Resulta preocupante cómo un elemento esencial como la nacionalidad mexicana se está desvirtuando en el texto constitucional y cómo la etiqueta de “derechos humanos” se emplea como avanzada para evitar la ponderación de otras consideraciones centrales del tema, sostienen los autores al analizar el tema de la transmisión de la nacionalidad mexicana al infinito en el extranjero.
El pasado 17 de mayo de 2021 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto por el que se reforma el artículo 30 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de nacionalidad. Esta reforma modificó la fracción II del apartado A del artículo 30 de la Carta Magna, para establecer lo siguiente: “a) Son mexicanos por nacimiento […] II. Los que nazcan en el extranjero, hijos de padres mexicanos, de madre mexicana o de padre mexicano”.
El impacto de esta pequeña adición será mayúsculo, pues influirá en uno de los elementos esenciales del Estado mexicano: su población, especialmente por permitir la transmisión de la nacionalidad mexicana al infinito en el extranjero.
Camino a la reforma constitucional
Los efectos que generará la reforma constitucional no son ajenos al sistema jurídico mexicano ya que, como consecuencia directa de una interpretación del Primer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito, en el amparo en revisión 226/2013, durante seis años (2013 a 2019) las autoridades mexicanas estuvieron siguiendo el criterio errado de permitir la transmisión de la nacionalidad mexicana al infinito para aquellos nacidos en el extranjero vía ius sanguinis. El razonamiento detrás de ese criterio era que “si la Constitución establece que son mexicanos por nacimiento las personas nacidas en el extranjero [artículo 30, inciso A], de quienes sus padres al menos uno sea mexicano por naturalización, es correcto asumir por mayoría de razón que dicha regla debe hacerse extensiva a los nacidos en el extranjero cuyos padres hayan nacido también en el extranjero, pero al menos uno tenga reconocida la nacionalidad mexicana por nacimiento”. Ergo, la nacionalidad mexicana se transmitía al infinito para aquellos nacidos en el extranjero vía ius sanguinis, ya que todos los descendientes de mexicanos nacidos en el extranjero serían siempre mexicanos por nacimiento, lo que generaba un círculo vicioso sin fin.
No fue sino hasta noviembre de 2019 cuando la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió la contradicción de tesis 212/2019 y puso fin al criterio que permitía la transmisión de la nacionalidad mexicana en el extranjero al infinito, por considerar que “el texto constitucional es claro respecto a que el otorgamiento de la nacionalidad mexicana por nacimiento no es extensivo a otros supuestos no previstos expresamente por el Constituyente, es decir [que] las hipótesis establecidas en el artículo 30, inciso A, de la Constitución […] deben interpretarse de manera estricta, pues se destinan sólo a los sujetos que están explícitamente contemplados en la norma, supuestos que son limitativos y no enunciativos, por lo que no se advierte la posibilidad de que pueda interpretarse de otra manera”. Por lo anterior se concluye que el artículo 30, inciso A, fracción II, de la Constitución, solamente contemplaba la posibilidad de transmitir la nacionalidad mexicana a la primera generación que nazca en el extranjero, hijos de padre o madre mexicanos que hayan nacido en territorio nacional.
Paralelamente a los acontecimientos antes descritos, en septiembre de 2018 la senadora de la República —ahora secretaria de Gobernación— Olga Sánchez Cordero presentó la iniciativa de reforma —aprobada el pasado 17 de mayo— en la cual proponía reformar la fracción II del inciso A del artículo 30 constitucional, para lograr los mismos efectos que el criterio que sería considerado como errado un año después por parte de la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La justificante principal del proyecto de iniciativa de reforma, la cual fue considerada como parte de los trabajos de la Cuarta Transformación de la República, era evitar la apatridia, garantizar el derecho humano a la nacionalidad y promover el ejercicio efectivo de la identidad de los descendientes de migrantes mexicanos nacidos en el extranjero.
Marco conceptual
De conformidad con la Convención de Montevideo de 1933, que codifica los derechos y los deberes de los Estados, son cuatro los elementos esenciales que conforman a un Estado: población permanente, territorio determinado, gobierno y capacidad de entrar en relaciones con otros Estados. La interrelación entre estos cuatro elementos es evidente, al grado de que la sinergia que deriva de los mismos es uno de los factores que van moldeando la identidad estatal.
Uno de estos elementos esenciales en los que se puede apreciar de forma más clara la interrelación transversal entre estos cuatro elementos es la población permanente. La población permanente, en sus múltiples facetas, le permite al propio Estado desarrollarse como ente soberano. Por ejemplo, el gobierno es electo y conformado por la misma población permanente del Estado, bajo el principio de libre autodeterminación de los pueblos. El territorio estatal es ocupado por la población permanente del Estado, lo cual evidencia el control efectivo que el gobierno mantiene sobre el territorio. La instrumentación del inicio de relaciones con terceros Estados es ejecutada por la diplomacia nacional, misma que deriva de segmentos de la población permanente del Estado. Y, finalmente, el concepto de población permanente del Estado está intrínsecamente relacionado con el concepto de nacionalidad, ya que este último será el que permita a las personas residir libremente dentro del territorio estatal, identificarse como nacionales del Estado y establecer un vínculo jurisdiccional personal a través del cual las personas estarán sometidas a la autoridad y a la protección estatal.
