Luego de unas serias reflexiones en torno al panorama Europeo, Óscar Gastélum vuelve sus letras a los Estados Unidos. Con las controversias en torno al ex presidente Trump todavía en el aire y las elecciones legislativas a tan sólo unas semanas de distancia –tiempo en el que se disputará el liderazgo en el Senado y la Cámara de Representantes–, Joe Biden ha entrado en campaña; razón suficiente para observar su trayectoria política.
“Failure at some point in your life is inevitable, but giving up is unforgivable.” – Joe Biden
“Nunca ha sido una buena idea apostar en contra de Estados Unidos”. He ahí una de las frases favoritas del presidente Joe Biden, quien suele incluirla en sus discursos de campaña, mensajes a la nación e incluso en tuits. Y tiene razón, porque a lo largo de su historia el coloso norteamericano ha demostrado una y otra vez que no sólo es tremendamente resiliente sino antifrágil, pues suele salir fortalecido de sus crisis más profundas y sus eras más tenebrosas. Y algo muy parecido podría decirse del propio Biden, ya que el viejo líder del mundo libre también tiene la sana costumbre de crecerse ante la adversidad y demostrar una y otra vez lo equivocados que estaban sus detractores.
Para empezar, habría que recordar que la carrera política de Biden inició con una tragedia terrible, el accidente automovilístico que le costó la vida a su esposa y a su bebé de un año, y que mandó a sus otros dos pequeños al hospital. Esa desgracia terminó de templar el carácter del futuro presidente y marcó para siempre su imagen pública. La legendaria fotografía de Biden tomando protesta como el segundo senador más joven de la historia junto a la cama de hospital de su hijo Beau, y los viajes en tren que hizo diariamente durante años entre Washington y Delaware para poder desayunar y cenar con sus pequeños sobrevivientes se volvieron parte esencial de su mitología política. Pero la vida no había terminado de darle amargas lecciones y le tenía reservado otro golpe brutal, pues décadas más tarde, ya siendo vicepresidente, Biden tuvo que afrontar la prematura muerte de su hijo Beau, ex fiscal general de Delaware y héroe de guerra en Irak, quien falleció de un agresivo cáncer cerebral tras una vida ejemplar.
Ni sus más férreos simpatizantes hubieran podido imaginar que Biden iba a recuperarse de esa última desgracia para transformarse en el cuadragésimo sexto presidente de EEUU. Sobre todo después de que Obama decidió apoyar a Hillary Clinton para relevarlo en la oficina oval, y del catastrófico triunfo de Donald Trump en la aciaga elección de 2016. Pero en 2017, asqueado y alarmado por la marcha de neonazis en Charlottesville, Biden publicó un ensayo en The Atlantic en el que le declaró la guerra al fascismo MAGA y anunció que buscaría la presidencia en 2020, pues lo que estaba en juego era nada más y nada menos que el alma del país. Como era de esperarse, la noticia fue recibida con escepticismo y socarronería entre las élites mediáticas. El tío Joe era demasiado viejo, un dinosaurio obsoleto incapaz de comprender el mundo postmoderno, o de desenvolverse exitosamente en la distopía infernal de la postverdad y la desinformación amplificada por algoritmos.
Y el arranque de las elecciones primarias del Partido Demócrata pareció darle la razón a los escépticos. Biden se veía totalmente fuera de lugar en esos maratónicos debates en los que una docena de candidatos competían por ser el más estridente y el más radical ideológicamente. Y luego vino una devastadora cadena de derrotas en Iowa, New Hampshire y Nevada. Biden estaba en la lona, no había manera de que lograra recuperarse de semejante desventaja. Pero cuando todo parecía perdido, llegó la importantísima elección de Carolina del Sur y el respaldo público del legendario congresista Jim Clyburn, que se tradujo en el apoyo masivo de los votantes afroamericanos del estado. El triunfo de Biden fue tan contundente que lo resucitó y metió a la pelea, provocando que varios candidatos moderados se retiraran de la contienda y se unieran a su campaña. Todo esto sucedió justo a tiempo para el decisivo “Super Tuesday” en el que Biden arrolló sin piedad a Bernie Sanders y prácticamente aseguró la candidatura presidencial.
Es importante reconocer la lucidez de los líderes y los votantes del Partido Demócrata pues entendieron muy a tiempo que la inmensa mayoría de su base tiene mucho en común con los electores afroamericanos de Carolina del Sur: gente moderada y centrista que no vive obsesionada con las bizantinas polémicas de Twitter. Y también comprendieron que para derrotar a Trump iban a necesitar a un candidato que atrajera a la mayor cantidad posible de votantes independientes. Sólo el viejo Joe Biden sería capaz de formar una coalición lo suficientemente amplia como para derrotar al culto religioso trumpista, que además contaba con la enorme ventaja de tener como candidato a un presidente en funciones. Irónicamente, quien también reconoció desde el primer instante el potencial de Biden como candidato presidencial fue el mismísimo Donald Trump, quien estaba tan aterrado de tener que enfrentar a “Sleepy Joe” que trató de chantajear al presidente ucraniano Zelenski para que anunciara una investigación espuria en contra de Biden, y para presionarlo retuvo las armas que Ucrania necesitaba urgentemente para defenderse de Rusia en el Donbas. La maniobra fue tan ruin que detonó el primer juicio de impeachment en contra del energúmeno naranja.
