Eduardo Chícharo Urrutia reflexiona críticamnte en torno a la promesa de la reforma judicial y el discurso que subyace bajo la elección popular de administradores de la justicia que conlleva.
En el relato bíblico del Juicio de Salomón, se narra el singular episodio de dos prostitutas que recién habían dado a luz a dos niños, uno de los cuales murió accidentalmente asfixiado por su madre, mientras dormían. Al percatarse de esto, urgida por maternar, la mujer intercambió a los bebés en la penumbra. Por la mañana, ambas mujeres clamaban la maternidad del hijo vivo, por lo que fueron a pedir la intervención del rey Salomón. Hijo de David y Betsabé, heredero de la promesa contenida en la Ley entregada otrora a Moisés, Salomón había sido bendecido con la sabiduría de la justicia en Gabaón, por el propio Yahvé.
Ante los dichos de las mujeres vertidos en la audiencia real, Salomón ordenó que le llevasen una espada para cortar al infante vivo por la mitad y dar una parte igual a cada madre clamante. En ese momento, una de las mujeres aceptó la mitad que le correspondía, de acuerdo con la resolución del huésped de la Casa de Yahvé; la otra mujer imploró clemencia al señor de los israelitas y pidió que el niño fuese entregado a su par.
El rey Salomón comprendió entonces que esta última mujer era la madre del niño, pues, movida por el amor maternal, prefirió privarse de su hijo para que éste viviera. Resultaba evidente para Judá que Salomón había hablado con la sabiduría de Yahvé, por lo que la justicia del Dios de los israelitas había sido cumplida. Sabio para juzgar y sabio para administrar la Casa de Ya’akov, esa era la grandeza de Salomón.
La Justicia y la Polis
Con la publicación de las listas de los Comités de Evaluación del Poder Judicial, del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo, aunado al proceso de insaculación de la mitad de plazas de juzgadores del Poder Judicial Federal (PJF), ha quedado claro que la Reforma Judicial va, por si quedara duda alguna. El revuelo que ha causado la proposición, el atropellado proceso de aprobación legislativa y finalmente la puesta en marcha del proceso electoral que supone la Reforma Judicial, no es menor. Sin temor a equivocarnos, tal reforma está reestructurando la justicia federal en nuestro país.
Por si fuera poco, una retahíla de reformas constitucionales aprobadas durante el pasado periodo ordinario de la LXVI Legislatura del Congreso de la Unión, han contribuido a cambiar el rostro de nuestro PJF. Una reforma electoral, dividida en dos procesos de elección, para la totalidad de los juzgadores federales; una reforma que hace inimpugnable el texto constitucional; una reforma que limita los efectos del juicio de amparo, mermando su efectividad; una reforma para eliminar organismos constitucionalmente autónomos; entre otras que arrojan un total de 16 reformas constitucionales y varias reformas a leyes secundarias, todas ellas con el objetivo de legitimar políticamente el quehacer contencioso de las sedes judiciales. Sobre esta última cuestión, las posiciones encontradas en el espacio público han hecho un despliegue argumentativo interesantísimo en los medios de comunicación, las redes sociales e, incluso, la academia.
Todo ese revuelo sobre la nueva judicatura federal es el escenario propicio para la reflexión sobre la labor del juzgador y el ideal de justicia que supone. Sin embargo, las voces del debate han versado sobre la elección de juzgadores, sin recular en el perfil que supone un juzgador electo por voto popular. Una vez más, el juzgador se encuentra ante una encrucijada compleja de sortear, suspendido entre los dos polos que tiran de él, a favor de sus causas. Tal y como lo esbozó Juan Antonio García Amado durante el Encuentro de la Jurisdicción Ordinaria celebrado en Medellín, Colombia en 2019. De la toga azabache se desgarran las presiones contradictorias, nos dice García Amado, en cuyas sentencias se apela lo mismo a Dios, que, a la suprema norma, en aparente tensión constante. Si aquella fuera la única disputa a la que se enfrenta el juzgador, ésta sería sorteable en un democrático estado de derecho. No obstante, sobre los togados recae también la singularidad de la justicia que quiere proyectar el régimen político, incluido el nuestro.
Se equivocan quienes, con profunda ignorancia de las circunstancias históricas que precedieron a nuestros sistemas jurídicos democráticos, llegan a afirmar que el derecho es un conocimiento meramente técnico, falto de cualquier viso político. Es cierto que el moderno estado de derecho busca eludir la injerencia de actores políticos en decisiones contenciosas y administrativas propias de la judicatura; pero, la naturaleza política no desaparece por tanto que se quiera. Decir qué es derecho y qué es justicia, es el acto político por antonomasia. Existen en la historia varios modelos de jueces y de judicaturas que se han ido sucediendo, algunas veces de manera más armoniosa, yendo y viniendo entre uno y otro estándar, según se amolda al horizonte en que se inscribe y al que responde. Grosso modo, estos modelos se pueden resumir en dos grandes bloques, que integran al juez exegético y el juez demagogo.