La libertad de los Estados para poder determinar qué personas serán reconocidas como sus nacionales es una potestad soberana que cada nación definirá de forma exclusiva de conformidad con sus leyes nacionales. Por esta razón, la Corte Permanente de Justicia Internacional, en su opinión consultiva de 1923, “Disputa entre Francia y Reino Unidos por los decretos de nacionalidad promulgados en Túnez y Marruecos”, determinó que la cuestión del otorgamiento de nacionalidad es un tema reservado exclusivamente a la jurisdicción interna del Estado. Sin embargo, también señaló que, aunque es un tema no regulado por el derecho internacional, el ejercicio discrecional del derecho soberano del Estado está limitado por aquellas obligaciones internacionales que dicho Estado le debe a otros entes soberanos.
Este señalamiento se vuelve oportuno porque resalta dos temas: por un lado, el vínculo entre el Estado y la persona que ostenta su nacionalidad, y, por el otro, la sinergia entre derecho internacional y derecho doméstico. En lo que respecta al vínculo que genera el otorgamiento de nacionalidad entre el Estado y la persona tenemos que la Corte Permanente de Justicia Internacional, en su opinión consultiva de 1923, “Adquisición de la nacionalidad polaca”, señaló que el lugar de nacimiento crea un vínculo material entre el Estado y la persona. Décadas después la Corte Internacional de Justicia, en su sentencia de 1955, en el caso Nottebohm (Liechtenstein vs. Guatemala) profundizó en el concepto de nacionalidad y señaló que el mismo es un vínculo legal que deriva de una conexión “genuina” o “efectiva” de intereses y sentimientos, así como de derechos y obligaciones recíprocos entre el individuo y el Estado, con el que se logra evidenciar que el individuo se encuentra más conectado con la población del Estado que le confiere la nacionalidad que con la de un tercer Estado.
Este vínculo que se genera entre la persona y el Estado ha sido ejemplificado por otras instancias internacionales como la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas, la cual señaló que este vínculo “genuino” o “efectivo” es evidenciado a través de diferentes factores, como residencia habitual, lazos familiares, participación en la vida pública, apego cultural tanto individual como familiar, servicio militar, ejercicio de derechos civiles y políticos, idioma, propiedad sobre bienes inmuebles. En corto, la nacionalidad, desde una perspectiva epistémica, representa una relación específica entre el Estado y el individuo.
Por esta razón, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su opinión consultiva 4, sostuvo que “la nacionalidad puede ser considerada como el vínculo jurídico-político que liga a una persona con un Estado determinado por medio del cual se obliga con él con relaciones de lealtad y fidelidad”. En otras palabras, la nacionalidad evoca una relación que va más allá de un mero reconocimiento administrativo estatal.
Las formas tradicionales de transmisión de nacionalidad son ius soli y ius sanguinis, las cuales —dependiendo de la regulación doméstica— se perfeccionan al nacer en el territorio estatal y/o al ser hijo de un nacional de dicho Estado. La obtención de la nacionalidad en momentos posteriores al nacimiento, por naturalización, se puede producir en varios escenarios: 1) de manera volitiva al ser buscada por la persona; 2) derivada de un acto civil con una persona extranjera, como el matrimonio o la adopción; 3) derivada del estatus del territorio donde se encuentre la persona, como el surgimiento de un nuevo Estado (e.g., Kosovo [2008], Sudán del Sur [2011]) o que dicho territorio sea adjudicado a un tercer Estado (e.g., Crimea [2014]), y 4) en el caso especial del Vaticano, por tener empleo o permiso de residir dentro del mismo.
Derechos humanos y apatridia
Se puede afirmar que la concepción de la nacionalidad sigue siendo la misma aun con el transcurso de los años. Sin embargo, es importante reconocer que algunos aspectos de ésta han destacado más que otros dependiendo del periodo histórico en el que nos ubiquemos. Antes del periodo de la descolonización, las potencias imperialistas empleaban como sinónimo de nacional el de súbdito, con lo que ponían énfasis en la subyugación del individuo a la jurisdicción estatal. Según la definición clásica, se reconoce la nacionalidad como un vínculo genuino o efectivo entre la persona y el Estado, el cual es evidenciado por múltiples factores que demuestran la cercanía entre ambos. Con la dogmática de los derechos humanos, especialmente con el interés de acabar con la apatridia, se reconoce la nacionalidad como una prerrogativa de todas las personas.
De conformidad con el artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cualquier persona tiene derecho a una nacionalidad. La motivación detrás de este artículo era erradicar la apatridia que miles de personas tenían después de la Segunda Guerra Mundial, y para tal fin en los borradores iniciales preparados por el Comité Redactor de la Comisión de Derechos Humanos se propuso como componente adicional el que todas las personas tuvieran derecho a la nacionalidad del país en cuyo territorio nacieran, a menos que cuando alcanzaran la mayoría de edad optaran por la nacionalidad a la que su filiación le da derecho a tener.
