Con una visión fresca y con una redacción concreta, Patricio Pérez nos presenta, desde una perspectiva histórica, lo novedoso e impactante que fue el Código Napoleón, mismo que adoptó nuestro sistema jurídico en el s. XIX.
Casi exactamente dos meses antes de su proclamación al trono imperial, el 21 de marzo de 1804, se promulgó el ordenamiento que sería el mayor legado del entonces Primer Cónsul Napoleón Bonaparte, tan es así, que a más de dos siglos de su publicación sigue vigente, aunque con varias reformas: el Código Civil de los Franceses, conocido en la doctrina como el Código Napoleón. Según Tarle, el Código tenía dos objetivos principales: el primero consistía en que actuara como “la piedra angular de toda la vida jurídica de Francia y las naciones conquistadas” basándose en normas emanadas de la razón: en ese sentido, el Código fue considerado un logro del pensamiento humano de tal magnitud, que don Eduardo García Máynez cita a Gény cuando decía que “aquellos [casos] en que la ley es realmente omisa son sumamente raros, y su solución puede casi siempre hallarse recurriendo a la analogía”. El segundo objetivo era afirmar “la victoria de la burguesía sobre el régimen feudal” al culminar la Revolución: su triunfo en ese aspecto fue tan completo que al ser promulgado el Código, Bonaparte puso cierre a la influencia que aun tenía el sistema del Ancien Régime y transformó a Francia en un Estado consagrado al liberalismo. La relevancia del Código Napoleón yace en que fue la primera codificación verdaderamente unificada desde tiempos de Justiniano. Sentó un precedente global al discontinuar la observancia de los eclécticos sistemas jurídicos consuetudinarios que regían a las diversas localidades de Francia, los cuales se contradecían enormemente entre sí, haciendo imposible la eficaz administración de justicia. Bonaparte, por su lado, imaginaba un sistema estandarizado para su creciente nación, uno que capturara de cuerpo completo la tradición jurídica francesa. Para su redacción, el Consejo de Estado organizó en 1800 una comisión integrada por cuatro de los jurisconsultos más eminentes de la Francia de esos años, quienes, naturalmente, eran supervisados por el propio Napoleón: él mismo llegó a presenciar varias de sus reuniones, donde gustaba hacer alarde de su conocimiento del Digesto, el cual había memorizado cabalmente en su juventud. El trabajo final de la comisión fue presentado al Consejo de Estado en 1801, y tras un intenso análisis, fue aprobado y promulgado en 1804.
Mi verdadera gloria no está en haber ganado cuarenta batallas; Waterloo borrará el recuerdo de tantas victorias; es como el último acto que hace olvidar los primeros. Pero lo que nada borrará, lo que vivirá eternamente, es mi Código Civil.
En su versión original constaba de 2,281 artículos que estaban divididos en tres Libros, los cuales trataban de las personas, los bienes y las formas de adquirir propiedad, respectivamente. Innovó en conceptos tales como la irretroactividad de la ley, la seguridad jurídica y la legalización del divorcio, entre muchos otros: cuando hablamos de la “teoría francesa” del acto jurídico en nuestras clases de Teoría del Derecho, estamos estudiando sistematizaciones sobre lo que disponía este Código: el Código Napoleón preveía prácticamente todos los conceptos que hoy conforman nuestro Derecho Civil. Además, este ordenamiento sirvió para uno de los objetivos centrales de la Revolución francesa: quitarle poder a la Iglesia Católica y transferírselo al Estado: varias funciones se le sustrajeron a la cristiandad y fueron adquiridas por la República, tales como los registros de los matrimonios, nacimientos, defunciones, etc., algo que para ese momento era visto como estar al borde de la herejía. No obstante, también es necesario señalar que el Código también significó el retroceso en varios aspectos, el principal siendo la igualdad de hombres y mujeres, especialmente dentro del matrimonio, donde la esposa prácticamente no tenía derechos frente a su marido.