Uno y otro son la representación del tiempo en que fueron gestados: El primero de ellos, heredero de la tradición francesa fincada en el célebre Código Civil napoleónico, que expresamente prohibía la interpretación judicial y arrojaba a la judicatura a la subsunción de la praxis social conforme a dicha codificación. El segundo, engendrado en las postrimerías del Holocausto, bajo la consigna de observar la justicia con los altísimos valores morales de la sociedad, contenidos en la norma suprema o aceptados socialmente. A dicho sistema se le nombró el “orden objetivo de valores”, cuya transgresión por parte del legislador o el juzgador supondría, en los hechos y el derecho, una inconstitucionalidad flagrante.
Algunos de éstos como la libertad, la dignidad humana o la equidad, tan importantes como imprecisos en cualquier sociedad con pluralismo democrático. Para ejemplificar esta última cuestión, García Amado evoca el paradigmático caso de Günter Dürig quien, recogiendo los principios morales de la Ley Fundamental de Bonn (1949), afirmaba que el mayor atentado contra la dignidad humana –reconocida en el primerísimo artículo del texto constitucional alemán– sería que una mujer fuese inseminada con semen de un hombre que no fuese su marido. Esto nos arroja ante la inevitable conclusión de que la moral es histórica y plural, al menos en sociedades democráticas como las nuestras; y, en ese sentido, el orden objetivo de valores antes que fortalecer la materialización de tales supuestos constitucionales, influye negativamente en ésta.
Preludio y premonición
Es un hecho que el panorama internacional está lejano de armonizar el estado de derecho y la democracia representativa, particularmente aquella de corte populista, que encuentra su punto de partida y legitimación en el apoyo popular que logra concertar. Como bien nos recuerdan Ziblatt & Levitsky (2018), para asirse del referido fervor social, el político lo mismo condena y perdona con la ira y bondad divina. En su persona, el populista erige la representación popular, la del redentor y delator. Desde esa auto pretendida superioridad moral, el populista transforma las instituciones democráticas que sostuvieron su arribo al poder, bajo el falso argumento de erradicar la corrupción y frenar el deterioro que sí que existe en nuestras sociedades democráticas. El populista es, a la vez, querellante y mesías.
Hoy en día, la reforma judicial promete jueces dotados de la sabiduría salomónica, capaces de juzgar teniendo siempre presentes los altísimos valores del régimen político imperante. Prestos a dirimir los conflictos más acuciantes de nuestra cotidianidad, la nueva judicatura es legitimada y empoderada por el apoyo popular que concertarán en junio de 2025 y 2027, al tiempo que se le amordaza con el propio texto constitucional para interpretarlo e interpelarlo, so pena de actas en el novísimo Tribunal de Disciplina Judicial –controlado por juzgadores afines al régimen. En Los Derechos en Serio (1977) Ronald Dworkin sugirió la idea del llamado juez Hércules, es decir, aquel capaz de reunir el conocimiento de las leyes y la jurisprudencia, así como del orden objetivo de derechos contenida en el texto constitucional; que siempre encuentra respuesta correcta a los casos que atraviesan la puerta del juzgado. Un juez que, a la manera de Salomón, puede dictar justicia con sacra sabiduría.
En tanto unificador del derecho y la moral, el juez Hércules parece la vía coyuntural predilecta para nuestro régimen político. No obstante, mientras mantiene una aspiración francamente idealista, el régimen alienta la peligrosa contradicción entre el juez de la exégesis y el juez demagogo, entre la justicia por vía mecánica y la justicia ius moralmente anclada. Como si se tratara de una hidra, la novísima judicatura de la transformación habrá de juzgar a la manera de Salomón, con los conocimientos del juez Hércules y subsumiendo bajo los estándares exegéticos de la suprema norma; sea ya en el juzgado de distrito, el tribunal colegiado o la Suprema Corte. Así es la nueva justicia salomónica federal, veremos de qué manera toma forma y se implementa en nuestro país.
Con ese panorama, parece urgente y necesario, volver la mirada a la máxima de Cayo Lucio sobre la contradicción surgida de la persecución de jueces, antes que de los políticos corruptos. Más necesario aún, es evocar la experiencia italiana cuya judicatura revistió el cénit del servicio público al enfrentar a la mafia, la Cosa Nostra, la Camorra. Bien haríamos en recordar que, la judicatura italiana —encarnada en los nombres de Falcone y Borsellino— manifestó otrora la envergadura y el prestigio que engendra la toga que atiende el añejo y vigente reclamo de justicia, aun cuando resiste la sumisión al poder político en turno. Huelga decir por lo demás que, en nuestro país, sobran los políticos y nos hacen falta los servidores públicos. Reivindiquemos pues el valor de la toga y el jurista.