Icono del sitio abogacía

Constitucionalismo y poder en México

constitucionalismo; poder

La historia del constitucionalismo en México revela lecciones cruciales: limitar el poder es esencial para preservar la democracia.


México es un país que desde tiempos de su independencia ha atravesado grandes crisis políticas, desde la pugna entre centralistas y federalistas hasta la época de la llamada dictadura del Partido Revolucionario Institucional. A pesar de estos episodios, nuestro país ha salido avante de cada una de esas crisis y ha logrado transformarse. Un ejemplo de esto son los llamados organismos constitucionales autónomos que sustituyeron a la mayoría de las facultades que detentaban las secretarías de Estado.

Lo que queda claro es que, a pesar de los vaivenes políticos e ideológicos que se han presentado en nuestro país, siempre, por lo menos desde mi perspectiva, se ha logrado que nuestra república avance paso a paso. Sin embargo, actualmente hay una intención de regresividad en aspectos fundamentales del Estado de derecho: lo que ha costado conseguir con años de esfuerzo, ahora un gurpo político dominante busca suprimirlo con simples plumazos o, como bien dijo el jurista y político alemán Julius von Kirchmann: “Sólo tres palabras del legislador para destruir bibliotecas enteras”.

Algo que la política mexicana necesita tener presente es la historia de la división de poderes. Una lección que ha aprendido el ser humano consiste en saber que un poder sin pesos y contrapesos engendra una progenie de mando desmesurada y autocrática que, por lo volátil y lo atractiva que se puede volver, necesita ataduras y candados que se erijan como límites y que legitimen el ejercicio de ese poder.

Una de las formas en las que se ha plasmado esta filosofía limitativa y autorrestrictiva del poder es mediante documentos conocidos como constituciones. Es importante recordar que una de las razones por las que surge el constitucionalismo es, precisamente, para limitar la potestad política.

De esta manera, la Constitución de un país se convierte en el pacto fundacional de una sociedad en el que se establecen las reglas de juego y se limita el ejercicio del poder en relación con las personas que lo detentan. Tan relevante resulta este pacto que de las constituciones modernas ha derivado un principio muy importante: la supremacía constitucional.

Si comprendemos la naturaleza de una Constitución y el porqué de su surgimiento, también podremos entender la importancia del concepto anterior, tan debatido y estudiado por muchos y tan mal entendido por otros. Según el jurista mexicano Héctor Fix Zamudio, “el principio de supremacía […] descansa en la idea de que por representar la Constitución la unidad del sistema normativo y estar situada en el punto más elevado de éste, contiene las normas primarias que deben regir para todos dentro de un país, sean gobernantes o gobernados”. Aquí pretendo abordar un estudio doctrinario sobre la supremacía constitucional, sino más bien señalar algunas consideraciones en torno de ese concepto.

Así pues, la definición del maestro Fix Zamudio nos ayuda a identificar dos consecuencias importantes de la supremacía constitucional. La primera es que una Constitución representa una unidad normativa; aunque yo agregaría que no sólo representa una unidad normativa, sino también una unidad social. Lo anterior debido a que, si consideramos que una Constitución es la depositaria de los valores fundamentales de una sociedad, entonces podemos concluir que en una Constitución se va a ver reflejada la cohesión de esa sociedad.

La segunda consecuencia, la más importante, se basa en la referencia que hace el maestro en el sentido de que una Constitución es el documento que rige tanto a gobernantes como a gobernados. Esta idea es de gran relevancia, ya que es el reflejo de la lucha encarnizada que ha llevado a cabo nuestro país en aras de procurarse una forma de limitar el poder de los gobernantes en turno.

Queda claro entonces que el constitucionalismo y el poder político han sido un binomio que ha estado presente a lo largo de un periodo importante de la historia de nuestro país: mientras uno de estos conceptos busca expandirse y acrecentarse, el otro pretende coexistir, limitar y domar al primero. La relación entre ambos es dialéctica y simbiótica.

Ahora bien, en nuestros días existe una tergiversación de ese binomio: la dialéctica entre ambos conceptos se está desvaneciendo y se está transformando en el dominio de uno sobre el otro. La fuerza vinculante del valor norma se ha ido perdiendo y lo que está quedando es la imposición en lugar del diálogo.

El partido político en turno está cometiendo los mismos errores que su antepasado, pues ha dejado de deliberar con las minorías y ha cerrado el paso al consenso político, ya que, como bien dice el filósofo alemán Jürgen Habermas, “los discursos sirven para la comprobación de las pretensiones de validez problematizadas de opiniones (y de normas). La única pretensión permitida en el discurso es la del mejor argumento, y el único motivo admitido, el de la búsqueda cooperativa de la verdad”. De manera que el diálogo implica una relación intersubjetiva que permite la búsqueda de una verdad cooperativa, la cual se ve enriquecida por el intercambio de ideas y pretensiones; pero cuando ese intercambio no existe y lo único que se busca es imponer la verdad de una facción de la sociedad, no podemos sostener que exista una verdad respaldada por 36 millones de mexicanos.

Para lograr una sociedad en la que las pretensiones y las razones de todos sean escuchadas es necesario conciliar las dos caras de la misma moneda: constitucionalismo y poder político; porque cuando uno se estira y empieza a ensombrecer al otro, la legitimidad de ese poder se ve mermada, máxime cuando se deja de escuchar a las minorías y se impone, sin posibilidad de debate, una agenda unilateral.Finalmente, es necesario recobrar la fuerza vinculante del valor norma, porque lejos de ser un instrumento de gobierno a favor de las personas, ha empezado a convertirse en una herramienta de imposición ideológica. De acuerdo con el poeta griego Eurípides: “No tiene la polis peor enemigo que el déspota, bajo quien, en primer lugar, no puede haber leyes comunes, sino que uno gobierna teniendo en sus manos la ley”.

Salir de la versión móvil