¿En qué momento inicia una narración? Al final, afirman algunos. El final, como punto de partida, resulta relevante porque solo desde ahí, donde ya se agotaron las palabras y la luz es una sola que nos alcanza desde el pasado, puedo buscar sentido. Ese lugar, aquí, se sitúa debajo de una jacaranda donde Ale y yo solíamos reunirnos durante el verano para resguardarnos del sol y burlarnos de los chicos de la escuela que nada sabían sobre las flores o las mariposas en el cielo. Una mancha verde en medio de un terreno baldío sobre la que ahora revolotean moscas verdes que solo yo puedo ver.
Este punto desde el que parto, el inicio, siempre fue el final: aquí vi a Raúl por primera vez, mientras esperaba a Ale para contemplar la puesta del sol, que en esa temporada descendía por un cielo rojizo hasta esconderse entre las plantas maquiladoras. Pantalones kaki, playera negra y un par de Vans desteñidos lo desvelaban como el sujeto más ordinario. Algo en la atmósfera, sin embargo, lo destacó del resto de las personas que había visto caminar por ahí. No estoy segura si era el lila de las jacarandas recién florecidas por la primavera que contrastaban con sus prendas, si algún resquicio dorado de sol se había colado entre los chinos castaños que el viento le mecía al caminar, si era el olor de la humedad en la tierra pintada de jacaranda o si era tan solo una fugaz sensibilidad la que me hizo sentar mi mirada en él. Lo que sea que haya sido, provocó que el chico que caminaba ahí, con la espalda erguida, el paso firme y la mirada concentrada en un horizonte desconocido, y yo, recostada boca bajo sobre el pasto y con el puño extendido sosteniendo flores secas, cruzáramos la mirada convirtiendo a ese microsegundo en una postal.
Los días siguientes me visitó recurrentemente la imagen de los ojos que me vieron perderme tontamente sobre un completo desconocido. ¿Cómo describirlos con precisión si los vi, aunque con el mayor detenimiento posible, por tan solo un instante, en movimiento, a una distancia que se acrecentaba? El recuerdo resplandece. Café oscuro o negro, su color. El mar, su profundidad. El sol que se escondía, su intensidad. Debí haberlo notado en ese instante, debajo del abrazador cielo sangre: era en la profundidad de esa mirada fugaz donde la noche nacía.
No me pareció extraño, sin embargo, que, durante tanto tiempo, tan solo pudiera recordar sus ojos. La tez morena, el semblante atento, los chinos desacomodados, los pantalones kaki, el olor a sal… todo se había desvanecido. Tampoco Ale llegó, tampoco el sol se puso, tampoco se escondieron las mariposas. Hasta ahora me percato que, después de esa mirada, no hubo más. La más romántica y cursi me sentí por largas horas tras no abandonar ese pensamiento. Ahora me sé ridícula y el recuerdo me provoca un dolor que asciende desde la garganta y que se asienta en la lengua seca, como con sabor a azufre.
Aún no tengo claro cómo supe su nombre, pero una voz varonil lo repite ensordecedoramente en mi cabeza, mientras pienso en la posibilidad de que mi mamá o Ale me estén buscando. Las imágenes se mezclan: mientras ellas pronuncian mi nombre con desesperación caminando por la primavera que brota, la voz viril resuena, en sus bocas, como llamándome amenazadoramente. Hay momentos en que reconozco la voz como la de Javi o la de Carlos, y entonces el recuerdo dibuja el rostro de mis compañeros de clase a Raúl, como si ellos hubieran estado ahí.
La luz que se alcanza a ver es la del recuerdo, que cada vez se vuelve menos nítido. Intento, a pesar de ello, desde este final, darle sentido a algo que nunca lo tuvo, mientras espero.
Este lugar, con olor a putrefacto, sobre el que ahora vuelan las moscas verdes, y que logra camuflarse con las flores lila que se desprenden de la jacaranda de Ale y mía, y donde nadie me está buscando, desde el inicio, fue el fin.