Ana Karen Orozco se aproxima críticamente a los efectos que el populismo punitivo en los feminismos. ¿La criminología mediática y la sobreexposición de delitos en medios de comunicación ayuda a fortalecer la igualdad sustancial de género o a replicar las desigualdades?
En los últimos años, el feminismo ha tenido una influencia sobresaliente en el ámbito penal. Lo anterior, por supuesto, motivado por la violencia extrema que las mujeres sufren en una sociedad machista y patriarcal, por la necesidad de justicia y por la búsqueda de la eliminación de estas conductas.
Claro está que el feminismo se ha caracterizado por su plena confianza en el derecho penal, pues concibe la introducción de nuevos tipos penales y la elevación de penas como una solución exclusiva a la violencia de género. ¿Por qué? Porque en la sociedad en la que vivimos hemos sido inducidos a pensar que justicia es igual a cárcel.
Sin embargo, Alessandro Baratta, en su conocida crítica, afirma que la cárcel es opuesta a cualquier ideal educativo, ya que tiene efectos contrarios a la reeducación y a la reinserción del condenado: desde el proceso de socialización al que éste es sometido; la “desculturización” o “desadaptación” a las condiciones que son necesarias para la vida en libertad, como la disminución de la fuerza volitiva, la pérdida del sentido de autorresponsabilidad económica y social, la formación de una imagen ilusoria de sí mismo, el alejamiento progresivo de los valores y los modelos de comportamiento de la sociedad exterior; hasta la “culturización” o “prisionalización”, mediante los cuales el condenado asume los modelos de comportamiento de la subcultura carcelaria; esto es, la educación para ser criminal (la forma como se regulan las relaciones de poder entre la comunidad de detenidos) y la educación para ser un buen detenido (la relación con los representantes de los organismos institucionales).
Y es que si bien es cierto que abrazar este punitivismo ha hecho posible la conquista de ciertas modificaciones a las legislaciones que prometen conseguir justicia para las víctimas, el cese a la impunidad y la baja en la incidencia de estos delitos, no es menos verdadero que el precio ha sido elevado para el feminismo, pues no hay justicia, no hay disminución de violencia de género, no hay reparación y, sobre todo, no hay garantías de no repetición.
Por otro lado, la violencia de género no tiene una “solución individual”. Según Baratta, “la cárcel refleja, sobre todo en las características negativas, a la sociedad. Las relaciones sociales y de poder de la subcultura carcelaria tienen una serie de características que las distinguen de la sociedad exterior y que dependen de la particular función del universo carcelario en su estructura más elemental; sin embargo, dichas relaciones no son sino la ampliación, en forma menos mistificada y más ‘pura’, de las características típicas de la sociedad capitalista. Son relaciones sociales basadas en el egoísmo y en la violencia ilegal, en cuyo seno los individuos socialmente más débiles se ven constreñidos a funciones de sumisión y explotación. Antes de hablar de educación y de reinserción es, pues, menester hacer un examen del sistema de valores y de modelos de comportamiento presentes en la sociedad en que se quiere reinsertar al detenido. Tal examen no puede, creemos, sino llevar a la conclusión de que la verdadera reeducación debería comenzar por la sociedad antes que por el condenado” (2004).
Y si esto es así, ¿qué nos orilla a pensar que la amenaza de una pena de prisión alta detendrá la violencia?
Desde mi punto de vista, el feminismo punitivo es resultado de la evolución del populismo punitivo. La crisis de los partidos por ganar legitimación mediante sus discursos, que muchas veces pregonan feministas inmiscuidas en la política, propicia que se utilicen los genuinos intereses de las mujeres como billete ganador de la lotería de la popularidad. Incluso, autonombrarse feministas ya es una forma estratégica de obtener legitimación.
Lo anterior, seguido de un proceso de criminalización que instaura una “política del miedo” a través de la criminología mediática, es decir, mediante la sobreexposición de los delitos en medios de comunicación a efecto de generar hartazgo en la sociedad y, con esto, juicios paralelos de la opinión pública que influyen negativamente en la impartición de justicia.
El feminismo punitivo refuerza la ideología de género opresiva y desigual, la cual encarna en sí misma la violencia. Si se realiza un análisis de varios tipos penales en los que el cuerpo, el sexo, la sexualidad y el honor subyacen, nos daríamos cuenta de que, a pesar del discurso punitivo y la intervención del poder del Estado, las mujeres y los hombres aparecen al final en el mismo lugar. Los hombres posicionados como protectores de las mujeres y sus potenciales agresores, y las mujeres, como víctimas de forma permanente y estereotipada.
La realidad es que seguimos actuando en una vía que sólo nos proporciona paliativos a la violencia, pero no resuelve de raíz los problemas estructurales que permiten esos contextos. Es como querer eliminar un síntoma, sin eliminar la enfermedad.
Sabemos también que, en la actualidad el feminismo punitivo se está transformando en una vía de acceso para la venganza personal que de manera latente repercute en sectores asociados con el género, la clase y la raza.
Es obvio no se podemos prescindir del derecho penal, pero este derecho debe ser mínimo y utilizarse con extrema precaución.
Invito a la comunidad a que, antes de utilizar irreflexivamente cierto tipo de discursos, conozcamos y entendamos el origen y el funcionamiento de un sistema punitivo que se ha desarrollado en el seno de una estructura desigual, excluyente, injusta y patriarcal, como es el capitalismo.
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