Debido a que su objetivo era la unidad legislativa, los juristas de su época pensaban que el Código era un ordenamiento que carecía de errores y que por lo tanto, se volvía perfectamente aplicable en cualquier tiempo y lugar. En consecuencia, la tarea del interpretador del Derecho se volvía aquella de encontrar la “voluntad del legislador”, interpretando literalmente lo que estaba
escrito. Bajo esa perspectiva, la labor de interpretación dejaba de existir y se volvía únicamente cuestión de aclarar los textos jurídicos, ignorando en el camino todas las demás fuentes de Derecho como las doctrinas, precedentes, costumbres, etc. A esta corriente de pensamiento jurídico se le dio el nombre de exégesis.
A través de las conquistas e intervenciones que Francia realizó durante los años del Imperio, la observancia del Código se fue expandiendo, y las ideas de la Revolución francesa se fueron introduciendo a los nuevos territorios. Su influencia fue tan aguda que, por ejemplo, el primer Código Civil en nuestro país, perteneciente al Estado de Oaxaca y publicado entre 1827 y 1828 no era más que una traducción al español del Código francés. A través de ese regreso a la tradición de Justiniano, Napoleón y los jurisconsultos que lo secundaron fueron pioneros en el surgimiento del sistema neorromanista. Su legado es tal que hasta el día de hoy, todas las naciones de Europa continental pertenecen a esta familia de sistemas jurídicos, así como sus colonias y ex colonias, extendiéndose así por toda América, África y Asia.
Todos estos factores sumados dan como resultado la vigencia jurídica y filosófica del Código Napoleón: a pesar de revoluciones, golpes de Estado y guerras mundiales, nunca se ha interrumpido la observancia del Código. Allende las fronteras de su país de origen, su legado tampoco se ha visto reducido. En todo el mundo se ha sentido la esencia de esta innovadora codificación, tan es así que, como apunta Renard, el Código ha servido como “modelo y referente de otros similares en Occidente”. Los principios que el Código aportó al Derecho han perdurado la prueba del tiempo y son elementos fundamentales de cualquier legislación contemporánea. A diferencia del Imperio de su promulgador, pues, el imperio del Código Napoleón ha perdurado más de dos siglos.
Como adelantaba en la introducción y como el propio Napoleón advirtió durante su exilio en Santa Elena, su verdadero legado, no fueron sus hazañas militares, sino aquello que trascendió las peripecias del tiempo: el Código Civil de los Franceses. Ese legado no vive únicamente en los libros de historia, sino que lo sentimos día a día: de no ser por ese Código, probablemente no tendríamos varias de las costumbres jurídicas que hoy tomamos por sentadas.
Me refiero en el título de este artículo al Código Napoleón como un “ordenamiento revolucionario” debido a dos razones: en primer lugar, lógicamente, el contexto en el que fue promulgado: los años inmediatamente posteriores a la Revolución francesa; y en segundo porque todo lo que significa este documento está lleno de innovación: los conceptos que contiene, su eficacia probada por el hecho de que sigue estando vigente hasta nuestros días, e incluso la idea misma de tener un solo ordenamiento regulando todas las interacciones civiles en un territorio determinado, son nociones que vieron su génesis en esta codificación.
La herencia máxima, pues, de uno de los hombres más grandes de la historia no la encontramos en la sangre que dejó derramada en su camino de conquistas y revoluciones, ni en su ambición de poder que se vio traducida en la creación del Primer Imperio francés, sino en esos 2,281 artículos que inauguraron una nueva época para la humanidad, una donde la búsqueda de la verdadera justicia, por torpe que a veces sea, se vuelve una constante a través de los siglos.
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Referencias
• García, E. (2019). Introducción al estudio del Derecho. (65a. edición). Editorial Porrúa.
• Renard, J. J. (2010). Napoleón. El águila imperial domina Europa. Editorial Lectorum.
• Tarle, E. (1963). Napoleón. Editorial Grijalbo.