A 200 años de la consumación de la Independencia

México cuenta con dos propuestas, con dos actas de Independencia y con dos postulados constitucionales derivados de cada una. Por eso, ahora que conmemoraremos los 200 años de la consumación de ese movimiento libertario quizá lo mejor sería estudiarlas a ambas y conseguir una fusión de lo mejor de las dos opciones en lugar de disputar por la preeminencia de alguna de ellas.


Un ligero conocimiento de la historia de México permite saber que en nuestro devenir como nación libre y soberana contamos con dos actas de Independencia, ambas emanadas de programas ideológicos que las sustentaron y que, a su vez, también desembocaron en sendos proyectos constitucionales, fracasados los dos, por cierto.

En efecto, la primera acta fue emitida por el Congreso de Anáhuac, en la ciudad de Chilpancingo, el 6 de noviembre de 1813. La segunda, por su parte, fue expedida por la Junta Provisional de Gobierno, en la ciudad de México, el 28 de septiembre de 1821. Las dos forman parte de nuestra historia política y jurídica; las dos fueron resultado de dos distintos procesos independentistas: del impulso que a la causa insurgente diera José María Morelos y Pavón, la primera, y la segunda, gracias al esfuerzo consumador de Agustín de Iturbide y Aramburu. Las dos, casualidad de la historia podría pensarse, pero en realidad imposibilidad práctica y fáctica de su vigencia, tuvieron una existencia limitada, efímera, pues la que promovió Morelos sólo pervivió en tanto este sacerdote caudillo pudo encabezar el movimiento insurgente; la que Iturbide proclamara, si bien es la oficial hasta la fecha, no sobreviviría como fundamento jurídico de la nueva nación, más allá de la existencia del sistema monárquico al que dio origen.

Por supuesto, si nos atenemos a la definición clásica de la palabra acta, ésta corresponde a la de un documento en el que consta por escrito un hecho fehaciente. Indudablemente, en este sentido, la que puede considerarse, y de hecho se considera, como Acta de Independencia, legalmente hablando, es la 1821, pues es evidente que a través de ella se constató el hecho objetivo y auténtico de la consumación de la independencia de México. En este mismo sentido, a pesar de que se llame “acta” también, pues así lo estipularon sus redactores, la de 1813 es más bien la exposición de una propuesta, de un deseo, pues a todas luces aún no se había alcanzado independencia y en plena guerra contra el gobierno virreinal era imposible plantear, siquiera, una real y verdadera independencia. Sin embargo, así la denominaron y como “acta” se le conoce también.

Pero más allá de la semántica de la palabra, la realidad histórica confirma que si bien las dos actas tienen una naturaleza jurídica diferente, ambas constituyen piezas ideológicas fundamentales para comprender la naturaleza política de la guerra de Independencia, sobre todo por su decisiva influencia en la creación de las dos concepciones teleológicas y políticas que desde entonces y hasta el día de hoy han constituido la terrible dicotomía mexicana, dividiendo a la nación en dos bandos aparentemente irreconciliables cuyo origen, en el sentido de cuáles fueron los fines y los propósitos de la Independencia, bien puede rastrearse a partir precisamente de estas dos actas de Independencia y de los planes que dieron origen a ambas, así como de las propuestas constitucionales que se desprendieron de ellas.

No es propósito de este texto superar esa dicotomía ni tratar de conciliar los pensamientos opuestos. No se pretende señalar a alguna de las dos actas de Independencia como legítima, en detrimento de la otra; antes, al contrario, es posible obtener de los dos elementos coincidencias entre sí y hasta agradables sorpresas, pues en muchas materias quienes participaron en la redacción y la confección de los documentos que integran cada una de esas propuestas fueron innovadores y hasta profetas.

Hay que insistir que México cuenta en su historia con dos propuestas de independencia: la insurgente y la trigarante. Ninguna de las dos pudo fructificar: la primera, sofocada por la guerra en contra del gobierno español; la segunda, aniquilada por la guerra entre facciones que se desató en el corazón del país. Ambas propuestas partieron de planes redactados personalmente por sus promotores e impulsores: José María Morelos, quien escribiera los inspirados Sentimientos de la nación, y Agustín de Iturbide, que personalmente ideó y formuló el Plan de Iguala. Una notable coincidencia histórica es que ambos personajes fueron oriundos de la misma ciudad, la antigua Valladolid, la capital de Michoacán, hoy Morelia.

