Adiós a Colón: sustitución de monumentos en el Paseo de la Reforma

A principios de septiembre, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México hizo el anuncio de la sustitución de la estatua de Cristóbal Colón, ubicada en la avenida Paseo de la Reforma de la capital del país, por la de una mujer olmeca de nombre Tlali. Sin embargo, la controversia que suscitó el hecho de que el escultor encargado de esa tarea no tuviera raíces indígenas hizo que se diera marcha atrás a la decisión. En este contexto, el autor argumenta por qué ese Colón debe retirarse y propone una escultura que ocupe su lugar.


Confío en que no se ofendan mis amables lectores: yo sí estoy de acuerdo con la decisión de la autoridad capitalina de retirar el monumento a Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma para sustituirlo por un monumento a la mujer prehispánica. Por supuesto, a continuación encontrarán ustedes las razones de mi aseveración; después, aprovechando la confusión, polémicas, críticas, vituperios, órdenes y contraórdenes que mereció la fallida (y espantosa, la verdad) propuesta inicial, presentaré mi sugerencia acerca de cuál debería ser, a mi juicio, la estatua a colocar en ese lugar.

En primer lugar —estoy seguro de que se han percatado de ello—, la Ciudad de México cuenta con dos monumentos en honor del descubridor de América. Creo que somos la única urbe del planeta en la que así sucede. Además, están muy cercanos uno del otro; de hecho, a unos centenares de metros, sobre la misma vialidad. El que es motivo de este texto se halla en la glorieta donde confluye Reforma con la calle Ignacio Ramírez, misma que si la recorren a partir de allí y hacia el norte, los conducirá al monumento a la Revolución; lo atraviesan y continúan por la misma avenida, llamada como el héroe de Nacozari: Jesús García; luego cruzan la antigua calle de Puente de Alvarado —ahora llamada avenida México-Tenochtitlan (las modas de cambiar la nomenclatura urbana)— y una cuadra más adelante, ya con rumbo a Buenavista, se encontrarán con el otro monumento a Colón.

Eso de que la capital tenga dos monumentos a Colón siempre me ha parecido un exceso; pero en fin, supongo que son cosas de nuestra idiosincrasia política tan peculiar, misma que nos llevó, así como en el ejemplo ya citado, a cambiarle nombre hasta al “Árbol de la Noche Triste”.

En fin: si hoy nuestras autoridades exudan aztequismo, en el último tramo del siglo XIX los extasiaba el “cristobalismo”. Por cierto, ya que hablamos de monumentos a Colón, el que está en la ciudad de Toluca a mí, en lo personal, me parece más hermoso, y que conste que también es de la misma época porfiriana, cuando la moda era honrar al marino genovés.

¿Por qué no lamento que el ubicado en el Paseo de la Reforma sea removido de allí? La respuesta es muy simple: porque no es mexicano, no fue modelado ni fundido en nuestro país. Lo regaló a la Ciudad de México un empresario, comerciante, industrial y banquero del partido conservador que, por supuesto, era multimillonario, quizá el hombre más rico de México en su tiempo, de nombre Antonio Escandón. Fue colocado en la glorieta de Reforma en 1877. ¿Lo hizo por generosa y altruista convicción de embellecer la capital? No, más bien para congraciarse con el gobierno de la República. Escandón vivía cómoda y muy desahogadamente en París, desde los días del Imperio de Maximiliano, al que reconoció y sirvió; como no podía regresar a México, esperó y, a la muerte de Benito Juárez, lo intentó por varias vías. Alguien le recomendó que hiciera el obsequio de un conjunto escultórico de bronce al gobierno del presidente Sebastián Lerdo de Tejada y Escandón encargó el trabajo al artista francés Carlos Cordier en 1873; dos años después llegaron a Veracruz las enormes cajas que contenían las diversas piezas que lo componían y en 1877 quedó instalado en su lugar, sin festejo ni ceremonia, porque Escandón falleció pocos días antes de su inauguración.

