Congresos atentos a la voz del amo: el caso mexicano

Villalpando expone la continua sumisión del Congreso mexicano al Ejecutivo, resaltando que solo en contadas ocasiones los legisladores se han opuesto a los presidentes, mostrando la fragilidad democrática del país.


Si en la teoría político-constitucional los congresos o cámaras legislativas constituyen la mejor garantía del equilibrio de poderes, al contrarrestar la preeminencia del Ejecutivo, en la realidad práctica los gobernantes siempre buscan alcanzar en las legislaturas aquellas mayorías que les permitan desarrollar las políticas públicas que ofrecieron al electorado; esto ocurre en todo el mundo donde la democracia es la forma de vida cotidiana. Como esto no siempre sucede, lo cual también es parte de la normalidad democrática, gobernantes y legisladores negocian, pactan, convencen, discrepan y, finalmente, habiéndose puesto de acuerdo o no, resuelven lo que los legisladores, representantes genuinos del “pueblo”, deciden. Esto, repito, es lo que ocurre en los países donde existen principios democráticos. Obviamente, el caso mexicano es diferente.

Ni Vicente Fox, ni Felipe Calderón, ni tampoco Enrique Peña Nieto, pudieron ejercer el poder omnímodo que antes acostumbraban ejercer nuestros presidentes. Aprendieron a convivir democráticamente con los congresos plurales, consiguiendo reformas constituciones y leyes federales pactadas con ellos, prefiriendo lo posible a lo perfecto.

No es éste un ejercicio de sociología histórico-jurídica, sino una simple enumeración de ejemplos acerca de cómo hemos padecido el excesivo control y predominio del Poder Ejecutivo sobre el Poder Legislativo, lo cual indica la vocación autoritaria de quienes han ejercido en nuestra patria la titularidad del Poder Ejecutivo. Veamos, para empezar, un dato simple: en México los congresos aparecieron con la consumación de la Independencia, allá a finales de 1821. En estos casi 200 años de existencia del Poder Legislativo sólo en poco más de 30 años el Poder Ejecutivo no ha contado con una mayoría sumisa de legisladores. El resto del tiempo, casi 170 años, hemos presenciado el triste espectáculo de las cámaras de senadores y diputados sometidas a los deseos y los caprichos de los gobernantes en turno.

Por eso es importante recordar esa treintena de años de auténtico equilibrio de poderes, cuando los miembros del Poder Legislativo fueron capaces, bien de negociar o bien, si fue necesario, de oponerse y frenar a los titulares de los diversos ejecutivos a quienes se enfrentaron. La primera vez que esto sucedió fue inmediatamente consumada la libertad de la nación: el Congreso, si bien coronó a Agustín de Iturbide como emperador, poco después comenzó a obstaculizar sus proyectos y sus desplantes, por lo cual don Agustín terminaría por disolverlo y encerrar en prisión a los diputados: no soportó que hubiera oposición. Lo mismo hizo Antonio López de Santa Anna en 1842, cuando el Congreso resultó ser mayoritariamente de filiación liberal-moderada e intentó poner límites a la dictadura del presidente; esos diputados y esos senadores fueron a dar a la cárcel. En estos dos casos el resultado fue idéntico, pues los dos autócratas utilizaron los mismos métodos para deshacerse de sus oponentes.

Ejemplo contrario es, sin duda, la época de la Reforma. Digno de ser recordado, sobre todo ahora cuando se dice que Benito Juárez es modelo de gobernante. Y sí lo es, por supuesto, y por eso ojalá lo imitaran verdaderamente. Primero, la Constitución de 1857 fue redactada por diputados pertenecientes a los tres partidos de entonces, contrarios entre sí; tuvieron que negociar y ponerse de acuerdo para expedirla. Y luego vendría don Benito, quien a pesar de contar con la mayoría en el Congreso, a pesar de que los diputados eran sus correligionarios, a pesar de que todos pertenecían al mismo partido liberal, le hicieron oposición. Juárez nunca pudo imponer su voluntad a los diversos congresos con los que tuvo que gobernar. Dos ejemplos rápidos: en 1861 los diputados le negaron en diversas ocasiones las facultades extraordinarias que pedía para enfrentar la intervención francesa y luego, en 1867, también se opusieron a su intento de modificar la Constitución. ¡Juárez jamás pudo reformarla porque el Congreso no se lo permitió!

Cambiemos de siglo, porque sólo hasta 1912 volvió a existir equilibrio de poderes en nuestro México, cuando el presidente Francisco I. Madero se enfrentó a un Senado de la República electo dos años antes, en pleno Porfiriato. Llegaron al extremo de exigirle la renuncia y, como no la consiguieron, fueron mudos testigos —y beneficiarios— de la Decena Trágica. Después vendría un largo periodo de 85 años de vergonzosa sumisión, durante el cual sólo en tres ocasiones hubo una chispa de dignidad por parte de tres legisladores que aprovechaban los informes de gobierno para mostrar su inconformidad: cuando Aurelio Manrique reclamó a Plutarco Elías Calles, cuando Herminio Ahumada hizo lo propio con Manuel Ávila Camacho y cuando Marco Rascón, con una máscara, protagonizó una humorística protesta contra Ernesto Zedillo.

