Citizen Musk

La compra de Twitter por parte de Elon Musk ha resultado en polémicas de diversa índole. La aparente lucha por la libertad de expresión –bandera con la que Musk ha querido moverse–, así como los juegos de poder presentes allí presenten, sirven como detonantes para el autor para explorar las múltiples implicaciones y problemas que subyacen en esta transacción.


El culebrón que Elon Musk le impuso al mundo en su torpe intento por adueñarse de Twitter me recordó desde el primer instante otra misión obviamente condenada al fracaso y al desastre: la invasión de Ucrania acometida por el tirano ruso Vladimir Putin. En ambos casos, un hombre todopoderoso, megalómano, embriagado de hibris, con un ejército de incels presto a defenderlo a muerte en internet y rodeado de aduladores y subalternos incapaces de contradecir a su amo, emprendió una aventura absurda y autodestructiva. Y también en ambos casos lo hicieron con pretextos totalmente incoherentes: Putin publicó un soporífero y larguísimo ensayo en el que “argumentaba” que Ucrania no es un país real, mientras que Musk redactó aproximadamente seiscientos tuits “argumentando” que Twitter es  “la plaza pública” y por ello, dentro de su territorio virtual, debe reinar la libertad de expresión irrestricta y no el régimen de “censura” estalinista/woke supuestamente impuesto por su actual administración. El problema es que Ucrania es un país muy real, poblado por gente dispuesta a morir por su patria. Y Twitter es una compañía privada con derecho a imponerle reglas a sus usuarios y a echar de su plataforma a quien las viole, y cuyo algoritmo (igual que el de Facebook) amplifica desproporcionadamente desinformación de ultraderecha y no propaganda woke.

Sobra aclarar que las consecuencias del disparate de Putin son infinitamente más graves que las del de Musk. Mientras el primero ha provocado la muerte de miles de civiles inocentes, entre muchas otras barbaridades, el segundo “sólo” está jugando ruleta rusa con el futuro de Tesla (su gallina de los huevos de oro), de Twitter, y de sus respectivos accionistas. Y también hay que decir que en el proceso ha sepultado su reputación de genio bajo una montaña de tuits dignos de un púber que cree que entiende el mundo porque leyó tres citas de Ayn Rand. Sí, desde el punto de vista financiero, la adquisición de Twitter, una compañía que produce ganancias magras y da constantes dolores de cabeza, siempre fue un disparate demencial. Entre otras razones porque Musk no tiene el efectivo para cerrar una operación de esa magnitud, por lo que tuvo que financiarla con un par de préstamos, uno de ellos contra un alto porcentaje de sus acciones de Tesla.

Los términos de ese préstamo de margen estipulaban que si las acciones (peligrosamente sobrevaluadas) de Tesla caían 40% respecto a su valor al momento de la firma, el banco tendría derecho a cobrar su dinero inmediatamente. Para pagar, Musk tendría que vender todas las acciones necesarias, lo cual lanzaría el precio de Tesla en una espiral de la muerte. Correr semejante riesgo en una era de calma y vacas gordas habría sido una peligrosa necedad, hacerlo en el peor momento de incertidumbre y volatilidad bursátil de las últimas décadas, y cuando las tasas de interés están a la alza, es un acto suicida. Es por eso que el Consejo de Administración de Tesla debió frenar esta locura desde el primer instante, pues se supone que su deber es proteger los intereses de los accionistas y servir de contrapeso frente a Musk, e incluso aconsejarlo y salvarlo de sí mismo. Pero la triste realidad es que el Consejo está de adorno, más o menos como el parlamento ruso. Otra prueba de que el poder absoluto, ejercido sobre un país o una empresa, es una pésima idea.

Muy al principio de este sainete, Elon se atrevió a decir que no tenía ningún interés financiero en Twitter, es decir, que no lo estaba comprando para ganar dinero, sino como parte de una cruzada libertaria a favor de la “libertad de expresión”. Pero si la operación se concreta, Musk va a tener que pagar más de mil quinientos millones de dólares al año en puros intereses generados por los onerosos préstamos que solicitó, así que Twitter va a tener que producir dinero sí o sí. Por eso resulta tan inverosímil el cuento de que Elon transformará la plataforma en un paraíso de la “libertad de expresión”. Para empezar, porque dichos paraísos ya existen. Por ejemplo, dos de las más famosas plataformas donde la moderación de contenido es prácticamente inexistente son 4chan y 8chan, y para sorpresa de nadie ambas son basureros radioactivos repletos de psicópatas, nazis, pedófilos y asesinos en potencia (el terrorista supremacista que acaba de masacrar a diez afroamericanos en Buffalo confesó que se “radicalizó” leyendo propaganda en 4chan). Si a Musk se le ocurriera transformar a Twitter en algo remotamente parecido, la inmensa mayoría de los usuarios, que de por sí están hartos de la toxicidad de su encarnación actual, van a salir huyendo, y su flamante nuevo dueño descubrirá por las malas que una red social sin moderación de contenido es, antes que cualquier otra cosa, un pésimo negocio. 

Por si todo esto fuera poco, en estas semanas Musk ha incurrido en prácticas bastante cuestionables e incluso abiertamente ilegales. Para empezar, ha estado manipulando el mercado descaradamente a punta de tuitazos, y cuando adquirió el 11% de las acciones de Twitter (la maniobra que inició todo este drama) omitió informarle a las autoridades al momento en que cruzó el umbral del 5%, como manda la ley. Al no hacerlo, defraudó a los accionistas que le vendieron en esas circunstancias, pues compró sus acciones a un precio mucho más bajo que el que hubiera tenido que pagar si su adquisición se hubiera hecho pública. Por ello, la operación ya tiene demandas e investigaciones de la SEC y la FTC encima. Y esto nos lleva a otro paralelismo entre Elon y los tiranuelos del mundo (incluyendo desde luego a Putin): el desprecio absoluto por los árbitros, las instituciones y la ley, ese estorbo que, según ellos, sólo debería aplicársele a la gente insignificante,y no a los elegidos de los dioses. 

