguridad económica en El Salvador (no hay empleos bien remunerados, la economía no marcha bien, aunque por lo pronto se haya acabado con la inseguridad provocada por las pandillas)—, es China, porque el régimen autoritario del partido comunista, que además renunció al comunismo en estricto sentido, con una lógica claramente neoliberal, pero con un gobierno autoritario que es de partido único y que sigue declarando que es comunista, logró sacar de la pobreza a millones de personas.

El punto interesante aquí, desde mi perspectiva, es que estamos dejando de lado un tema central. Yo creo que no se trata de renunciar a algún tipo de derecho humano; si creemos realmente el discurso de la indivisibilidad de los derechos fundamentales, ¿por qué tendríamos que renunciar a la libertad en aras de tener bienestar social? Muchos aseguran que prefieren vivir en los países capitalistas para tener más libertad y elegir a su gobierno, aunque eventualmente el individualismo imperante en los regímenes capitalistas los deje sin seguridad social o sin acceso a la educación y a la salud; porque todos esos servicios uno los tiene que pagar, aun sin pertenecer a una pequeña élite económica. Renunciar a esos derechos es una estrategia completamente equivocada. Del otro lado ocurre lo mismo. Suponiendo que en los regímenes comunistas el bienestar social fuese una realidad y que en aras de eso las personas tuvieran que renunciar a elegir a su gobierno, a vivir en libertad, a tener seguridad para su vida, ¿por qué razón las personas tendrían que renunciar a sus derechos? A mí me parece que eso es completamente ilógico.

Lo que ocurre con Bukele es que, al parecer, puede garantizar cierta seguridad a un grupo de personas con la política autoritaria de detener en la calle a cualquier persona que parezca un pandillero; pero hay muchísimas denuncias de personas que son inocentes, que no son parte de las pandillas y que están privadas de la libertad en una cárcel de alta seguridad y son tratadas de manera infrahumana. Lo que provocan los regímenes autoritarios es la privatización del Estado. El Estado somos todos de acuerdo con la lógica sociológica: un grupo de personas asentadas en un territorio regido por un gobierno con cierta tendencia ideológica, aunque muchas personas lo subsumen en el gobierno. En el momento en que se privatiza al Estado —cuando existe un régimen autocrático y dictatorial—, se gobierna para un sector poblacional para el que se privatizan los beneficios del Estado. Una auténtica política de Estado tendría lugar si los gobernantes fueran controlados por la población que los elige. Los modelos autoritarios, autocráticos y dictatoriales privatizan al Estado; en todo caso velan por el interés del dictador y, en el mejor de los casos, por su facción; de ninguna manera por el bien común. Además, las decisiones que tomen pueden ser positivas en un plano estrictamente coyuntural, pero a costos altísimos de renuncias y anulaciones de muchísimos derechos.

Bukele piensa que le da seguridad a la gente en un momento coyuntural, pero a costa de que cualquier persona, en cualquier momento, sea detenida por cualquier policía por parecer pandillero. y no hay poder humano que controle a los policías porque no hay jueces que protejan a las personas, porque el Tribunal Constitucional está sometido al dictador. Porque el Estado está privatizado. ¿Qué tenemos que hacer? Evitar la privatización del Estado. ¿Por medio de qué mecanismos? Por medio de la democracia real, por la vía de la participación de la gente, con base en la pluralidad, con políticas de Estado, con auténticas políticas públicas y convirtiendo al Estado en un componente realmente democrático.

A mí no me parece, de ninguna manera —aunque coyunturalmente Bukele haya logrado buenos resultados al combatir la violencia–, que eso vaya a durar mucho. En el momento en que él deje de ser presidente y se sustituyan sus políticas, las personas que se dedicaron a delinquir cuando salgan de prisión van a seguir delinquiendo. Lo que se tiene que hacer es acabar con las razones que provocaron la delincuencia, pero eso no se está combatiendo en El Salvador, y eso es lo que menos le importa a Bukele.

Estoy completamente de acuerdo, no hay por qué renunciar a nuestros derechos humanos por una supuesta seguridad. Sin embargo, pensando en el caso mexicano, seguimos teniendo presidentes municipales decapitados, más de cien mil personas desaparecidas, decenas de homicidios diariamente… ¿Qué se debe hacer en este contexto?

