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Adolfo López Mateos y la industria eléctrica

Adolfo López Mateos y la industria eléctrica

“Sólo un traidor entrega a su país a los extranjeros… especular sobre la propiedad exclusiva y a perpetuidad de nuestros recursos energéticos es traición a la patria”, afirmó en un discurso triunfal el presidente Adolfo López Mateos, hace poco más de 60 años. Hoy, que estas palabras han sido traídas de nuevo al escenario nacional, vale la pena preguntarnos si la historia es para continuarla o para repetirla.


El presidente Adolfo López Mateos estaba realmente furioso. “Es necesario tomar medidas de fondo en el sector eléctrico […] Es necesario que el Estado mexicano ejerza un control directo sobre la industria eléctrica”, recuerda el que fuera su secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, quien escuchaba la justificada ira del primer mandatario, ofendido por los desplantes que en su propio despacho presidencial le había proferido el más alto directivo del Banco Mundial, quien se atrevió a exigirle de manera altanera al presidente liberar las tarifas que las compañías que suministraban energía cobraban a sus clientes en las zonas urbanas del país. La escena, presenciada por el propio Ortiz Mena, había sido terrible, pues ante la falta de tacto y de protocolo del banquero, López Mateos literalmente lo echó de su oficina.

El presidente López Mateos expresó su deseo de expropiar esas compañías extranjeras que abastecían electricidad. Ortiz Mena se atrevió a sugerirle que mejor exploraran otras opciones, porque una medida así de radical y contundente sería mal recibida en el entorno político y financiero internacional: habría parecido que México seguía el ejemplo de Cuba, donde ya Fidel Castro había comenzado las expropiaciones masivas de empresas estadounidenses. Inteligente, López Mateos accedió y le ordenó al secretario de Hacienda que le presentara a la brevedad un plan de acción, el cual tendría como corolario la reforma constitucional pertinente que asegurara a la nación la atribución exclusiva de generar y distribuir el fluido eléctrico.

Antonio Ortiz Mena, con sus colaboradores de la secretaría y con la ayuda de los funcionarios del Banco de México, encontró la solución: “mexicanizar” la industria eléctrica mediante el sencillo, limpio y pacífico procedimiento de comprar y adquirir para el Estado mexicano a las empresas que la suministraban. En ese momento, 1960, en México la electricidad era abastecida a través de dos sistemas: el público, a cargo de un ente gubernamental, la Comisión Federal de Electricidad, que tenía a su cargo sobre todo llevar el servicio a las áreas rurales y a las zonas más apartadas —donde por razones de costo y poco rendimiento las compañías extranjeras no incursionaron—, y el privado, en el que destacaban dos grandes corporaciones extranjeras: la Impulsora de Empresas Eléctricas, que distribuía electricidad en la zona norte del país, y la Compañía de Luz y Fuerza Motriz, que hacía lo mismo en el centro y el sur. En ambos casos, los reclamos eran los mismos, pues, por una parte, en efecto, el gobierno mexicano no autorizaba incrementos de las tarifas desde hacía varios años —en uso de las facultades que le confería la Ley de Atribuciones del Ejecutivo en materia económica— y por eso las mismas corporaciones argumentaban que les era imposible realizar nuevas inversiones y expandirse a otras áreas geográficas, y tampoco podían incrementar los sueldos de sus trabajadores. Ya era un círculo vicioso que podía romperse fácilmente mediante la compra de esas empresas.

Al presidente Adolfo López Mateos le pareció una estupenda idea y autorizó a Ortiz Mena para que de inmediato la ejecutara. En ese año México conmemoraba el 150 aniversario del inicio de la Independencia y el 50 del comienzo de la Revolución, así que nada mejor para celebrarlo que darle a la patria ese “regalo”: la mexicanización de la industria eléctrica. Pero, prudentemente, Antonio Ortiz Mena inició la operación reuniéndose con los círculos financieros más influyentes y poderosos del mundo, con banqueros internacionales, con los organismos crediticios para el desarrollo, con las agrupaciones de empresarios estadounidenses; en fin, con todos aquellos factores reales de poder económico cuyo respaldo requería para llevar por buen camino la mexicanización de la industria eléctrica. Los convenció con un argumento definitivo: México no establecía una política “socialista”; al contrario, seguía a pie juntillas el ejemplo de los grandes países capitalistas, porque ya desde los años veinte del siglo XX en Inglaterra se había creado una empresa pública, la Central Electricity Board, que coordinaba todo el sector, mientras que, más recientemente, en Estados Unidos las exitosas experiencias del Tennessee Valley Authority y del Columbia River, que asumieron el control hidráulico y la generación de electricidad, habían conseguido no sólo que no se ahuyentaran los capitales privados, sino que, al contrario, bajo el amparo “eléctrico” del Estado los inversionistas se involucraran en el desarrollo de esas regiones.

