Riesgos de la verdad

Es frecuente que las autoridades del país aludan a la madurez del pueblo mexicano como razón de la necesidad que tiene de Verdad y como justificación de su derecho a la misma. Esto es algo de lo que los mexicanos tenemos que sentirnos orgullosos y sobre lo que debemos reflexionar superficialmente o profundamente, lo que suceda primero. No todos los pueblos pueden presumir de tener un gobierno para el que la Verdad es propiedad natural del pueblo, con la única condición previa de que el pueblo sea maduro (o, para emplear un término moderno, moderno). Si hay verdades que se caen modernas, hay pueblos que se caen de maduros: el mexicano es de esos.

La idea “el pueblo de México es un pueblo maduro y por ello tiene derecho a la Verdad” me suscita una primera reflexión: suponer que alguien solicita la Verdad y alguien se la dispensa postula una especia de libre mercado de la Verdad en el que la madurez hace las veces de la moneda.

Sin embargo, es atributo de la madurez sopesar los riegos que se desprenden de ejercitarla. Un pueblo maduro sabe que hay dos clases de verdades: las dolorosas y las placenteras. (Saber que es un pueblo maduro, por ejemplo, es placentero; pero saber que ello lo hace responsable de la verdad, es doloroso). De cualquier modo, la incorporación de la Verdad a la madurez, y viceversa, resulta positiva en términos generales. Tomemos un par de ejemplos: el de una verdad dolorosa y el de una verdad placentera. La dolorosa: en México no tenemos derecho a la mentira. La placentera: en México sabemos la verdad, aunque no queramos.

Hasta la más complicada mentira es más sencilla que la verdad.

Paul Valéry

La historia patria nos enseña que el pueblo mexicano pasó de la inmadurez a la madurez la mañana del 28 de noviembre de 1929, cuando se supo que por cada voto recibido por José Vasconcelos, su contrincante, Pascual Ortiz Rubio, había recibido noventa y cinco. Un pueblo inmaduro no lo hubiera creído. El pueblo mexicano no lo creyó, pero simultáneamente se dio cuenta de que ya no era un pueblo inmaduro. Su recién adquirido discernimiento le permitió percatarse de que la extraordinaria jornada cívica había tenido una parte dolorosa: no todos votaron por Pascual Ortiz Rubio; pero también una placentera: Pascual Ortiz Rubio fue el primero en reconocerlo. De cualquier modo, tanto el gobierno como el pueblo aprovecharon la lección: esa mañana, al reconocer que no creía la versión oficial, el pueblo maduró para siempre y comenzó a creer. Por su parte, el gobierno maduró al reconocer: “a este pueblo no se le puede mentir porque es un pueblo maduro”, lo que lo llevó a inventar las versiones no oficiales.

El planteamiento “un pueblo maduro tiene derecho a la Verdad” supone saber qué es la Verdad, qué es la madurez, qué es el derecho. Y, en caso de ser necesario, hasta qué es el pueblo. Saber cuál es la Verdad es función que corresponde al gobierno en tanto que emanado del pueblo; detectar el grado de madurez del pueblo, le corresponde al gobierno en tanto que emanado del pueblo; saber qué es el derecho corresponde al gobierno emanado del pueblo; y saber qué es pueblo corresponde al gobierno, que procurará no confundir al pueblo con el gobierno emanado del pueblo.

Una vez aclarado eso, el gobierno localiza verdades que comunicarle al pueblo. Como sabe que gobierna a un pueblo ansioso de verdades, dispone de varios agentes encargados de detectar alguna. Estos agentes ven algo que tiene apariencia de Verdad, lo atrapan, lo miden y lo pesan. Si resulta verdad, redactan una versión oficial para consumo del pueblo y la transmiten por los diversos medios de comunicación y asumen las consecuencias que esa Verdad provocará en la madurez ambiente.

En materia de madurez, el gobierno sabe calibrarla muy bien pues cuenta, desde 1929, con el madurómetro. El madurómetro, como su nombre lo indica, mide el grado de madurez de algo o de alguien. Es un aparato portátil, del tamaño de una aspiradora, dotado en un extremo de una especie de termómetro que, insertado en un orificio adecuado de algo o alguien, detecta su inmadurez o, en su defecto, su madurez. Esto, que durante varios sexenios se hacía manualmente, es ahora cosa de segundos gracias a la tecnología de punta. Cuando una crisis de cualquier índole (política, social, económica o religiosa; o una combinación entre ellas; o todas juntas) arroja una verdad de cualquier clase (placentera o dolorosa), se localiza al pueblo, se le aplica el madurómetro y se hace la lectura de cualquiera de los resultados posibles.

El madurómetro procesa ciertas constantes (porcentaje de doctorados per cápita, etc.) y ciertas variables (cantidad de amibas en la sangre, etc.) y enciende una luz roja junto a alguno de los dos posibles resultados:

a) PUEBLO MADURO

b) PUEBLO INMADURO

El gobierno recibe el resultado, lo analiza y lo participa al pueblo que, al día siguiente, se entera por los medios: EL PUEBLO ESTÁ MADURO o, en caso contrario, EL PUEBLO NO ESTÁ MADURO. Ha quedado así preparado el terreno para la llegada de la Verdad, ya dolorosa, ya placentera.

Un sociedad madura debe pagar el precio de la Verdad, por amargo que sea. Conocerla fortalece el pacto federal, vigoriza a la democracia, vitamina a la libertad de prensa, nutre la separación de poderes, proteiniza al municipio libre, oclusiona el enriquecimiento inexplicable, limpia nuestro pasado, alerta contra el porvenir, sanea el lenguaje y, en una palabra, coadyuva (como se dice ahora) a la madurez general.

Hay sin embargo un problema: ¿en qué medida la madurez de un pueblo guarda proporción con su capacidad para conocer la Verdad e incorpora las consecuencias de conocerla a una madurez que, gracia al poder de la Verdad, madurará aún más exigiendo más verdad? La madurez que requiere de más y más verdad para ser más y más madura, corre el riesgo de generar un círculo vicioso, una adicción a la Verdad que aumente su demanda, haga subir su precio, fomente su cultivo ilegal en plantíos clandestinos y propicie un mercado negro.

Para impedir que esto suceda tenemos dos opciones, la dolorosa y la placentera: comenzar a decir la Verdad o establecer el Día Nacional de la Madurez.

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