Guillermo Sheridan diseca las «fantasías antiigualitarias» en su texto, desentrañando la resistencia y anhelo de estatus en la sociedad mexicana actual.
Si bien fue una de las tres quimeras que desencadenaron el mundo moderno, nada parece ser más repugnante que la aspiración a la igualdad. A pesar de bastillas y guillotinas, por encima de querellas teológicas o racionales, de la confección de trabados argumentos filosóficos y hasta de los poemas de Victor Hugo, la idea de ser iguales a los demás suele ser tomada como una afrenta personal.
Claro, dentro de Robespierre había un Capeto y un semidiós dentro de Stalin: todo defensor de la igualdad es a la vez su verdugo; su propuesta, más que un ideal, puede incluir una venganza disimulada. Que somos iguales en lo esencial es algo que aceptamos en la medida en que sabemos lo irrelevante que suele ser todo lo esencial. Por dentro, sabemos que se trata de una tesis que de inmediato alivia el gruñido de nuestro orwelliano cerdo interior (“algunos somos más iguales que otros”). La abominación de la realeza genera así aristocracias que no por alternativas resultan menos ridículas, una nobleza suplente que figura en el Gotha pedante de las revistas rosas y cuyo pedigrí se mide en numerales: los príncipes de Labolsa, las condesas de Publicidad, los condes de Metogol y las archiduquesas de Mirenmistetas.
Si antes las jerarquías formales se limitaban a ese breviario realista de las clases sociales (ricos y pobres), la modernización del país vio el debut de una clase social imprecisa. Su necesidad de desigualdad (hacia los de abajo) y pantomima igualitaria (hacia los de arriba) suscitó entre los proveedores de servicios una rara mercadotecnia de signos diferenciantes. Un indicador elocuente del nuevo estado de cosas lo aportaba, por ejemplo, la industria del traslado de viajeros en su lucha por hacerse de clientes. Los autobuses —en un país donde el avión era inaccesible y los trenes ya habían agonizado— crearon el Servicio de Luxe que consistía, básicamente, en homenajear al pasajero con una bolsa de cacahuates. Vinieron luego la Primera Plus (que incluía “servicio de excusado para su comodidad”), la Súper Extra Primera (con “edecán”), la Primera Plus Duxx (con asiento reclinable) y, finalmente, cuando los latinajos se agotaron, la categoría “Servicio Ejecutivo” (incluía todo lo anterior, mas seguro de vida). Lo ejecutivo satisfizo durante varios años la ilusión de ser más importante que otros. Hacía sinónimo de lujo y voluptuosidad a una categoría laboral que pasaba por envidiable en ese México que comenzaba a hervir de candidatos a burgueses. Brotaron por doquier taxis, florerías, gasolineras, funerarias y billares ejecutivos. Cuando apareció el primer taco al pastor ejecutivo fue necesario escapar otra vez de la incómoda igualdad. ¿Cómo? Apareció el ejecutivo dorado, que es lo mismo que el ejecutivo, pero con video de karatecas.
Luego, la expresión que sintetizaba todas las fantasías antiigualitarias era lo VIP, acrónimo que se preserva en prestigiado inglés —el de Winston Churchill, que lo acuñó en su manía de abreviar los mensajes durante la guerra—, se pronuncia biaipí, significa “persona muy importante” y es masculino (pues se entendía que las mujeres eran VIPs sólo por reflejo de hombre). Y claro, aparecieron los tacos VIP que, además de ser tacos, eran personas importantes. El anhelo de ser VIP y escapar del soso rasero de las masas grisáseas impera en el alma mexicana. Es comprensible: arraiga en el nacional complejo de inferioridad y combina perfectamente con el patrio instinto gesticulador.
Hay VIP civiles y VIP oficiales. Como lo demuestra el consenso de la cultura nacional —es decir: la televisión— graduarse de VIP civil sólo es posible luego de cumplir con una ardua lista de requisitos: despojarse de toda noción de intimidad, poseer un modesto coeficiente intelectual, mostrar liberalmente los pectorales o las mamarias, excluir de la lengua castellana toda palabra de tres sílabas o más, colgar el resultado alrededor de la expresión osea güey y, por último, tener la capacidad de lanzarle una almohada a otro osea güey que esté cerca. Cumplido el expediente, el osea güey es celebrado por la ralea como un VIP que logró escaparse de su seno.
(El oseá es crucial. Pura transitoriedad, esta muletilla redefine a la lengua nacional —y a nuestra idiosincrasia— como una aprendiz de afásica. Liana resistente para pasar colgando de una tontería a la que sigue, el osea delata la conciencia de que lo que se dice es tan nimio [osea imbécil], que hay que traducirlo a otra cosa güey, menos relevante o más tonta aún, osea, y así sucesivamente, con tal de no caer oseá nunca en el error de articular algo responsable y de una vez, güey, oseá, algo que sería impropio de un VIP.)
Ser VIP oficial es más difícil aún. Se entiende que un VIP oficial lo es por pase automático y está exento del examen probatorio. Luego de cada osea debe hacer pausas de siete segundos como mínimo. Lanzará babosadas sólo si la patria así se lo demandare. Mostrará sus pechos sólo ante las balas del invasor.
2004
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