Musk lleva años pisoteando la ley, provocando a las agencias reguladoras, insultándolas y mofándose de ellas. Y hasta ahora sólo ha recibido unas nalgaditas como castigo, y eso en el mejor de los casos. Putin también creyó que podría invadir Ucrania pagando un precio relativamente bajo, y su delirante optimismo contenía un grano de verdad, pues ya había logrado invadir Georgia, pulverizar Alepo, anexarse Crimea, desestabilizar el Donbás y usar armas químicas en Reino Unido impunemente. Pero el tirano calculó mal  y hoy Rusia es un país paria con una economía al borde del abismo, mientras que sus enemigos lucen más fuertes y unidos que nunca. No me extrañaría que las autoridades financieras norteamericanas (especialmente la FTC, donde la brillante Lina Khan aún tiene que demostrar que sus aptitudes como sheriff están a la altura de su reputación como la precoz teórica de los nuevos monopolios) decidan finalmente darle un escarmiento a Musk y usar su caso como ejemplo para el resto de la industria.

Al momento de escribir estas líneas, tanto las acciones de Tesla como las de Twitter se han desplomado significativamente. El supuesto rey Midas se las arregló para hundir dos compañías en la incertidumbre y el caos, y todo parece indicar que en las próximas semanas hará todo lo posible para escapar de la trampa en el que él solito se metió (aunque siempre sospeché que el Consejo Directivo de Twitter aceptó su oferta precisamente para dejarlo como al perro que alcanzó al auto en movimiento).  El primer pretexto que está tratando de utilizar para, según él, “poner la operación en pausa” (algo legalmente imposible) es el cuento de que no sabía que Twitter estaba plagado de bots. 

El problema es que el propio Elon anunció desde un principio que uno de sus objetivos como dueño de Twitter sería precisamente combatir a los bots (esos que, ahora dice, no sabía que existían). En segundo lugar, Musk renunció irresponsablemente a su derecho a la debida diligencia para acelerar la compra, y Twitter señaló que esa renuncia era parte esencial de la razón por la que decidió aceptar la oferta. Y para rematar, nadie se ha beneficiado tanto de los bots como el propio Elon, pues según una auditoría de dos firmas especializadas, el 70% de los 93 millones de seguidores que tiene en la plataforma son bots, o cuentas falsas. Lo más probable es que Musk trate de bajar el precio de su oferta, Twitter lo rechace y las cortes de Delaware obliguen al dueño de Tesla a pagar la multa de mil millones de dólares acordada en el contrato,  y quizá algo más por las molestias. 

Todo esto sería una fuente inagotable de risas y schadenfreude si el tema medular no fuera tan importante y delicado. Pues la crisis global de la democracia liberal y todos sus síntomas: de Brexit a Trump, pasando por Obrador, Le Pen, la postverdad, la hiperpolarización y un infinito etcétera, tienen la misma raíz: el caos provocado por el experimento sociológico masivo al que nos sometieron las redes sociales y sus venenosos algoritmos. Podemos celebrar el hecho de que Macron haya frenado a Le Pen en dos ocasiones, o que el triunfo de Biden haya impedido momentáneamente que las tinieblas descendieran sobre el mundo (imagínese usted a EEUU como aliado de Rusia en estos momentos). Pero todas las elecciones importantes seguirán siendo una ruleta rusa, un referéndum entre la civilización y la barbarie, hasta que solucionemos el problema de fondo, regulando las redes y acabando con el obsceno negocio de la desinformación y la polarización masiva. El problema con Twitter nunca ha sido la “libertad de expresión”, ese es el hombre de paja que los plutócratas de Silicon Valley han utilizado una y otra vez para ofuscar el debate y desviar nuestra atención de su destructivo modelo de negocios que consiste en amplificar el odio y la desinformación para generar engagement. 

Pero también hay otro segmento que ha manoseado impúdicamente el sagrado concepto de la libertad de expresión, me refiero desde luego a la ultraderecha neofascista global, que cree que tiene “derecho” a acosar al prójimo y a difundir desinformación, conspiracionismo y odio en plataformas privadas. Y que confunde la tímida y torpe moderación de contenidos de algunas redes sociales con “censura”. Algo tan delirantemente absurdo como si usted o yo alegáramos que nuestra libertad de expresión nos da “derecho” a publicar una columna en el New York Times cada vez que se nos antoje, y si el periódico nos niega el espacio es porque nos está “censurando”. Esa gentuza ignorante y cretina no entiende, o finge no entender, que Twitter no tiene la obligación de publicar y mucho menos amplificar absolutamente a nadie, y que es precisamente la libertad de expresión la que le da derecho a curar su contenido como le dé la gana.

Es por eso que en cuanto leí que Musk quería comprar Twitter envuelto en la bandera de la “libertad de expresión” y regurgitando el mismo discurso maniqueo y mendaz de la ultraderecha MAGA, se encendieron todas mis alarmas. Pues lo peor que podría pasarle al mundo es que un arma tan poderosa (nada más y nada menos que la red social de las élites intelectuales, mediáticas y políticas globales) acabe privatizada y en manos de un plutócrata megalómano y sociópata que quiere devolverle su cuenta a Donald Trump para usar al demagogo fascista como una bomba Molotov termonuclear en contra del Estado liberal al que tanto desprecia. Pero de ese peligroso y caricaturesco libertarianismo, y de su diabólico profeta Peter Thiel, hablaremos en otra ocasión…

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