La excelencia: un retorno hacia lo humano

Más que afirmar la excelencia como sacrificio, Pablo Acosta Domínguez —egresado como licenciado en derecho— nos presenta un camino distinto hacia ella y, a través de su historia, nos brinda la posibilidad de (re)pensar el derecho y la academia desde otro horizonte.


Nacido en la Ciudad de México (1997), hijo de químicos egresados de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la vida de Pablo Acosta Domínguez se desenvolvió en una familia “normal”: lejos de un legado tradicional de juristas y de privilegios derivados de las riquezas. Apasionado deportista y con un paladar siempre en búsqueda de nuevas experiencias, Pablo descubrió su apetito por la justicia desde una edad muy temprana, aun desde antes que la palabra abogado adquiriera algún significado. Desde pequeño —recuerda— siempre le había atraído “esta noción de defender a las personas, de ayudar a la gente que no siempre se puede defender”. Ya sea por su gran estatura o por razones que le tocara descifrar con el tiempo, reconoce en ese apetito la necesidad por comprender qué es lo justo y de qué manera puede obtenerse. En su memoria hablada también evoca los recuerdos de su madre, quien al notar las cualidades argumentativas de su hijo decía, como suelen decir los padres: “Seguramente serás un buen abogado”. Como todo niño, aquella imagen augurada por los padres se instaló en él y prefiguró la búsqueda que hasta el día de hoy lo atraviesa: ¿qué es un buen abogado? En sus andanzas comenzó “a descubrir qué era lo que quería ser”; que quizá no sería “el abogado típico que uno ve en las películas, pero quería ser alguien que estuviera allí”, defendiendo. A sus padres les está profundamente agradecido.

El cliché del abogado, no obstante, atravesó nuestra conversación al punto de guiar los temas que decidimos abordar. Y no sólo por la manera en la que las películas nos presentan la imagen aspiracional del abogado competitivo, sino también porque hay una realidad que atraviesa esta profesión, ya sea como objeto de consumo, de chiste o, incluso, como forma de vida caída en la corrupción y el descrédito. En la conversación, la idea de excelencia estuvo en juego, porque era bastante claro que Pablo no quería ese tipo de vida para él, cuestión que fue transformando en su tránsito académico y, de forma especial, en su tránsito profesional como auxiliar jurídico en las notarías 6 y 142 de la Ciudad de México, donde trabaja actualmente.

Tras las valoraciones propias de un estudiante de preparatoria, Pablo Acosta Domínguez encontró su lugar en la licenciatura en derecho en la Universidad Panamericana (UP). Tanto por el renombre como por los métodos de enseñanza, “sentía que era algo más para mí, a diferencia de la UNAM o de la Libre”. Su apetito por el conocimiento y su pasión por el estudio lo llevaron a obtener una beca parcial de la UP y, muy pronto, hacia el cuarto semestre, una segunda beca por la Fundación Fausto Rico, una institución que desde 2009 se ha dedicado a impulsar económicamente a estudiantes destacados de derecho en ambientes de prestigio académico.

Fue su profesor de Obligaciones, Gonzalo Ortiz Blanco —miembro de la Fundación Fausto Rico y notario de la Ciudad de México—, quien vio algo especial en su alumno, al grado de ofrecerle la oportunidad de ser un becario. Si bien Pablo lo atribuye a su buen rendimiento académico y a sus ganas de ser el mejor, quizá deba considerarse la posibilidad de que el licenciado Ortiz Blanco vio algo más en él que sólo a una persona “que tenía ganas de exigirse mucho”. Después de todo, la experiencia de los profesores tiende a extender su visión más allá de lo que se presenta como obvio. Siempre hay algo más. Y no se equivocó, así como tampoco lo hizo su profesor de Bienes y Propiedad, Claudio Hernández de Rubín —su actual jefe en las notarías—, quien acompañó y apoyó a Pablo durante este proceso.

Después de cinco años, en 2021, Pablo culminó sus estudios en la UP con el mejor promedio de su generación (9.87), convirtiéndose, además, en el primer becario de la Fundación Fausto Rico en haber obtenido ese logro académico en 11 años. Ambas instituciones, en este sentido, deberían sentirse orgullosas y, en el caso de la fundación, encontrar en Pablo la evidencia viva de que su programa definitivamente rinde frutos y que su misión como institución no sólo se ve satisfecha sino excedida por una figura como él. Siempre hay algo más.

