La autonomía de la Universidad Nacional Autónoma de México, no es solamente una parte importante de esta institución; es, además, un elemento sustancial para la democracia mexicana. El doctor Sergio García Ramírez, además de hacer un detallado recuento histórico sobre lo que implica esta autonomía para la vida universitaria, argumenta la trascendental importancia por encima de cualquier otro interés.
Para la elaboración de esta nota sobre un tema de reflexión necesaria y apremiante he recurrido a varios textos incluidos en la segunda edición de mi libro La autonomía universitaria en la Constitución y en la ley (Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, 2023). Procuré abreviar los párrafos para reducir la dimensión de esta nota. El lector hallará textos similares o idénticos en ambas fuentes para el tratamiento del tema.
Las grandes decisiones y los mayores acontecimientos de la vida universitaria suscitan la reflexión y la actuación en torno de los conceptos primordiales de esa vida y sus consecuentes “milagros”. Así ha ocurrido a lo largo de una historia poblada de avatares y así sucede ahora mismo, en la víspera de la elección de rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, que hará la Junta de Gobierno en los últimos días de 2023. Entre aquellos conceptos y los “milagros” que atraen, figuran, como mascarón de proa, la idea y la práctica de la autonomía, tema de coincidencias y discrepancias, debates y deliberaciones constantes.
De esta suerte se perfilan las opciones sobre autonomía, expresión dinámica que se acomoda a las variables circunstancias, se emprende el examen de sus rasgos característicos y toman posiciones sus numerosos defensores, conscientes de que la autonomía constituye, como he dicho en más de una ocasión, el “oxígeno” que respiramos los universitarios, y más todavía, un noción esencial para el desarrollo de la nación y la república, el imperio de sus libertades y la garantía individual y social que favorece a la sociedad en la medida en que ampara el progreso de México y su juventud, al abrigo de tentaciones dictatoriales.
Conocedor del origen y el desempeño de las universidades que florecieron en la Edad Media, Rolando Tamayo hace ver que aquéllas constituyeron una epopeya medieval y recuerda cómo se insertaron en la vida de su época. Cita a Cesare Marchi: “Para vivir era necesario formar parte de una asociación, de un monasterio o de una corporación. La corporación llamada universitas enseñaba a sus miembros un oficio, tutelaba sus derechos y establecía sus deberes; todo con la mira de alcanzar, dentro de la esfera de su acción profesional (o mercantil), una situación de monopolio”. Y “la más monopólica de todas las corporaciones era la universitas magistrorum. Con el paso del tiempo, la universitas magistrorum y la universitas scholarium se convirtieron en la universitas por antonomasia, la cual, una vez ganado su puesto en la historia fue, sin duda, la más importante, organizada y privilegiada de las corporaciones medievales”.
Las instituciones universitarias migraron a América e impulsaron la conquista y la colonización del alma americana. Era natural: educar es instrumento de dominación, orientación y supervivencia. En nuestro continente la tarea residió primordialmente en la Real y Pontificia Universidad, que ciertamente no fue modelo de autonomía: sujeta al dogma y al trono, subsistió durante siglos y libró sus batallas al servicio de aquellas causas. La Corona creó la Universidad y se reservó el derecho de intervenir en ella. Se trataba de una institución real, subraya Julio Jiménez Rueda, pero también tuvo calidad de “pontificia” por el contenido y el objeto de las materias que ahí se enseñaban, en una circunstancia señorial que ensalzaron los cronistas de su tiempo al contemplar, asombrados, la dignidad de los planteles y de sus huéspedes académicos. Cervantes de Salazar ponderó la majestad de la Real y Pontificia.
Correrían los siglos y surgirían, bajo las velas de don Justo Sierra Méndez las novedades que presidirían la nueva estampa y el quehacer moderno de la Universidad. El maestro cuestionó el rendimiento de la Real y Pontificia, que no pudo, en 300 años, “llegar ni a una idea nueva, ni a un hecho cierto”. José María Vigil describe la situación que guardaba la Universidad colonial: “Desconoció inquietudes espirituales, refugióse exclusivamente en la escolástica, la dialéctica y la retórica, produjo memoristas y poetas de gran habilidad externa, discutidores, en fin, de temas sin importancia, retrocedió a la universidad medieval, sin renovarse como las célebres universidades europeas más en contacto con las grandes inquietudes espirituales de su tiempo”. En palabras de Ignacio Chávez, “España olvidó renovar el aceite que había encendido en América”.