Las propuestas insurgente y trigarante siguieron la misma ruta: un plan, una declaración de independencia consignada en un acta y como lógica conclusión, un proyecto constitucional en el que se expresaron los conceptos fundamentales para la organización de un Estado, los límites al poder, los deberes del gobierno y los derechos reconocidos al pueblo. Ambos proyectos también, en todo tiempo, reconocieron la necesidad de la independencia, coincidieron en sus definiciones acerca de la soberanía y aceptaron la intolerancia religiosa cuando expresaron su fidelidad a la religión católica.

Obviamente hay diferencias muy marcadas, principalmente en dos asuntos: en la forma de gobierno que adoptaría la nación —republicana en el caso insurgente y monárquica en el caso trigarante—, pero en las dos está clara la presencia de una norma fundamental —constitucional— que regula la actuación de los órganos del Estado, cualquiera que fuera la forma adoptada, con lo que sin duda se puede apreciar la modernidad de sus postulados. En cambio, otra diferencia, que sí es capital, es la exclusión, la discriminación y el rechazo a los extranjeros por parte de Morelos y los insurgentes, y la promoción de la unidad de todos, incluidos los nacidos en otros países y otros continentes, a través de la integración en una ciudadanía basada en la residencia, como lo propusieron Iturbide y los suyos.

Es digno de resaltar también que las dos propuestas consideraron como fundamentales los “derechos humanos”, anticipando incluso algunos de ellos —como la presunción de inocencia— que apenas hoy en día, 200 años después, recién se han incorporado a nuestra Carta Magna.

Y sin embargo ambos proyectos constitucionales están sepultados en el olvido. Políticamente es muy conveniente recordar a Morelos y sus ideas; en cambio, resulta repulsivo en ese mismo ambiente hacer referencia a Iturbide y las suyas. Pero tampoco se atiende a lo expresado por el Siervo de la Nación ni mucho menos a lo que postuló el Libertador.

El olvido comenzó hace mucho tiempo, desde que México, liquidado el Primer Imperio, al adoptar definitivamente la forma republicana de gobierno, en su primera Constitución federal, la de 1824, en lugar de tomar como base, modelo o inspiración lo que ya se había avanzado en materia constitucional, prefirió como modelos a seguir tanto la Constitución de Cádiz como la Constitución de Estados Unidos de América.

En cambio, para consumo político, las dos propuestas aparecen como contradictorias, sin serlo en esencia, y como banderas de lucha contemporánea, porque hay quienes se dicen continuadores de la obra de los insurgentes y califican de traidores y conservadores a quienes no comparten sus ideas. Y ésta es la mayor tragedia que ambas propuestas pudieron sufrir: verse involucradas en peleas que tienen que ver más con ambiciones particulares que con conceptos como la patria.

Repito y concluyo: México cuenta con dos propuestas, con dos actas de Independencia y con dos postulados constitucionales derivados de cada una. Por eso, ahora que conmemoraremos los 200 años de la consumación de ese movimiento libertario quizá lo mejor sería estudiarlas a ambas y conseguir una fusión de lo mejor de las dos opciones en lugar de disputar por la preeminencia de alguna de ellas. El precio por no haberlo hecho antes, y que seguiremos pagando si no lo hacemos, es que seguirá vigente la profecía maldita del oidor Miguel Bataller, último regente de la audiencia virreinal, allá en septiembre de 1821, cuando al entregar el gobierno virreinal a los trigarantes, espetó a quienes lo escuchaban: “No puede darse a los mexicanos mayor castigo que el gobernarse por sí solos”, terrible frase que recuerda otra más, la proferida pocos años antes por el obispo Campillo a los insurgentes de su tiempo, cuando les echó en cara la evidente “incapacidad de los americanos para unirse, porque se destruirían entre ellos mismos”.

Resultaron ciertas ambas advertencias, formuladas a los dos bandos, pues desde entonces la falta de concordia, de compromiso en la causa común, de capacidad para entender, negociar y ceder, el ansia de sobresalir y de mandar han sido las constantes de nuestra historia.

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