Sergio Méndez – El problema que hemos padecido se llama simulación. Todo lo que he expuesto sobre la necesidad de una política pública siempre queda en un discurso porque de esa manera el sector político finge que le interesa todo. Por ejemplo, cuando se aprobó la reforma constitucional para crear una Fiscalía General de la República, la idea de que fuera autónoma era que la fiscalía tuviese un componente democrático, un plan de persecución penal que atendiera las necesidades de la población. Así se aprobó la reforma constitucional; eso tenía como intención y la ley orgánica que se aprobó inicialmente iba en ese sentido. Ya después, con Alejandro Gertz Manero y con Andrés Manuel López Obrador se modificó la ley orgánica para que, aunque se llamara fiscalía, siguiera funcionando como procuraduría. La autonomía fue la coartada que tuvo el presidente para que todas las decisiones que él tomaba y que instrumentaba la fiscalía parecieran autónomas.

Lo que hemos padecido como país es que no han resultado los derechos humanos más allá del discurso, ni la reforma del 10 de junio de 2011 al sistema penal acusatorio, ni tampoco las reformas sobre el tema de la consolidación de las autonomías. Pocas personas lo recuerdan, pero el régimen autoritario empezó a minarse desde la llegada de Ernesto Zedillo Ponce de León; él liberalizó la economía y la política, permitió que perdiera el Partido Revolucionario Institucional (PRI), primero en la Ciudad de México, porque en 1994 fue electo presidente. Bueno, impuesto, porque finalmente en esa época no había elecciones auténticas en el país. Pero después de tantas luchas históricas, en 1997 Cuauhtémoc Cárdenas ganó la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, y en el año 2000 Francisco Labastida Ochoa, del PRI, perdió la presidencia, que ganó Vicente Fox Quesada. A partir de esos momentos empezaron a hacerse cambios importantes. La sociedad comenzó a tener una vida completamente diferente en nuestro país. Había un proyecto de desconcentración de poder, de modernización de la economía, democratizador, de transparencia, de control de los órganos gubernamentales, de un sistema de justicia penal transparente que defendiera sobre todo los derechos de las personas y no le diera preeminencia a las autoridades gubernamentales; porque el sistema inquisitivo lo que le daba era poder a los policías y a los ministerios públicos. La reforma de derechos humanos provocó un cambio radical de perspectiva que, en lugar de poner a la autoridad del gobierno en el centro, puso a la persona humana en el núcleo de las decisiones del Estado. 

Había un proyecto. El problema es que siempre ha habido una gran tensión entre aquellos que sinceramente lo impulsan y lo quieren y aquellos que se niegan a que se implemente pero que lo aceptan porque no les queda de otra. Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto aceptaron este tipo de reformas, no porque las quisieran sino porque no les quedaba de otra. La presión social era tan fuerte para democratizar el régimen que las aceptaron. Pero finalmente los sectores conservadores, privilegiados, de empresarios, de las mafias sindicales, de las mafias delictivas, no querían que se liberalizara la economía ni la política, ni que hubiera controles democráticos, ni nada por el estilo. Siempre ha habido esa tensión. Pero ahora en la disputa de poder terminaron ganando los que nunca quisieron este tipo de reformas democratizadoras. Y ahora estoy completamente convencido de que están encantados de la vida por regresar a un régimen autoritario pues prefieren un millón de veces entenderse con una sola persona que está en la presidencia de la República como en la época del priísmo autoritario, que someterse a la regulación de órganos autónomos y de órganos de transparencia, que someterse a la incertidumbre de jueces independientes e imparciales, que someterse a paneles arbitrales de los que eventualmente saldrán sancionados. Esa es la lógica de las oligarquías. El grave problema es que no hemos podido derrotar a estas oligarquías, a los sectores privilegiados, a los grandes empresarios, a los que les interesa el dinero, a los que quieren mantener sus privilegios, que son todos esos sectores sociales que no desean soltar el poder por ninguna razón del mundo. 

Yo no creo que la democracia sea un modelo fracasado, ni que lo que estuvimos construyendo desde 1994 hasta el año 2000 haya sido algo incorrecto. El problema es que perdimos la batalla, hasta este momento, y las reformas que vienen lo demuestran. Si se consolida la reforma judicial seguramente habremos perdido la batalla. Regresaremos al modelo anterior: al modelo del formalismo judicial, de los jueces invitados de piedra, donde la que decide es una sola persona o un solo partido, donde los ciudadanos no tienen ningún tipo de poder ni forma de defenderse porque los medios de control son absolutamente nulos, porque todo queda a expensas de lo que decidan quienes han privatizado el Estado en su beneficio.