Con el visto bueno y la bendición de las cumbres del capitalismo, Ortiz Mena negoció con las empresas eléctricas que operaban en México. Se acercó primero a la Impulsora de Empresas Eléctricas, propiedad de la Electric Bond and Share, con la que luego de varias propuestas y contrapropuestas, se acordó la compra del total de sus activos, fijándose el precio en 65 millones de dólares. Hubo un bono adicional: Ortiz Mena logró que la misma empresa aceptara invertir esa cantidad en otras actividades industriales aquí en México. Con la Compañía de Luz y Fuerza Motriz el proceso fue mucho más complejo, debido a que las decenas de miles de acciones que la componían estaban dispersas en todo el mundo, en manos de miles de tenedores anónimos. Es cierto que un paquete accionario importante lo controlaba el grupo belga SOFINA, pero el mayor porcentaje habría que buscarlo mediante ofertas en muchas de las bolsas de valores a nivel internacional. Cada acción de la Compañía de Luz tenía un valor en el mercado de 16 dólares; para volver atractiva la venta, el gobierno mexicano ofreció 20; se consiguió así comprar poco más de 90 por ciento de las acciones, suficiente para adquirir la empresa; México pagó 52 millones de dólares por ellas. El resto de las empresas eléctricas que operaban en México, pequeñas en realidad puesto que suministraban energía sólo a unas cuantas ciudades, como Monterrey y Mazatlán, pronto se avinieron a venderlas sin dificultad y a buen precio.

Hacia finales de agosto de 1960 la operación de compra de las empresas eléctricas estaba terminada. Por eso, con mucho tino y acierto, el presidente Adolfo López Mateos informó al Congreso de la Unión, el 1º de septiembre de ese año, el resultado de la mexicanización de la industria eléctrica. Las palabras textuales que empleó al dar a conocer este proceso, en dos momentos de su discurso, fueron precisas y puntuales: “Hemos adquirido”, y por eso pudo afirmar: “No puedo ocultar la emoción de mexicano y de gobernante al anunciar que, con la compra de las empresas eléctricas y la reforma constitucional que propondré, la nación será la única propietaria de una fuente de energía vital para su futuro desarrollo”. Y así fue, pues ese mismo día presentó la iniciativa de reforma para adicionar al artículo 27 de la Constitución este párrafo: “Corresponde exclusivamente a la nación generar, conducir, transformar, distribuir y abastecer energía eléctrica que tenga por objeto la prestación de servicio público”. Impecable tanto en la explicación del procedimiento como en los motivos de su propuesta, López Mateos ya había conseguido un lugar en la historia.

No es posible averiguar ni asegurar con certeza lo que aconteció o lo que pasó por la mente y el ánimo del presidente. El caso es que, dando un giro de 180 grados, hubo una mutación del discurso presidencial en cuanto a lo que había pasado con la mexicanización de la industria eléctrica.

Sin embargo, algo inexplicable sucedió entre ese día 1º de septiembre y el siguiente 27 del mismo mes. El presidente Adolfo López Mateos cambió los términos, los conceptos, las ideas; transformó el mensaje y le dio otro sentido y un significado distinto. No es posible averiguar ni asegurar con certeza lo que aconteció o lo que pasó por la mente y el ánimo del presidente. Quizá, como una primera suposición, quiso sepultar la efeméride de la historia conservadora que consagra ese día 27 a la memoria de Agustín de Iturbide encimándole un nuevo hito patriótico, o bien puede ser que haya querido emular a los grandes presidentes mexicanos que afianzaron su lugar en la historia mexicana con grandes reivindicaciones, como Benito Juárez al nacionalizar los bienes de la Iglesia o Lázaro Cárdenas al expropiar el petróleo, o acaso, como lo ha señalado el historiador Enrique Krauze, se decía que el propio López Mateos afirmaba que el presidente de la República creía ser como una especie de dios tutelar de la patria. El caso es que, dando un giro de 180 grados, hubo una mutación del discurso presidencial en cuanto a lo que había pasado con la mexicanización de la industria eléctrica.

El 27 de septiembre de 1960, después de que por la mañana el secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, izara la bandera nacional en el edificio de la Compañía de Luz y Fuerza, tomando posesión de ella, en el zócalo capitalino, la plaza mayor de la Ciudad de México, desde el balcón central del palacio nacional, ante miles de obreros congregados por la Confederación de Trabajadores de México, el presidente Adolfo López Mateos pronunció un discurso flamígero, con esa fuerza y esa elocuencia que lo caracterizaba, con sus ademanes enfáticos de gran orador, persuasivo, convincente, demagogo quizá, pero de altos vuelos. El presidente, era obvio, se había transfigurado y con sus palabras —luego recogidas en una “Carta al pueblo de México” que al día siguiente publicaron todos los periódicos— había transformado la realidad, cambió la historia de los sucesos y construyó una nueva narrativa de lo que había pasado. Primero, adoptó el tono de un prócer magnánimo: “Les devuelvo la energía eléctrica que es de la exclusiva propiedad de la nación”. Ambas afirmaciones eran, para los que conocían el proceso, falsas; ni la energía eléctrica había sido nunca propiedad del “pueblo”, ni tampoco en ese momento era propiedad de la nación, pues la reforma constitucional se aprobó hasta diciembre. En efecto, el presidente se había transfigurado.

Y no se detuvo allí, pues hizo un apretado resumen del pasado mexicano y de lo que él estaba haciendo: “Estamos independizándonos de las invasiones extranjeras que vaciaron al país”. Luego adoptó el tono profético, adivinando el futuro: “No se confíen; en años futuros algunos malos mexicanos, identificados con las peores causas del país, intentarán de nuevo entregar el petróleo y nuestros recursos a inversionistas extranjeros”, pero ante esas eventualidades López Mateos, ahora en tono mesiánico, anunció: “Pueblo de México, los dispenso de toda obediencia a sus futuros gobernantes que pretendan entregar nuestros recursos energéticos a intereses ajenos”. Y remató con una condena histórica, con un anatema fulminante para el resto de los tiempos: “Sólo un traidor entrega a su país a los extranjeros… especular sobre la propiedad exclusiva y a perpetuidad de nuestros recursos energéticos es traición a la patria”.

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