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Cuerpos como armas: la deshumanización de los cuerpos en México

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Entre el mes patrio y el día de los muertos, Ivana Paredes reflexiona críticamente sobre la normalización de la violencia y el impacto que esto tiene en la dignidad de las personas.


En casa de mi padre hay una pequeña biblioteca en la que tenemos la colección México a través de los siglos, una enciclopedia que ofrece un relato detallado de la historia de nuestro país desde su época prehispánica hasta finales del siglo XIX. Es un análisis político, social y cultural, uno de los mayores referentes sobre la historia de México en nuestro tiempo. Por otro lado, mi padre siempre ha sido un hombre de izquierda que vive en un país con el cual está inconforme. Egresado de la generación de 1966 de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México, solía repartir volantes del Partido Socialista Mexicano en Ciudad Universitaria. Su más grande pasión en la vida ha sido la literatura y hace poco, mientras señalaba los cinco tomos de esa colección dijo: “Nuestra historia es una historia de traiciones, de muertes y de heroísmo vacío. Nunca ha habido una como la nuestra”.

Aprovechando un septiembre en México lleno de colores, de fiestas, de celebración por nuestra independencia en 1821, el personaje más recordado de esta época fue el cura Miguel Hidalgo y Costilla, mejor conocido como el Padre de la Patria. Fue en 1810 cuando dio el famoso grito de Dolores, con el cual inició la guerra de Independencia, llamando a todos los novohispanos a rebelarse y a luchar en contra del mal gobierno. No fue hasta un año después que fue fusilado en Chihuahua, y después decapitado y desmembrado. Su cabeza fue expuesta en una jaula de hierro en la Alhóndiga de Granaditas. Y a pesar de haber sido torturado y ejecutado, seguimos viendo su sacrificio y su muerte como un acto heroico. 

En octubre se cumplirán 57 años del asesinato de Ernesto Che Guevara, quien sigue siendo un personaje simbólico de la Revolución y de la identidad latinoamericana. El Che fue asesinado en Bolivia después de ser capturado por el ejército boliviano; fue ejecutado sumariamente y sus últimas palabras fueron éstas: “Sólo están matando a un hombre”. Las imágenes del Che Guevara muerto dieron la vuelta al mundo y el mensaje que sus opositores querían transmitir era el del hombre débil, derrotado y muerto. Sin embargo, esta imagen fue rápidamente reivindicada y comparada con la del Cristo Muerto de Mantegna. También Jesús de Nazaret fue públicamente crucificado durante la época del Imperio romano; fue azotado, humillado y obligado a cargar su propia cruz. Y en la actualidad la suya es la figura de fe más adorada del mundo.

Pero, ¿por qué celebramos la violencia, la exposición de nuestros cuerpos con fines disuasorios? ¿Por qué glorificamos el dar la vida por la patria que nos asesina? Nuestra historia siempre ha tenido las manos manchadas de sangre. Desde la Conquista, cuando los colonizadores llegaron a Tenochtitlan y cometieron genocidio, hasta la Santa Inquisición, cuando los métodos de tortura a los no creyentes eran crueles e inhumanos. Hoy en día existe una aparente libertad de pensamiento, pero la Inquisición sigue existiendo. En la Revolución mexicana murieron alrededor de 3.5 millones de personas muchos de cuyos cuerpos eran tirados en las calles o exhibidos para enviar mensajes de poder y de advertencia a los opositores. Durante el Porfiriato, los obreros y los campesinos eran desplazados, reprimidos y castigados. De igual manera, se explotaba a las personas indígenas mientras que los cuerpos de la élite se exhibían como una muestra de poder, modernización y desarrollo del país.