Vayamos a los siglos XIX y XX y recurramos de nuevo a Sierra Méndez, en su reflexión sobre el quehacer y el destino de las universidades —especialmente aquella cuyo establecimiento ya poblaba su imaginación y a la que aplicaría su voluntad muy firme y creativa: la Nacional de México—. Precedida por las ideas de don Justo, la Universidad Nacional se alzó en 1910, bajo el signo de la nación en la que aparecía —nacionalizar la ciencia y mexicanizar el saber fueron sus divisas— y destinada a examinar los grandes problemas nacionales y aportar su fuerza física y moral a resolverlos. En el discurso inaugural de la Universidad, ante el dictador en la víspera del exilio, al ministro Sierra observó que para constituir la Universidad Nacional “el Estado espontáneamente se ha desprendido de una suma de poder que nadie le disputaba” y que “el gobierno de la ciencia en acción debe pertenecer a la ciencia misma”. He aquí el germen de la autonomía.
Nuevos vientos quisieron conseguir de una vez, con el beneplácito del gobierno y el sustento de la ley escrita, el beneficio de la autonomía. Un grupo de notables catedráticos, por quienes redactó Ezequiel Chávez, plantearon bajo sus firmas respetables un proyecto de Ley de Independencia, que surgió en deliberaciones del 2 al 7 de diciembre de 1914 en el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología. Se pretendía, dijo don Ezequiel, colocar a la Universidad “sobre roca”, con el fin de que “permaneciera incólume ante los oleajes de las pasiones políticas”. El artículo 1º declaraba: “Se decreta la independencia de la Universidad Nacional de México; en consecuencia, no dependerá en lo sucesivo del gobierno federal, que se concretará a garantizar su autonomía y administrarle los fondos indispensables para su subsistencia y desarrollo”. A la autonomía de nuestra Universidad Nacional precedieron las de otros planteles. De la periferia al centro, fueron primero las anticipaciones autonomistas de Michoacán, en 1917 y 1919, y de San Luis Potosí, en 1923.
Se haría camino al andar: las precisiones sobre la autonomía universitaria marcaron ese camino, procurado en leyes sucesivas: unas, favorables al desarrollo de la Universidad mexicana; otras, adversas (que fue el caso de la de 1933). Al calor del desempeño legislativo se forjaron los datos del proceso universitario, que recordamos invocando el movimiento estudiantil de 1929, la ley de 1933 y el ordenamiento de 1944, que subsiste en sus términos y dispone la estructura actual de la Universidad Nacional Autónoma de México, auspiciada por el rector Alfonso Caso y un conjunto de universitarios devotos de su casa, que trabajaron en el diseño de aquélla, dato de su persistencia y fortaleza.
Seguía fraguándose el impulso que alumbraría en 1929. Se requería una nueva crisis, como ocurrió siempre que la Universidad recibió u obtuvo una ley orgánica para avanzar o transitar en el camino de la autonomía. En estos casos se han reunido dos factores de renovación, que no siempre operan de una vez, pero lo han hecho en la historia de la Universidad Nacional: en un extremo, la evolución fisiológica del ordenamiento, fruto de un desarrollo acompasado que culmina en una exigencia natural; en el otro, una crisis exigente que genera o denuncia cierto vacío y hace imposible o extremadamente peligrosa la demora. Sucedió en 1929, en 1933, en 1944 y, hasta cierto punto y con caracteres propios, también en 1980.
La propuesta de constituir una Junta de Gobierno fue vista con buenos ojos por muchos universitarios, pero también resistió la impugnación de algunos grupos estudiantiles, como la Confederación Nacional de Estudiantes. La integración de la junta con 15 miembros fue aprobada en sesión del 8 de diciembre de 1944, en la que también se examinó el riesgo de que ese órgano se viera copado por sostenedores de alguna ideología, y se analizó, rechazándola, una propuesta conducente a constituir la junta en forma “representativa” de las escuelas y facultades. El punto de la representatividad de la junta, que fue materia de controversia entonces, lo ha sido también después.
En la sesión del 14 de diciembre se acordó —por 27 votos a favor y 11 en contra— que la Junta de Gobierno tuviese a su cargo la designación del rector. En esta sesión se aludió a la supuesta contradicción entre la autonomía universitaria y la existencia de una Junta de Gobierno prevista en una ley. El rector Caso rechazó, en un pormenorizado alegato, que hubiese tal contradicción.