Para ambas instituciones, sin embargo, la excelencia académica es un pilar fundamental que, sin duda, atraviesa la experiencia estudiantil. Tanto ésta, como las exigencias que suponen conservar un promedio, y, además, el mantenimiento de un trabajo (por no hablar de otras exigencias), nos orillaron a pensar en el costo de la excelencia y, por tanto, en sus sacrificios. ¿No es esta la narrativa de excelencia que deberíamos observar? No. En Pablo había algo más.

Al platicar con él, se volvió evidente que estas instituciones habían becado a un estudiante particular, uno que pareciera evocar las aspiraciones éticas del pensamiento griego. Por momentos, Pablo devenía como figura de la virtud aristotélica, una vida que cultiva el espíritu filosófico que da lugar al hábito que caracteriza su excelencia: “Desde chiquito siempre he sido una persona estudiosa. Pero también fue algo que se me fue desarrollando de manera personal. [Con el tiempo] me di cuenta de que me gustaba eso, sin la necesidad de que alguien me lo exigiera. Mis padres me pedían que me fuera bien, pero nunca me exigieron que fuera una persona de 10 […] Sólo me gustaba mucho tener buenas calificaciones y esforzarme por tenerlas. Yo mismo me puse la meta de terminar con el mejor promedio”.

Por otro lado, también pareciera evocar la virtud armónica de Platón, la idea de la vida justa como reflejo del orden y el equilibrio de todas las cosas. En medio de toda esta serie de exigencias, responde:

No considero que me haya sacrificado […] Creo que todo está en saber equilibrar las cosas y sobrellevarlas unas con otras, y que haya un perfecto balance entre todo. Si bien el estudio tenía un peso importante, también lo tenía el resto de las cosas en mi vida […] Claro que hay sacrificio, pero no creo que eso ha implicado el hecho de perderme de algo importantísimo.

Quizá estas cualidades —inscritas más allá del buen rendimiento académico— son las que advirtieron los licenciados Ortiz y Hernández y, en definitiva, la Fundación Fausto Rico. Pero esa es tan sólo una inferencia. Lo que es un hecho, sin embargo, es que estas observaciones nos permitieron reflexionar en torno de lo que significa ser excelente. En un país en el que hay una sobrepoblación de abogados y en un país, también, en el que la excelencia académica no es garantía de éxito, valía la pena poner sobre la mesa estas cuestiones y valorarlas a la luz de un contexto en el que la figura del abogado está atravesada por ideas negativas de las que difícilmente escapa.

Para el joven recién egresado, la excelencia no debiera fundarse sobre el sacrificio, la pérdida o el descuido, así como tampoco mediante la asimilación de una actitud maquiavélica ante el mundo. Su experiencia académica y profesional le ha permitido ponderar esto y revalorar su visión en torno de la abogacía y el tipo de profesional que quiere ser a futuro: “Todo suma —dijo—, porque la persona o el profesionista que yo quiero ser naturalmente debe tener este componente de exigencia y excelencia en todos los ámbitos de su vida. Pero también debe tener estos sentidos que a veces se pasan por alto, como los valores, la moral, de un sentido muy humano. Porque este sentido se puede perder fácilmente diciendo: ‘Dejamos todo por ser simplemente los mejores’, pero nada de eso está peleado”.

La excelencia, aunque requiera sacrificios, no debe estar peleada con el equilibrio individual y, mucho menos, con perder o sacrificar el sentido de lo humano con el propósito de ganar o destacar.

Aun cuando esta valoración pareciera articularse como romántica (“propia de un estudiante”, dirían algunos) —sobre todo en un país como en el que vivimos—, su experiencia y sus palabras no deberían menospreciarse, sino volver al núcleo de las reflexiones en torno de la profesión y el deber ser del abogado: “Considero que a veces es fácil dejar de lado todo por ganar un caso, por sacar un asunto, por ganar un cliente, lo que tú quieras. Es lo que yo considero que no debe perderse, no en mi caso”.