Afortunadamente, durante 21 años, a partir de 1997, cuando la oposición finalmente obtuvo la mayoría —es obligado recordar que en el Congreso Porfirio Muñoz Ledo le repitió a Zedillo las palabras del Justicia Mayor de Aragón dichas al rey: “Todos juntos valemos más que vos”—, y hasta 2018, los presidentes de México tuvieron que aprender a negociar, pactar, concertar con los diversos congresos. Ni Ernesto Zedillo en la segunda mitad de gobierno, ni Vicente Fox, ni Felipe Calderón, ni tampoco Enrique Peña Nieto, pudieron ejercer el poder omnímodo que antes acostumbraban ejercer nuestros presidentes. Aprendieron a convivir democráticamente con los congresos plurales, consiguiendo reformas constitucionales y leyes federales pactadas con ellos, prefiriendo lo posible a lo perfecto. Dos décadas de auténtico equilibrio de poderes en México. Sí, éste en realidad es un verdadero logro.

Porque en el resto de nuestra historia independiente padecimos exactamente lo contrario. Insisto en señalar que durante casi 170 años lo que privó en nuestro país fue la autocracia de un gobernante —el que sea, pues la lista es abundante— secundado por la servil conducta de su mayoría afín en el Poder Legislativo. Tan sólo hagamos un repaso rápido de aquellos momentos más representativos en los que diputados y senadores actuaron como siervos del Ejecutivo, atentos a la voz de su amo, dispuestos a legislar lo que les pidiera el dueño de sus conciencias, así fuera un capricho, una veleidad, una infamia o una injusticia.

Empecemos en el lejano siglo XIX, cuando la mayoría yorkina primero decretó en venganza la ejecución de Agustín de Iturbide al declararlo traidor a la patria; por supuesto, lo fusilaron. Luego, los mismos yorkinos anularon el resultado de la elección presidencial de 1828, declarando triunfador al perdedor, Vicente Guerrero. Naturalmente, en nuestro México las filiaciones partidistas son tan cambiantes y volubles que los mismos diputados y senadores, ¡los mismos exactamente!, dos años después depusieron a Guerrero y lo declararon incapaz de gobernar: es que ya habían cambiado de amo y por lo tanto cambiaron de partido, faltaba más. En 1833, cuando llegó a la presidencia Antonio López de Santa Anna, los legisladores tenían como norma aprobar todas sus iniciativas, aunque fuesen para legalizar la dictadura, como la famosa Ley del Caso, que desterraba del país a una cincuentena de ciudadanos enlistados en el propio texto y a todos aquellos “que estuvieren en el mismo caso”, sin explicar jamás en qué consistía éste. Si Santa Anna quería cambiar de Constitución, dos veces se lo concedieron, en 1836 y en 1843; si deseaba imponer impuestos a las ventanas, a las ruedas de los vehículos y hasta a las “nodrizas”, pues faltaba más: eran los deseos de Su Alteza Serenísima.

Don Porfirio perfeccionó el sistema y durante su largo periodo en el poder pudo reformar a su antojo la Constitución, permitiendo, en principio, sus múltiples reelecciones, gracias a que ejerció a cabalidad el “derecho” de ser él quien en la práctica designaba a los diputados y a los senadores, los cuales, debiéndole el puesto al presidente, jamás se atrevieron a desacatar sus mandatos. Y ya lo explicaba con claridad meridiana don Daniel Cosío Villegas: la Revolución mexicana aprendió las mañas de don Porfirio; de hecho, el sistema político mexicano era un porfirismo colectivo.

El primero que utilizó este cómodo y eficaz método para controlar al Congreso fue don Venustiano Carranza: al convocar al Congreso Constituyente exigió que los diputados no hubiesen sido enemigos del constitucionalismo —es decir, ni porfiristas, ni villistas, ni zapatistas— y que hubiesen dado muestras positivas de adhesión a la causa que él abanderaba. A partir de allí todo fue muy sencillo para los presidentes emanados de la Revolución: las curules y los escaños los ocuparían los devotos fieles, los que siempre le garantizarían al titular del Poder Ejecutivo la aprobación de sus iniciativas, cualesquiera que éstas fueran. No se explica de otra forma la facilidad, por ejemplo, que tuvieron esos mandatarios para reformar a su gusto la Constitución hasta 1997.

Naturalmente, esta calidad de ser siervos, de la que incluso hacían gala y ostentación los legisladores, no impidió que en varias ocasiones hicieran el ridículo, pues al cumplir los caprichos de los presidentes quedaron expuestos a las contradicciones del tiempo. Tres casos son notorios: en 1927, atendiendo a la voz de su amo, el Congreso permitió la reelección del general Álvaro Obregón; en 1933 mejor echaron para atrás la posibilidad y se atuvieron al apotegma maderista de la “no reelección”. Luego, en 1934, en pleno entusiasmo sovietizante del Jefe Máximo de la Revolución, declararon la educación socialista en México; en 1946 derogaron esa ocurrencia, aliados como éramos ya de Estados Unidos. Por último —en este breve recuento, no en la historia— en 1982 el Congreso reformó la Constitución para legalizar la nacionalización bancaria del presidente José López Portillo; años después, por indicaciones de Carlos Salinas de Gortari, mejor la privatizaron de nuevo.

Si es cierto que la historia es maestra de la vida, si es verdad que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla, aquí está una lección del pasado que aplica al presente: las mayorías legislativas sumisas aniquilan la separación y el equilibrio de poderes.

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