Finalmente, en la Junta de Gobierno recayeron funciones de diversa naturaleza, determinadas por la preservación de la autonomía real de la Universidad, la exclusión de intereses partidarios o sectoriales en ciertas decisiones particularmente complejas y delicadas —así, las electorales— y la búsqueda del equilibrio entre las autoridades universitarias. Las facultades de la Junta de Gobierno de la UNAM, previstas en el artículo 6 de la Ley Orgánica, abarcan tres ámbitos: a) administrativo (designación de funcionarios); ésta es una de las atribuciones más cuestionadas por los adversarios de la Ley Orgánica, que con frecuencia solicitan su revisión o sustitución. Sin embargo, es también uno de los aspectos —o acaso “el” aspecto— más destacados por los favorecedores de aquel ordenamiento y de la figura característica de éste, la Junta de Gobierno; b) jurisdiccionales o cuasi jurisdiccionales (solución definitiva de ciertas controversias en la comunidad universitaria; no existe instancia ulterior), y c) normativas (expedición del reglamento interior).
La primera Junta de Gobierno, designada el 22 de enero de 1945, se instaló el 29 de ese mes, al cabo de la sesión celebrada por el Consejo Universitario Constituyente, ante el que los integrantes de aquélla rindieron la protesta que les fue tomada por el rector. Compusieron ese cuerpo los profesores doctor Abraham Ayala González, doctor Antonio Caso —ex rector, que declinó la designación—, ingeniero Ricardo Caturegli, licenciado Gabino Fraga, doctor Manuel Gómez Morín —ex rector que luego renunciaría a formar parte de la junta—, ingeniero Mariano Hernández, arquitecto Federico Mariscal, licenciado Antonio Martínez Báez —quien fungió como secretario de la junta—, doctor Fernando Ocaranza —también ex rector—, licenciado Alejandro Quijano, doctor Alfonso Reyes, doctor Manuel Sandoval Vallarta, licenciado Jesús Silva Herzog y doctor José Torres Torija.
Admirable perspicacia del rector que auspició la existencia de una Junta de Gobierno, de cuyo buen servicio a la Universidad han dado cuenta sus sucesores. La junta ha sido, en concepto de muchos, que suscribo, instrumento notable de la autonomía universitaria: “Ha sabido dar continuidad a la vida institucional, en muy difíciles crisis”, y extraer la designación del rector a los conflictos políticos, las colisiones entre partidos, las aventuras electorales. En uno de los más difíciles momentos de la Universidad, del que Javier Barros Sierra fue primero testigo y más tarde actor sobresaliente, la Junta de Gobierno permitió esa difícil continuidad y alejó la aparición del caos, que era inminente. Se ha dicho, con razón, que la junta tiene “importancia capital para la continuidad institucional”.
Efectivamente, la junta se caracteriza —lo conozco, por la experiencia que tuve como su integrante– por la posibilidad de colocarse sobre el fragor de las disputas y garantizar la continuidad de la autonomía. Órgano de preservación, también ha debido ser —y lo ha sido, con dignidad— órgano de resistencia. No en balde ha recibido las constantes arremetidas que sufre la Universidad y enfrentado el frecuente riesgo que corre su autonomía.
En esta brevísima referencia al proyecto de Caso y de la ley que derivó de aquél, hay que tomar en cuenta un punto más, modificado por el paso de los años y la emergencia de nuevas condiciones. Aludo a la relación entre la Universidad y sus servidores. En la ley de 1945 Alfonso Caso se ajustó al concepto tradicional, ortodoxo —digamos— sobre esa relación, abarcada por la idea de comunidad. Sobre ella se proyecta la autonomía reguladora de la vida universitaria. Si los trabajadores son miembros de una comunidad, de la que también forman parte los estudiantes y los profesores, nada más natural —al calor de estas ideas— que recoger las normas que les conciernen en el marco de la regulación comunitaria, emanada de los órganos internos, exactamente como se recogen ahí las disposiciones referentes a los otros sectores de la comunidad: alumnos y profesores.