En ese sentido, se buscaba establecer una regla uniforme de suplencia entre el ius sanguinis y el ius soli, la cual fue rápidamente descartada por varias delegaciones, ya que consideraban que la misma representaba una intrusión a la facultad soberana para determinar las reglas del otorgamiento de nacionalidad. De esta manera, aun cuando la apatridia era el problema por resolver, se llegó a la conclusión de no reconocer la nacionalidad como un derecho inalienable de las personas, ya que, como lo señalaba en ese momento la delegación de Reino Unido, “hay algunas ocasiones donde sería imposible garantizar dicho derecho”; por ejemplo, cuando una persona es privada de la nacionalidad si se demuestra que la adquirió de forma fraudulenta.
El derecho a tener una nacionalidad de ninguna manera significa que el otorgamiento de ésta se realice sin un apego al sentido originario del concepto o que se realice de una manera contraria a estándares internacionales. Según esta perspectiva, la nacionalidad es reconocida como derecho humano en el sentido de que todas las personas tienen el derecho a poder tener una nacionalidad. En otras palabras, se busca que los Estados asuman su corresponsabilidad en el tema, y, siguiendo la línea de la Convención para Reducir los Casos de Apatridia (de la cual México no es parte), que se “conced[a] o no [se] priv[e] de la nacionalidad […] si la persona en cuestión pudiera convertirse en apátrida”. Lo anterior significa que, en casos excepcionales, cuando exista riesgo de apatridia, se debe otorgar la nacionalidad, un escenario contrario al hecho de otorgar la nacionalidad al infinito en contravención del significado del concepto, como lo hace actualmente el sistema jurídico mexicano.
Inclusive, para expandir las protecciones a personas apátridas sin caer en el otorgamiento de nacionalidad sin una vinculación real entre el individuo y el Estado, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en su comentario final 27, señaló que el derecho humano de todas las personas “a entrar en su propio país” podría expandirse inclusive a aquellas que aún no siendo nacionales del Estado han desarrollado “vínculos especiales o […] pretensiones en relación con un país determinado, [por lo que] no puede[n] ser considerada[s] como un simple[s] extranjero[s]. Éste sería el caso, por ejemplo, de los nacionales de un país que hubieran sido privados en él de su nacionalidad en violación del derecho internacional y de las personas cuyo país se haya incorporado o transferido a otra entidad nacional cuya nacionalidad se les deniega”.
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Ponderaciones finales
La presente reforma constitucional ejemplifica claramente cómo la justificante de derechos humanos puede convertirse en parte del problema cuando se emplea de forma simplista, como falacia nominal y como retórica distractora, ya que el derecho a tener una nacionalidad de ninguna manera da carta libre a romper con la esencia del concepto, ya sea reconociendo como nacionales a personas sin un vínculo genuino con el Estado o llegando a los extremos en que algunos Estados la comercializan como mercancía (e.g., visas de oro o venta de pasaportes a inversionistas extranjeros) al mejor postor. Asimismo, con un cambio tan radical como el presente se debiera de haber tomado en cuenta políticas poblacionales o diplomáticas, las cuales sin duda se verán afectadas por la reforma constitucional, y no simplemente escudarse en una interpretación errónea de derechos humanos.
En este sentido, aun cuando la prerrogativa del Estado para reconocer a quien desee como su nacional recae en su soberanía nacional, es importante destacar —como lo reconoció la Corte Internacional de Justicia en el caso Nottebohm— que no necesariamente tal actuación conllevaría un reconocimiento automático a nivel internacional. Lo anterior debido a que el otorgamiento tan laxo de la nacionalidad mexicana permitiría escenarios en que literalmente no existiría un vínculo genuino entre el Estado y el individuo. Con palabras de la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no existiría “la correlación entre el estatus de mexicano de quien detenta la nacionalidad y […] la realidad ‘cultural’ o ‘sentimiento patriótico’ que se presume se genera cuando las personas nacen o habitan en el territorio nacional o cuando se transmiten mediante lazos muy estrechos con nacionales como son la filiación en primer grado y el matrimonio”.
Ante este escenario, el reconocimiento de nacionalidad sería meramente simbólico y sólo tendría efectos para el Estado mexicano, ya que el resto de los Estados no estaría obligado a reconocer dicha nacionalidad por ser inexistente el vínculo genuino. Nadie se imaginaría que el Estado mexicano se perpetuaría en la hipótesis que advertía el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones en el caso Champion Trading Co. vs. Egipto, al señalar que “uno puede imaginar una situación donde un país continúa aplicando el ius sanguinis a lo largo de muchas generaciones. [Ante tal escenario] podría ser cuestionable si la tercera o cuarta generación nacida en el extranjero, que no tiene vínculos de ningún tipo con el país de sus antepasados, siga siendo considerada que tiene […] la nacionalidad de dicho Estado”.
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