Claroscuros de Boris Johnson

Óscar Gastélum desentraña la ambivalente trayectoria del líder británico, Boris Johnson, en el Brexit y su caída ante consecuencias económicas y escándalos políticos.


Unas semanas antes del inicio de la campaña que desembocaría en el aciago referendo que separó a Reino Unido de la Unión Europea, Boris Johnson redactó dos textos en los que fijaba su postura frente a ese tema trascendental para el futuro del país, del continente y del mundo libre. En uno, Johnson defendía a muerte la permanencia de la isla en la comunidad europea, y en el otro argumentaba que lo mejor para el país era abandonar el infierno burocrático de Bruselas. Todos sabemos que al final Boris decidió publicar el segundo texto, y consignar el primero al olvido, transformándose en la voz más poderosa a favor de Brexit. El diabólico Dominic Cummings, la mente maestra detrás de esa campaña infame, llegó a decir, antes de pelearse a muerte con él, que sin Boris, Brexit jamás habría sucedido.

Quizá nada retrate mejor al personaje que esa anécdota, pues encapsula todas las virtudes y vicios de un político desbordante de carisma y poseedor de un intelecto privilegiado, pero que carece de cualquier tipo de principio o convicción, y es capaz de empeñar el futuro de todo su país, generaciones por nacer incluidas, con tal de satisfacer su insaciable ambición política. Johnson jamás ha creído en Brexit, es demasiado inteligente y sofisticado como para abrazar un proyecto tan provinciano y autodestructivo, pero calculó que apoyar ese disparate era el camino más corto al número 10 de Downing Street y por eso decidió seguirlo. Fue una apuesta tremendamente arriesgada pero su camaleónico talento político le permitió ganarla contra todo pronóstico.

A algunos timoratos comentócratas mexicanos les encanta repetir ad nauseam el cuento de que López Obrador es un “genio de la comunicación”. En realidad el demagogo tabasqueño es lo que los anglosajones llaman un “one trick pony”: Su disfraz de demagogo caricaturesco y unidimensional no es un disfraz, es su verdadera personalidad. Su retórica es ínfima, repetitiva y apela al mínimo común denominador pero no como parte de una gran estrategia comunicativa si no porque para eso le alcanza su limitadísimo intelecto y su paupérrimo acervo intelectual, que cabe en un libro de texto de la SEP de primero de secundaria. Y sobra decir que no hay genialidad alguna en su necedad obtusa y destructiva. Obrador habría seguido predicando en el desierto y volviéndose cada día más irrelevante si el zeitgeist no hubiera cambiado de manera tan dramática a mediados de la década pasada gracias a un nuevo sistema de comunicación que normalizó y amplificó la retórica populista, el odio y la mentira, construyendo cámaras de eco impenetrables y exponiendo a millones al canto demagógico de las sirenas. Un auténtico genio es capaz de reinventarse y adaptarse, Obrador tuvo la suerte de que el mundo se transformó a su alrededor volviéndose más receptivo a su veneno.

Obviamente Johnson también se montó sobre esas corrientes históricas al lanzarse en su cruzada antieuropea, pero fue uno de los  pioneros que abrieron la brecha por dónde luego pasarían Trump, Obrador y otros esperpentos. Y a diferencia de ellos (que serían incapaces de reinventarse), él sí tuvo que desplegar todo su talento e inteligencia para transformarse en portavoz de una causa totalmente contraria a su naturaleza. El hombre nacido en Nueva York, avecindado en Europa durante parte de su infancia y que habla un francés impecable tuvo que convertirse, de la noche a la mañana, en portavoz del chovinismo más grosero. El ciudadano cosmopolita que siempre abogó por el ingreso de Turquía (patria de su bisabuelo asesinado) a la Unión Europea, súbitamente pasó a encabezar la causa de la xenofobia más cerril y antimusulmana. El amante de los clásicos, graduado de Eton y Oxford, lector voraz capaz de recitar la Ilíada de memoria en griego antiguo, y autor de varios libros, incluyendo una biografía de Churchill, mutó en el cabecilla del antiintelectualismo más soez. 

El ex alcalde de Londres (una de las ciudades más liberales y progresistas del mundo), que marchaba feliz de la vida en los desfiles del orgullo gay, iba a trabajar en bicicleta y es un libertino mujeriego que ha engendrado más hijos que Gengis Kan, se transformó en adalid del mundo rural y en enemigo de las decadentes élites urbanas. Pero lo más notable de todo es que un hombre que no tiene un gramo de resentimiento en el cuerpo (quizá esa sea su mayor virtud y lo que lo separa por completo de monstruos como Trump y Obrador) haya logrado montar con éxito al potro salvaje populista que galopa por el mundo poseído por esa bajísima pasión. Obrador y Trump son sacos de resentimiento y complejos, agentes del caos y la entropía que sueñan con destruir el sistema liberal sin tener la capacidad de proponer y mucho menos construir algo que lo sustituya. El pacto que forjaron con sus huestes no consiste en mejorar sus miserables existencias sino en destruir o amargar las de sus aborrecidos y envidiados rivales: los fifís o los libtards. Johnson en cambio posee un temperamento solar y un agudo sentido del humor. Como uno de los hijos más mimados del sistema no tiene interés alguno en destruirlo.