Quizá la valoración más importante que realiza Pablo Acosta Domínguez sea precisamente esa: comprender la excelencia como un retorno a lo humano, porque en ese entendimiento se construye una distinción desde el ámbito individual y un cuidado hacia la profesión y hacia los otros dentro de un proceso. Si bien para él no ha habido alguna desilusión con respecto a la profesión, sí planteó la angustia que atraviesa su vida y la de muchos otros estudiantes y profesionales: “¿Realmente existe algo como la justicia?, ¿realmente podemos buscarla?” La riqueza no habita en las respuestas que puedan construirse, sino en la duda permanente que se instala en el estudio y que motiva la búsqueda por la justicia; la búsqueda por la que Pablo decidió adentrarse a este mundo: “Esto es algo que hoy no sé cómo responder, pero sigo convencido de que, hasta cierto punto, estamos aquí por eso […] Creo que es justamente el punto de qué es lo que yo hago aquí y por qué: para encontrar esa respuesta y, con base en ello, ejercer la profesión”.

Desde este horizonte, la experiencia de Pablo Acosta Domínguez se presenta no mediante una narrativa heroica con la que suele presentarse a los becarios destacados, sino como una vida a contracorriente en que la idea de excelencia puede habitarse desde otro espacio. De ahí que hayamos decidido contar parte de su historia, y de ahí que lo caractericemos como evidencia viva del trabajo de la Fundación Fausto Rico. En Pablo se satisface no sólo la visión de esta institución que lo acompañó, sino también los valores que pretende fomentar en sus becarios para el desarrollo de personas íntegras y en lo que, sin duda, la Universidad Panamericana desempeñó un papel determinante.

El relato no puede terminar, sin embargo, sin las palabras que Pablo Acosta Domínguez dirigió hacia los futuros juristas de México, palabras en las que se decanta esta reflexión y su saber experiencial: “Es importante que nunca pierdan este sentido humano, que no dejen que cuestiones mundanas —como el dinero, la fama, el reconocimiento, el poder— distraigan la búsqueda de este fin último por el cual yo creo que todos (o la gran mayoría) decidimos estudiar derecho. Entramos buscando la respuesta sobre qué es lo justo y qué es lo que le corresponde a cada quien. Hay formas de ver las cosas y distintas formas de aportar. No perder el sentido humano es importante, así como aportar cada quién desde su rama. No echen en saco roto lo aprendido en la carrera y procuren que siempre se mantenga esta constante voluntad de seguir aprendiendo, de seguir creciendo, porque esta carrera exige, siempre, estar actualizado, siempre leyendo. De lo contrario, uno se queda atrás. Si uno tiene un título, es importante para uno y para los abogados como género decir: ‘Voy a ser un buen abogado’. Es importante que empecemos a cambiar la idea de que los abogados son chuecos. Tenemos que trabajar para que la abogacía se convierta, otra vez, en una profesión respetable […] El día de mañana habrá que atender a un cliente quien, al final de cuentas, es una persona de carne y hueso que tiene sentimientos, que le pasan cosas, que tiene problemas, como tú, como yo, como todos. Si sólo nos enfocamos en verlo como un billete, es muy fácil perder el propósito de por qué estudiamos derecho”. Se trata, en suma, de considerar la excelencia como un retorno hacia lo humano.


La excelencia, escribió Ortega y Gasset, significa que una persona pide más de sí misma que los demás. En ese sentido, la persona excelente se inscribe razonablemente como una voluntad individual. Pero la excelencia también se presenta como una moneda de cambio, como identidad competitiva y maquiavélica, o bien como frase publicitaria que pretende vender alguna clase de ilusión. En cualquiera caso, la narrativa (generalmente heroica) que atraviesa la idea de excelencia parece tener al sacrificio y a la abnegación como cosas inherentes, que la negación de algo es aceptable y loable a favor de una meta. En ciertos espacios, esa narrativa se instala como objeto de deseo o incluso como componente necesario de instituciones profesionales o académicas en las que la vida sacrificial se articula casi como un requisito enaltecido. Pensar la excelencia fuera del sacrificio personal, fuera de las acciones que en ciertos casos orillan a pisar a los otros, fuera de los descuidos corporales o relacionales, resulta difícil. Pero, ¿es posible? ¿Puede afirmarse una noción de excelencia desde otro ámbito? ¿Podemos pensarla sin que se comprometa la integridad moral?

Pablo Acosta Domínguez: «Mensaje a los futuros juristas de México.»

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