Pero resultó que ya había otra estatua de Colón en México, modelada y esculpida aquí y terminada en los talleres de la Academia de San Carlos desde 1859. Su autor fue un profesor de escultura de la propia institución, de origen catalán pero avecindado durante décadas en nuestra patria: Manuel Vilar, quien empleó seis años de su vida, desde 1853, trabajando en este monumento. Y cuando lo acabó, por supuesto lo ofreció al gobierno de entonces, pero entre la pobreza del erario, la guerra de Reforma, el triunfo liberal, la invasión francesa, el Segundo Imperio y la restauración de la República, la estatua quedó en el olvido, abandonada, sobre todo porque el artista ya no pudo promoverla, pues falleció en 1860, al año siguiente de que la concluyó.

Cristóbal Colón, Manuel Vilar, 1858.

En 1892 llegó la apoteosis del IV Centenario del Descubrimiento de América. Don Porfirio quiso que México participara en los festejos allá en España, instalando un pabellón en la Exposición Universal de Sevilla y hasta enviando un buque de guerra mexicano para que sirviera de escolta al barco donde navegaría la reina española en la travesía conmemorativa en el puerto de Palos. Pero quiso algo más: glorificar el acontecimiento aquí, en nuestro país. Para eso encomendó la tarea a uno de sus consejeros, el poeta, periodista, intelectual, historiador, abogado y maestro Justo Sierra Méndez. Don Justo, que conocía los recovecos de la Academia de San Carlos, recordaba muy bien la estatua de Colón de Manuel Vilar. Le propuso al presidente rescatarla, fundirla en bronce y colocarla en Buenavista. Don Porfirio aceptó, primero por el placer de inaugurar —actividad que disfrutaba—, y luego, también por el innegable gusto de despreciar el otro monumento, levantado en los tiempos de Lerdo, aquel rival político a quien Díaz arrojó de la silla presidencial. Exactamente el 12 de octubre de 1892 fue develada la estatua en presencia del presidente, del embajador de España y de un nutrido público. Hasta Justo Sierra declamó ese día una de sus inspiradas poesías, dedicada precisamente a Cristóbal Colón.

Ésta es la historia, abreviada, de ambos monumentos, la que espero explique por qué no lamento el retiro del que está en el Paseo de la Reforma. Hay una razón más para no hacerlo: desde hace décadas ese conjunto escultórico ha sido víctima de los vándalos que año con año lo pintarrajean cada día de la “raza” y hasta sirvió de escenario para el espectáculo de pintorescos grupos que protestaban —hombres y mujeres— desnudos. La solución que se ha ofrecido de una nueva ubicación me parece sensata: el Parque de la Américas, allá en Polanco. Al menos allí no será vejado.

Ahora bien, ¿un monumento en honor de las mujeres prehispánicas? Por supuesto que sí: lo merecen. Más allá del “aztequismo” de nuestros días, yo me atrevería a levantar un monumento para que con él, con un significado más profundo y a la vez más concreto, recordemos y honremos la abnegación, el sufrimiento, las humillaciones que en México han padecido las mujeres, todas y en todo tiempo, pero principalmente en la antigüedad prehispánica.

Hablemos, por ejemplo, de manera sencilla y rápida, de las mujeres mexicas: no tenían ningún derecho, pues desde su nacimiento eran recibidas con desagrado por el padre, que las consideraba una carga, que las dejaba al cuidado de la madre y que, al llegar a la edad núbil, las promocionaba a través de una alcahueta, para que algún hombre se casara con ellas, por supuesto sin que importara su voluntad. No recibían ninguna educación fuera del hogar, su deber era atender al padre y a sus hermanos varones, y sí no llegaba a casarse, su destino era ser comadrona, curandera o meretriz.