El rector legislador destacó que la Universidad no es empresa ni persigue objetivos de lucro, y por ello sería susceptible de gobernar el régimen de sus relaciones de trabajo a través de los estatutos autonómicos y no de la legislación laboral ordinaria. Pero no se desconoció, finalmente, la necesidad de que el reglamento que expida el consejo otorgue a los empleados y profesores los derechos y las prestaciones sociales “que, a estas horas, deben considerarse ya incorporados definitivamente al orden jurídico en que vivimos, como elementales exigencias de la civilización contemporánea”. La autonomía, pues, encauzó la solución de entonces a propósito de la relación laboral entre la Universidad y sus servidores. Y la propia autonomía impondría ciertos datos peculiares en la solución final del tema, operada por la reforma constitucional de 1980, en un marco distinto del que prevalecía en 1945.
En el proceso de 1944 hubo, desde luego, voces discrepantes a propósito de la solución aportada al tema laboral. Las hubo dentro y fuera de la Universidad, e incluso entre los profesores que intervinieron en el Consejo Constituyente. En la sesión del 18 de diciembre se suscitó un intercambio de opiniones —pareceres encontrados— entre el rector Caso y don Lucio Mendieta y Núñez, acerca del artículo 13, que facultó a la Universidad para emitir estatutos que rigieran las relaciones entre ésta y su personal de investigación, docente y administrativo.
El presidente de la República asumió el proyecto que le sometieron los universitarios, con una adición: las sociedades de alumnos y su federación serían independientes de las autoridades universitarias y se organizarían democráticamente conforme a las determinaciones de los estudiantes (artículo 18). Al aceptar el proyecto, el Ejecutivo federal hizo notar la persistencia de dos voluntades en el curso de la evolución autonómica de la Universidad: “La decisión, por parte de sus profesores y sus alumnos, de mantener el régimen obtenido, y la determinación, probada por el Estado, de no alterar en nada esa autonomía”.
El presidente de la República coincidió con el rector en la necesidad de recuperar la designación de “nacional” que tuvo nuestra Universidad —más como sustantivo que como adjetivo—, no obstante estar a la vista la creación de otras instituciones identificadas con el mismo signo. Esa calidad es para la Universidad —sostuvo— “a la vez una ejecutoria y un compromiso”. Quienes postulan este nombre seguramente lo entienden “como un generoso propósito y no como una mera designación. En tal virtud, el solo hecho de reclamarlo implica una voluntad de servicio patrio, sin distinción de sectas, de credos, de partidos o de facciones”.
Hoy día, la autonomía universitaria es un principio establecido en la Constitución. Antes de que aquélla se elevara al rango constitucional, había avanzado sustancialmente el proceso de autonomía en algunos organismos, por determinación de los legisladores federales: así, la UNAM y la Universidad Autónoma Metropolitana, y locales, en otros muchos. Si antes de 1948 sólo había tres instituciones públicas autónomas, en la segunda mitad del siglo XX el proceso avanzó con celeridad e impulsó las autonomías, con excepciones que gradualmente desaparecerían. En tal virtud, la reforma constitucional llegó a recoger una tendencia constante y profunda, la formalizó y consolidó en el más alto rango del ordenamiento mexicano, y estableció con claridad el marco para el desarrollo futuro en este sector. Ese pronunciamiento coincidía con otros provenientes de fuentes universitarias. Había una corriente favorable a la recepción constitucional de la autonomía.
En 1979 había madurado la opinión de instalar la autonomía universitaria en la norma constitucional. Esto permitiría crear una especie de núcleo duro de aquella figura —que es la característica misión constitucional, desde una perspectiva ortodoxa— a partir del cual construir el aparato detallado y total de la institución en la ley subalterna. Ir más allá del núcleo duro, como en efecto fue la propuesta de 1979, obedeció al estilo del constitucionalismo mexicano originado en 1917: la tensión empujó hacia arriba la estipulación jurídica, con un doble propósito que se explayó, con algún detalle, en la redacción: a) de proclamación normativa y programática de una decisión fundamental superveniente, ya que no primordial, y b) de protección frente a las vicisitudes de la vida política y los arbitrios del poder.
Fue así que el presidente José López Portillo presentó al Constituyente Permanente, por conducto de la Cámara de Diputados, una iniciativa de adición al artículo 3º constitucional, el 10 de octubre de 1979. La reforma, ampliamente discutida en el Congreso de la Unión, fue aprobada por mayoría de los integrantes de las cámaras de Diputados y de Senadores. Concluido el proceso ante las cámaras y las legislaturas de los estados, la reforma fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 9 de junio de 1980.