Y durante la campaña presidencial todos los miedos de Trump se confirmaron. Quizá Biden no era el latino, trans, no binario y socialista con el que soñaban las élites mediáticas e intelectuales que frecuentan Twitter, pero definitivamente era el candidato ideal para rescatar a la República de las garras del fascismo: Un político profesional con una reputación intachable y décadas de experiencia a cuestas, y más importante aún: un hombre decente, serio, compasivo, moderado y honesto, que no usa Twitter como un megáfono para gritarle día y noche en el oído al electorado. La antítesis perfecta para enfrentar a un demagogo racista y sociópata, incapaz de abrir la boca sin vomitar mentiras u odio. Quizá lo más sorprendente de esa trascendental campaña presidencial fue la soporífera estabilidad de las encuestas, que siempre le dieron una ventaja holgada a Biden, ventaja que terminó confirmándose el día de la elección.
Y así, remando contra todas las probabilidades y el escepticismo de la mayoría de los comentócratas, Joseph Robinette Biden Junior se convirtió en el cuadragésimo sexto presidente de EEUU. Y lo más importante de todo: lo hizo derrotando al peor enemigo que ha tenido la República. Tan sólo por eso, Biden ya merecería un lugar de honor en la historia, y la gratitud eterna de todos los demócratas del mundo. Pero el presidente no iba conformarse con ser una figura de transición, sino que aspiraba a ser un líder auténticamente transformativo y por eso llegó con una agenda de dimensiones rooseveltianas bajo el brazo. Y el arranque de su gobierno no pudo ser más prometedor. La vertiginosa campaña de vacunación diseñada por la administración hizo que el país brillara a nivel mundial por primera vez durante la pandemia. Y luego vinieron dos golpes legislativos espectaculares: El “American Rescue Plan”, un programa de rescate económico de casi dos trillones (anglosajones) de dólares. Y otro paquete de casi un trillón, aprobado con apoyo bipartidista, para modernizar la infraestructura del país, la mayor inversión en la materia desde los tiempos de Eisenhower. Tanto Obama como Trump trataron de lograr algo parecido pero fracasaron, aunque contaban con mayorías mucho más amplias en el congreso.
Pero es importante detenerse en el paquete de rescate de dos trillones, pues algunos críticos le achacan la elevada inflación que está afectando al país. Para empezar, hay que dejar muy claro que la inflación es un fenómeno global provocado por la pandemia y por la disrupción que provocó en las cadenas de suministro. Y la barbárica invasión de Ucrania, acometida por el tirano ruso Vladimir Putin, vino a agudizar el problema. Pero aun reconociendo que el “American Rescue Plan” pudo haber sobrecalentado la economía, sumándole uno o dos puntos a la inflación, es importantísimo hacer hincapié en los efectos positivos que desencadenó. Para empezar, la recuperación económica fue mucho más veloz que en el resto del mundo, y el país creció más que China por primera vez en casi dos décadas. Y lo más importante de todo es que la tasa de desempleo se desplomó al 3.5%, su nivel más bajo en más de medio siglo. Además, tanto los activos como los ingresos de los norteamericanos más pobres se incrementaron significativamente, aun ajustados por inflación, la pobreza general descendió 2% y la infantil se redujo a la mitad de un plumazo. Sí, en el EEUU de Biden hoy hay menos pobres que antes del coronavirus. En México, por ejemplo, pasó exactamente lo contrario gracias a la gestión criminal de la pandemia, tanto en el plano económico como en el sanitario.
Biden estaba cumpliendo con el que siempre fue su principal objetivo: apuntalar los cimientos de la democracia norteamericana convirtiendo a la clase media y a la clase trabajadora en la prioridad de su gobierno. Revivir el sueño americano era indispensable para combatir la venenosa idea de que el sistema está arreglado a favor de los más ricos. Una noción que se arraigó, con cierta razón, en el inconsciente colectivo tras la crisis de 2008, en la que millones de personas perdieron su casa y su empleo mientras los banqueros que destruyeron el sistema financiero conservaron sus fortunas y quedaron impunes. Trump usó esa narrativa como combustible para su populismo fascistoide y le alcanzó para llegar hasta la Casa Blanca e incendiar el país durante años. Más allá de sus innegables efectos inflacionarios, y de que rescató a toda una generación de las corrosivas secuelas del desempleo crónico (en 2008 los millennials no tuvieron esa suerte y su ingreso a un mercado laboral en ruinas marcó sus vidas para siempre), el “American Rescue Plan” fue un mensaje para el norteamericano promedio: esta vez tu gobierno no te va a abandonar, la democracia funciona.
Sin embargo, el halagüeño arranque de la administración quedó inesperadamente sepultado bajo un alud de malas noticias, yerros y problemas contra los que el presidente podía hacer poco o nada. El estado de ánimo del país se agrió, la popularidad de Biden se desplomó dramáticamente y por unos largos meses pareció que su presidencia acabaría en un desolador fracaso, y que la República moriría en las garras del fascismo trumpista. Pero de eso, y del enésimo resurgir de las cenizas del obstinado presidente norteamericano, hablaremos la próxima semana.