A mí me da mucha tristeza pensar eso ahora que tengo 48 años. Cuando nací, en 1976, estaba por finalizar el gobierno de Luis Echeverría Álvarez y comenzaba el de José López Portillo. Entonces yo tenía seis años de edad. Posteriormente, cuando finalizó el gobierno de Miguel de la Madrid Hurtado, yo tenía 12, y cuando acabó el gobierno de Carlos Salinas de Gortari yo tenía 18. Yo no tenía mucha conciencia, o poseía casi nula conciencia política, a los 18 años. Pero a mis 20 años de edad, cuando empezó el auge democrático auspiciado por el triunfo electoral de Cuauhtémoc Cárdenas en la Ciudad de México, yo participé activamente en las elecciones en de 1997 y después en las del año 2000, siempre apoyando a la izquierda y al Partido de la Revolución Democrática (PRD), lo cual fue algo que me motivó muchísimo, pues toda mi vida consciente política, y más como abogado, toda mi vida profesional, ha sido en el ámbito democrático. Lo que quiero puntualizar es que todo mi trabajo como jurista ha sido en el marco del proceso de transición democrática de México. Yo no sé cómo es vivir bajo un régimen autoritario. En el poco tiempo que viví bajo el régimen autoritario del priísmo autoritario yo era un chavito de 16 años. Cuando empecé a entender la lógica de la política, ya el régimen empezaba a cambiar, a liberalizarse; era otra cosa completamente diferente. Y a mí me da muchísima tristeza que en el último tercio de mi vida tenga que vivir en un régimen que, todo parece indicar, va a ser como el régimen priísta de antaño: autoritario, no solamente de un solo partido; quizás hasta de una sola persona. Yo creo que esa es una desgracia inmensa, y más para alguien como yo que nunca he profesado lealtad a ningún partido político: ni al PRI, ni al Partido Acción Nacional, ni al PRD, ni a Morena. 

Lo que yo defiendo son valores. Lo que yo deseo es una sociedad democrática, plural, libre; que la gente pudiera defenderse. Una sociedad en la que haya justicia social, que priorice a los sectores en condición de vulnerabilidad. Ese es el México que yo he soñado desde que he tenido conciencia política, y es muy doloroso saber que estamos a punto de perder esa posibilidad. En síntesis, pienso que la tragedia de México se llama simulación.

¿Cómo ves el panorama de la militarización en el contexto del combate al narcotráfico, por un lado, y en el contexto de la regresión democrática, por otro? 

Sergio Méndez – Esa es una cuestión muy preocupante, porque en nuestro país, ya con la reforma constitucional, se ha permitido que en tiempos de paz los militares no sólo puedan participar activamente en temas de seguridad pública, sino que además puedan intervenir en cualquier tipo de instancia antes reservada a los civiles. Lo que ha ocurrido desde el gobierno de Andrés Manuel López Obrador es que se ha utilizado a los militares para la realización de las obras públicas, y no solamente en materia de seguridad: les cedieron aduanas, el manejo de las medicinas, y espacios como puertos y aeropuertos. Ésta es una situación extremadamente preocupante, porque la lógica de la militarización es la concentración del poder, en lugar de que estemos propiciando un país eminentemente federal, la desconcentración del poder, el fortalecimiento de la seguridad pública y de la seguridad ciudadana, así como de las policías ministeriales, de las policías estatales preventivas y de las policías municipales (ahora sabemos que donde más vulnerable se halla el sector gubernamental es el ámbito municipal, como lo atestiguamos con la decapitación del presidente municipal de Chilpancingo).

El tema es que no se fortalece ni al municipio en lo relativo a la seguridad pública, ni a los estados; por el contrario, se robustece la visión militarista, sobre todo de concentración de poder en las autoridades federales. Pero, además, los militares no están capacitados, ni es su intención capacitarse, para dedicarse a tareas de seguridad ciudadana. Los militares están capacitados para derrotar a un enemigo. 

Hay un tema muy interesante que quiero sacar a colación ahora porque lo leí en el libro del presidente Felipe Calderón Hinojosa sobre su presidencia. Él afirma algo muy importante: que en nuestro país los militares poseen un fuero personal y colectivo propio, jamás ha habido transparencia en lo que concierne a su ámbito de acción, ocupan un mundo aparte: no sabemos qué hacen, cómo lo hacen, cómo se organizan. Viven un mundo aparte, opaco, impune. Ningún civil, ni siquiera el presidente de la República, sabe qué pasa en el ejército; no obstante que el ejército mexicano se ha mantenido leal al presidente civil del país y no ha abanderado ningún golpe de Estado, por lo menos desde que Lázaro Cárdenas del Río concentró el poder en el presidente de la República después de la expulsión de Plutarco Elías Calles y fundó lo que conocimos como el presidencialismo mexicano, por ahí de 1935. La última sonada de que se tiene registro en la historia de México fue la de Saturnino Cedillo, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas. Ese el último intento de golpe militar o de acción revolucionaria por parte de un cacique. 

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