La autonomía se pudo alojar en diversos espacios de la geografía constitucional. Se optó por hacerlo en el artículo 3º, precepto destinado a regular “a la mexicana” —lo digo como elogio— el tema de la educación. Este precepto, norma esencial dentro de la Constitución —esencial, insisto, para el estilo constitucional social de la ley suprema de México—, ha sido objeto de varias reelaboraciones en las que han dejado su huella los tiempos y las circunstancias por las que atravesaron no sólo la educación misma sino las pretensiones de la nación, o, si se prefiere, del Estado o del gobierno en turno, expresadas, como en ningún otro lugar, en el destinado a regular la educación, trazar un perfil de persona y de nación y zanjar antiguas o nuevas tensiones.
De ahí que el artículo tercero pueda ser calificado como el precepto épico de la ley fundamental, que acumula los trabajos, resume las batallas y establece, o lo pretende, el controvertido horizonte de la nación. En su hora, el artículo 3º tuvo una extensión y una pretensión que iban más allá de las acogidas en otros textos constitucionales. La aparición de nuevas leyes fundamentales, sobre todo en la última mitad del siglo XX, ha traído ampliaciones y precisiones apreciables en materia educativa: fines, protección, especialidades, características, financiamiento, etcétera.
El precepto citado mantiene una posición señera en la definición de sus objetivos, que son, al mismo tiempo, proyectos de la nación. Así lo vio, con razón, la iniciativa del Ejecutivo de 14 de diciembre de 1945: “Es natural que, a cada instante de hondas definiciones, haya correspondido en la historia de nuestra patria un intenso examen de los principios que rigen la educación, es decir, de la dirección en la que los hombres que están haciendo nuestro presente creen adecuado trazar la ruta por la que los hombres de mañana desfilarán”.
No faltó razón al constituyente Mújica para asegurar, cuando se discutía el proyecto en Querétaro, que “ningún momento de los que la Revolución ha pasado ha sido tan grande, tan palpitante, tan solemne como el momento en que el Congreso Constituyente, aquí reunido, trata de discutir el artículo 3º de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos”. Hubo distancia, más que cronológica, entre el texto que propuso el señor Carranza en 1916 —y que quiso asegurar, infructuosamente, con su presencia en la sala de sesiones—.
En el proceso emprendido en 1979 y culminado en 1980 se produjo más que una concisa referencia a la autonomía, como la hay en otras constituciones del mundo, que la aseguran con expresión breve y terminante. Con el aire analítico y ético del constitucionalismo mexicano, el Poder Revisor de la Constitución llegó más lejos: instaló en el nicho de la fracción viii, que hoy es la vii, un estatuto de la institución autónoma. El Constituyente no quiso confiar al legislador secundario la facultad y la responsabilidad de sellar los caracteres principales de la autonomía. Optó por hacerlo él mismo, a través de atribuciones y garantías. De ahí que el núcleo duro de la autonomía contenga más elementos de los que figuran en otros ordenamientos supremos, como lo muestra el derecho constitucional comparado.
La exposición de motivos del Ejecutivo federal sobre el proyecto de 1979 pone en manos de las universidades públicas del país la iniciativa material de la reforma, aunque la formal hubiese quedado, por supuesto, en las de quien tiene esa facultad conforme al artículo 71 de la Ley Suprema. Esto refuerza el carácter social del ordenamiento autonómico universitario. Como la Ley de 1944, aunque menos explícitamente que ésta, la reforma constitucional de 1980 viene de las universidades en primera instancia, y sólo en segunda, casi por encargo o encomienda, del presidente de la República. Son dos los temas encomendados por las universidades públicas al Ejecutivo federal, conforme a la exposición de motivos: garantizar la autonomía y precisar, con arreglo a ésta, las relaciones laborales.