Y a pesar de que seguramente pasará a la posteridad como uno de los peores primeros ministros de la historia, es innegable que Boris puede presumir varios éxitos que redimen en alguna medida su corto gobierno, y ese es otro factor que lo separa de los Obradores y los Trumps del mundo, cuyos regímenes han sido carnavales de fracasos, ineptitud criminal y destrucción irreflexiva. Para empezar, Boris consignó al basurero de la historia a los dos personajes más tóxicos de la política británica: Nigel Farage y Jeremy Corbyn. Al primero le destruyó la carrera política arrebatándole la causa brexiter, asimilándola al mainstream y limándole los colmillos. No es casual que Reino Unido sea uno de los pocos países europeos en los que el fascismo es prácticamente inexistente a nivel electoral. Y a Corbyn lo aplastó en la elección de 2019, asestándole una de las derrotas más humillantes de la historia, lo cual permitió que el partido Laborista se regenerara y retomara el camino de la socialdemocracia. Si Corbyn hubiera ganado aquellos dramáticos comicios, hoy Reino Unido sería un alfil de Putin en el corazón de la OTAN y la alianza transatlántica estaría trágicamente dividida frente al tema ucraniano.

Y precisamente la invasión de Ucrania fue el evento que sacó lo mejor de Boris, quien se transformó en uno de los líderes más comprometidos con la causa del pueblo atacado y en uno de los más acérrimos enemigos del fascismo putinista. Su visita sorpresa a Kyiv y esa dramática caminata junto a Zelenski por las calles  desiertas de la asediada capital ucraniana emitieron un aura genuinamente churchilliana. Y en honor a la verdad debo aceptar que toda la política exterior de Johnson me pareció excelente, desde las visas especiales que le extendió a millones de ciudadanos hongkoneses para que puedan emigrar a Gran Bretaña huyendo del despotismo chino, hasta las múltiples ocasiones en que se unió a Francia y a Alemania para desafiar a Trump, como en el tema de acuerdo nuclear con Irán. A todo esto hay que agregar el éxito rotundo en el desarrollo de la vacuna Oxford/AstraZeneca (la que más vidas ha salvado alrededor del mundo) y la relampagueante campaña de vacunación que salvó decenas de miles de vidas en la isla.

Pero la historia de Boris como primer ministro del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte no podía acabar bien. Pues su ascenso al poder fue producto de un pacto con el diablo, y ese pecado original llamado Brexit lo persiguió desde el primer día pese a la mayoría histórica que ganó en el Parlamento. Su alianza non sancta con el diabólico Dominic Cummings (Mr. Brexit) insufló en su gobierno las peores pulsiones populistas durante los primeros meses, incluyendo el resentimiento y el celo antiliberal, y cuando finalmente decidió deshacerse de él (esa humillante imagen de Cummings cargando una caja con sus implementos de oficina fue uno de los puntos más altos de la era Johnson), se echó encima a una alimaña ponzoñosa que a partir de entonces dedicó todo su tiempo y energía a destruirlo. Fue Cummings quien a base de filtraciones detonó el infame “partygate”, el escándalo que hirió de muerte al gobierno y quizá acabó con la carrera política del primer ministro.

Además, las desastrosas consecuencias económicas de Brexit empezaron a morder a la población en el peor momento posible. Reino Unido es uno de los países desarrollados que peor ha capoteado la crisis económica global precisamente por el estado de profunda vulnerabilidad en la que lo dejó su divorcio de la Unión Europea. Quizá el pueblo británico habría estado más dispuesto a perdonar los múltiples escándalos y las constantes mentiras de su líder si su poder adquisitivo y su nivel de vida no se hubieran deteriorado de una manera tan dramática. Al final del día, no podemos olvidar que, mediante Brexit, Boris Johnson precipitó a su país en el caos y la incertidumbre, infligiéndole un daño económico, político y social incalculable. Y lo verdaderamente imperdonable es que no lo hizo por convicción sino por vulgar ambición personal. Es por ello que su prematura y lastimosa caída es un merecido caso de justicia poética. Al más puro estilo de las tragedias griegas que tanto le apasionan, Boris, cegado por la hibris y la ambición desmedida, desató en el primer acto  a las fuerzas que terminaron destruyéndolo en el último. 

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