Si en cambio contraía matrimonio, tendría el deber de compartir la vida conyugal con otras mujeres más, pues la poligamia era el régimen legal de los mexicas, donde cada hombre podía tener tantas mujeres cuantas pudiera mantener. Su deber era entonces atender al marido, el hogar, que por ser una de tantas, le correspondería alguna de las “casas chicas” del varón, educar a las niñas y tener siempre presente aquel resignado consejo que una madre azteca daba a su hija y que rescató fray Bernardino de Sahagún: “Si tu marido te da algún pesar, no le manifiestes tu desazón al tiempo de ordenarte alguna cosa, sino disimula por entonces y después dile mansamente lo que sientes, para que con tu mansedumbre se ablande y excuse el mortificante. No te afrentes delante de otros porque tú también quedarás afrentada. Si alguno entrase en tu casa a visitar a tu marido, muéstrate agradecida a la visita y obséquialo en lo que pudieres. Si tu marido fuere necio, sé tú discreta; si yerra en la administración de la hacienda, adviértele los yerros para que los enmiende; pero si lo reconoces inepto para manejarla, encárgate de ella y procura adelantarla cuidando mucho de las tierras y de la paga de los que en ella trabajaren; mira no se pierda alguna cosa por tu descuido”. ¡Estas mujeres mexicanas claro que merecen un monumento! Soportaron, aguantaron y resistieron la tiranía de sus padres, de sus hermanos y de sus maridos.

Y eso por lo que toca a las mujeres mexicas, porque si hablamos de las que pertenecían a otras naciones, además de padecer todo lo anterior, sus sufrimientos eran aún mayores. Las mujeres totonacas, tlaxcaltecas, huejotzingas o de cualquier otra nación que fuera enemiga de Tenochtitlan, serían consideradas como tributarias, dominadas por la guerra, sometidas para extraer de ellas no sólo mercancías y alimentos sino, sobre todo, cautivos: hombres para el sacrifico humano y mujeres para la esclavitud. Las madres que pertenecían a estas otras naciones vivían siempre aterradas de que en cualquier momento los mexicas les arrebatarían a sus hijos y a sus hijas; a los primeros les sacaban el corazón, luego colocaban su cabeza en el tzomplantli y el resto del cuerpo lo destazaban para repartirlo al pueblo con la finalidad de que fuera comido en el pozole. A las mujeres las llevaban a Azcapotzalco, al mercado de esclavos, donde eran adquiridas para que trabajasen como sirvientas en las casas aztecas. Quizá uno de los pocos privilegios que tenían las mujeres mexicas era que siempre contaban con una esclava de otra nación indígena, remoto antecedente del trabajo doméstico actual.

Por eso, trátese de una mujer mexica o de una mujer de cualquiera otra nación, yo le doy la bienvenida a esta idea, esperando que la obra escultórica, eso sí, esté a la altura y dignidad de la avenida más emblemática de la Ciudad de México. No soy experto en arte, pero esperaría que se trate de una obra bella que nos satisfaga a la mayoría; ojalá no resulte un adefesio. Pero reitero que yo puedo prescindir de ese Colón de Reforma porque prefiero visitar el de Buenavista, que es un monumento histórico auténticamente mexicano y, de seguro, me acostumbraré a mirar el nuevo monumento a la mujer prehispánica con la esperanza de que su presencia permita recordar aquella época de atrocidades cometidas en contra de las mujeres.

Por estas razones, concluyo, podemos despedirnos del Colón de Reforma, ya que al fin y al cabo tenemos otro monumento al Descubridor, pero propongo para sustituirlo la estatua de Doña Marina, llamada en su lengua originaria Malintzin o Malinalli, que se encuentra en el Museo de San Carlos. Me parecería la mejor elección: primero, porque se trata de una mujer nahua que sufrió al ser entregada como esclava a los mayas de Potonchan y que luego fue obsequiada a los españoles de Hernán Cortés; segundo, porque fue una mujer que decidió superar su condición y terminó siendo libre y reconocida; tercero, porque fue la protagonista femenina esencial de uno de los episodios fundacionales de nuestra patria, y cuarto, porque el artista que modeló esta estatua, allá por 1852, fue, precisamente, Manuel Vilar, ¡el mismo autor del Colón de Buenavista! De esta manera, a mi juicio, se resuelven atinadamente varias candentes cuestiones, pero además se embellece la ciudad y se dignifica la historia del arte mexicano.

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