Hoy no vivimos una realidad muy alejada de los ejemplos anteriores. Durante la dictadura del Partido Revolucionario Institucional, el surgimiento de los cárteles de las drogas y las movilizaciones sociales, fuimos testigos de los crímenes de Estado más relevantes de la historia moderna de México, como la masacre de Tlatelolco, la guerra sucia de 1970, la masacre de Acteal, el Halconazo, el caso Campo Algodonero, Ayotzinapa, entre otros. Podría hablar de cada uno de estos contextos, pero la vida no me alcanzaría para hacerlo con detalle, aún si lo intentara. Sin embargo, parece interesante e inquietante, a la vez, que aunque estos acontecimientos se han dado a lo largo de más de 60 años, están profundamente conectados entre sí, lo que reflejan que en México no hay casos aislados, sino patrones sistemáticos. 

Para introducirnos en la premisa de este ensayo, he decidido recopilar algunos artículos de las iconografías del crimen, la deshumanización de los cuerpos, el terror de Estado, los muertos sin sepultura y el miedo social en México. Para facilitar la lectura y organizar mis ideas correctamente, tomaré como referencia la guerra contra el narcotráfico, o “guerra ficticia”, dada la conexión de los altos mandos del gobierno con los cárteles durante el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, adscrito al Partido Acción Nacional, entre 2006 y 2012, cuando se implementó una estrategia para combatir al narcotráfico y a las organizaciones criminales mediante una militarización masiva que provocó “la muerte de 53 personas al día; 1,620 al mes, y 19,442 al año, lo que nos da un total de 136,100 muertos, de los cuales 116,000 están relacionados con la guerra contra el narco” (Méndez, 2012). A esa guerra le dieron continuidad los sucesores del panista, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, pues, según datos oficiales, desde 2006 hasta la actualidad, en México ha habido 400,000 asesinatos y 95,900 personas desaparecidas, según el INEGI y Statista.

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Un dato interesante es que en la década de 1970 surgieron las dictaduras militares en América Latina, donde las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales eran comunes; sin embargo, ni siquiera todas estas dictaduras combinadas suman la cantidad de víctimas antes mencionadas. Es irónica la justificación de esta guerra, cuyas razones eran que “México ya no sólo era un país de tránsito, sino que se había convertido en un país consumidor de drogas […] La violencia relacionada con el narcotráfico y el sentimiento de inseguridad ciudadana habían alcanzado ya niveles intolerables […] El sustento de la guerra consistía en abatir la inseguridad y la violencia” (Morales, 2011). Sin embargo, no hemos aprendido la lección y seguimos creyendo un discurso repleto de falacias que legitima la guerra como el único conducto para hacer la paz. 

Al finalizar el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa yo tenía ocho años de edad, pero recuerdo perfectamente las noticias de los cuerpos colgados en los puentes y las famosas “narcomantas”. Aunque estuviera en casa, resguardada y a salvo, sabía que estaba viviendo en medio de una guerra paralela. Los cuerpos desmembrados, decapitados, mutilados, suspendidos, eran expuestos en los canales de noticias nocturnos todos los días. La normalización de la violencia poco a poco se convirtió en una herramienta importante y eficaz, ya que la constante distribución de imágenes de cuerpos asesinados todos los días ya no eran una noticia nueva, pero a la vez creaba un terror colectivo que, con el tiempo, se ha vuelto parte de nuestra cultura.

Infiero que éste ha sido un gran reto para el entendimiento humano de las cosas, pues desde una perspectiva básica, sabemos que lo que estamos viendo y viviendo es una aberración, pero al mismo tiempo hemos sido orillados a aceptarla. En el artículo “Las mil muertes del cuerpo”, María Torres Martínez aborda un punto muy acertado sobre el exceso de exposición y difusión de cuerpos mutilados que nos inhibe hasta el punto de que también inhibe la reflexión crítica. De igual manera, los roles son confundidos y transformados a conveniencia del Estado que hasta ese momento controlaba el medio de comunicación más influyente de México, Televisa, estigmatizando a las víctimas, quienes en la mayoría de los casos eran inocentes, y que el Estado prefería llamarles “daños colaterales”.

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