Acabo de pagar mis impuestos. Mi patrona, que es la UNAM, me retiene el 28% de lo que me paga por nómina. Como además expido recibos profesionales, debo presentar una declaración anual en la que, luego de sumas y restas, ingresos y retenciones, porcentajes y encajes, deducciones y refacciones, sale otra cantidad que es remitida, con toda diligencia, al Sistema de Administración Tributaria (SAT), que a su vez se los entrega al encargado de salvar a la Patria.
En lo que atañe a los ingresos por los que doy recibo –periódicos y revistas– pago a regañadientes, pero pago, porque considero, primero, que es mi deber y, segundo, porque la idea de acabar en la cárcel, comiendo frijoles rancios, no me parece atractivo.
En el caso de la UNAM pago además porque soy lo que se llama “un causante cautivo”. En México, esto significa pertenecer a una categoría ambigua desde el punto de vista ético. Los causantes cautivos tenemos el mérito de ser los únicos mexicanos que no podemos agarrar el dinero y echarnos a correr y ver si hay un méndigo que nos dé alcance. Desde cierto punto de vista (el del Estado), lo anterior es un mérito; desde otro (el de la sociedad mexicana) equivale a ser un tonto con muchos escrúpulos y poca imaginación.
Los causantes cautivos no podemos esquivar de ninguna manera las retenciones. No hay nada que hacer: los impuestos han sido retenidos previamente. 28 de cada 100 pesos que gana usted son suyos, pero en realidad no son suyos, ni siquiera un ratito, ni el suficiente para verle la cara a Benito Juárez y decirle hasta la vista, baby. No podemos jinetearlos, ni disimularlos, ni preguntarle al patrón si va a querer factura, ni llamar al fiscalista de confianza ni nada.
Ni siquiera los paga usted: al que no se le paga es a usted.
Los otros, en cambio, pueden elegir no ser causantes ni, por lo tanto, cautivos. Pueden hacer trampa de mil y un maneras. Y como en México toda ley nace con anexos no escritos, pero sí sobreentendidos, el sistema incluye un universo paralelo lleno de vericuetos, artimañas y truculencias calculado para esquivar cada ley. Y si en el peor de los escenarios los tramposos llegan a ser atrapados, siempre habrá amnistías, perdones, descuentos, promesas y mil maneras de no quedar cautivos de nadie (conciencia incluida) y causantes sólo de su orgullo.
No así nosotros. Los cautivos venimos decorados de fábrica con un grillete encadenado a una bola de fierro para que no podamos darnos a la fuga, o al menos no muy rápido. Bien mirado, esto supone una extraña forma de discriminación social: los causantes cautivos constituimos el único grupo social en México al que se le niega la libertad de cometer ilegalidad fiscal si se le pega la gana hacerlo.
Vamos, si la ley es para todos, la capacidad para romperla también debería ser para todos. Pero no es así, lo que me parece muy injusto. ¡Causantes cautivos de México, uníos! ¡El causante cautivo unido, jamás sería vencido si pudiera no ser causante cautivo! ¡Se ve, se siente, el causante cautivo está presente!, etcétera.
No debería intervenir en esto el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED)? Junto a la lucha contra el racismo, el clasismo, la homofobia, la lesbofobia y la transfobia y el neoliberalismo, ¿no debería figurar la lucha contra la causantecautivofobia?
En realidad no, por dos razones. Primera: el CONAPRED no puede “prevenir” algo que no sólo ya sucedió, sino fue legalizado hace mucho, a saber: que los causantes cautivos somos ciudadanos de segunda sin derecho humano de engañar al fisco. Y que no seamos víctimas de una fobia, sino de una filia, en tanto que el SAT nos quiere mucho, nos ama con amor sincero, nos mamá me mima y nos desea hasta la obsesión.
Me choca que el asunto no sea parejo. Ya desde La república Platón advirtió que “el justo pagará más y el injusto menos sobre el mismo ingreso”. Pero quienes nos quejamos de que algo no es parejo solemos estar en el lado en el que no podemos hacer nada para que lo sea. Me parece inmoral e injusto que se le condonen deudas fiscales a las grandes empresas, a sus dueños ricachones y a sus ejecutivos plenipotenciarios. Me enerva que los “comerciantes informales” no paguen un centavo (legal). Me choca que a los que atrapan por hacer trampa les otorguen facilidades para que se vayan y hagan trampa de nuevo. Me enferma que cada cinco años salga una imbécil amnistía que perdona a los que ya defraudaron los cinco años previos. ¿No debería yo, con ese ejemplo, pasarme al lado oscuro de la fuerza y ver si logro engañar al SAT cinco años?
Y, claro, me subleva que parte de mis impuestos sirva para las trapacerías de la amplia caterva de los pillos que saquean recursos públicos, o para los desfiguros ingenieriles de El Supremo en funciones. Para decirlo pronto: me da impuestofobia.
¿Producto individual bruto? Sí, así se llama. Y entiendo bien por qué.