En esa exposición, el presidente: a) fija un marco de filosofía educativa que rechaza “postulados cerrados a toda posibilidad dialéctica” y supone un sistema “ajeno a fanatismos y prejuicios, abierto a todas las corrientes del pensamiento universal y atento a la convicción del interés general, a la comprensión de nuestros problemas y al acrecentamiento de nuestra cultura”; b) recuerda que la autonomía deriva de la ley; c) reconoce el carácter histórico de aquélla, con 50 años de vigencia, y su calidad de institución “familiar a la nación mexicana”; d) la resume como facultad de organización, administración y funcionamiento libres de las instituciones de cultura superior, que les permita ser “sustento de las libertades” y centros de formación de “individuos que contribuyan al desarrollo del país”; e) rechaza la versión de autonomía como “enfeudamiento que implique un derecho territorial por encima de las facultades primigenias del Estado”; f) reafirma el compromiso estatal de “respetar irrestrictamente la autonomía”; g) declara que las instituciones autónomas se hallan “obligadas con la colectividad nacional”; h) subraya la responsabilidad que aquéllas tienen “del cumplimiento de sus planes, programas, métodos de trabajo y de que sus recursos han sido destinados a sus fines”, e i) manifiesta ante quiénes existe esa responsabilidad: “primeramente ante las propias comunidades, y en última instancia ante el Estado”.
La fórmula de la fracción vii anuncia lo que es la autonomía, pero no la estatuye o reconoce, por sí misma, en todas las universidades e instituciones públicas de educación superior. Lo que ocurra con éstas dependerá —y así lo previene la Constitución— de la ley de autonomía, un ordenamiento específico que se sustenta en la disposición constitucional. Hasta hoy no existe una ley general sobre autonomía universitaria, como la hay en otros países, y tampoco parece indispensable que ocurra aquí, aunque pudiera resultar útil, en el futuro, para reconocer la evolución general de la materia, evitar dispersiones y armonizar el desarrollo y el desempeño de la educación pública superior.
Es importante insistir en el tránsito entre la situación prevista en la norma suprema y el régimen de cada universidad o instituto particular, que se cumple en varios pasos legislativos de suma importancia: de la Constitución se va a la Ley General de Educación, publicada el 30 de septiembre de 2019 (que abrogó a la de Educación del 13 de julio de 1993) y a la Ley General de Educación Superior, publicada el 20 de abril de 2021 (que abrogó a la Ley para la Coordinación de la Educación Superior del 29 de diciembre de 1978).
La Ley General de Educación es un ordenamiento a media vía entre la Constitución y la ley autonómica institucional. Esto se desprende de la exclusión expresa que hace aquel ordenamiento, cuando el segundo párrafo de su artículo 1º resuelve que “la función social educativa de las universidades y demás instituciones de educación superior a que se refiere la fracción vii de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, se regulará por las leyes que rigen a dichas instituciones” (artículo 1º, segundo párrafo). Con ello queda claro que el alcance de la Ley de Educación como ordenamiento reglamentario del artículo 3º no llega hasta la fracción VII de éste.
La Ley General de Educación, reglamentaria del artículo 3º constitucional, organiza el sistema educativo nacional, que define con detalle. El ordenamiento citado alude al carácter y la función de la “nueva escuela mexicana”. Se refiere a la educación que imparten el Estado y los particulares, y en el primer supuesto incluye la correspondiente a los organismos descentralizados (que es la naturaleza legalmente atribuida a la UNAM por su propia Ley Orgánica). Esta regulación prevé los fines de la educación y sus características, implicaciones o expresiones. La misma Ley General de Educación regula el denominado “tipo de educación superior”. Con este marco, el tema de las universidades e instituciones autónomas figura en los artículos 47 a 50, entre los que destaca, para nuestro estudio, el artículo 49. La normativa invoca la fórmula constitucional sobre autonomía universitaria y se disciplina a ésta, subordinación que aleja las tentaciones “autonomicidas” que han rondado, expresa o implícitamente, el proceso de revisión y adopción de la normativa en materia de educación.
Consideremos en seguida las estipulaciones de la Ley General de Educación Superior, relativa al “tipo educativo” que se manifiesta bajo este concepto. El analista debe leer en conjunto los dos ordenamientos mencionados en estas líneas: Ley General de Educación y Ley General de Educación Superior. Por lo que toca a esta última, es particularmente relevante el artículo 2º, que resuelve de manera favorable para la autonomía los dilemas que pudieron surgir (bajo aquellas tendencias “autonomicidas”) entre la fórmula constitucional, que se mantiene en pie, sin variantes, y una eventual disposición de rango inferior, como son las reglamentarias del artículo 3º. Queda en claro el alcance de la Ley General de Educación como ordenamiento reglamentario del artículo 3º.
A fin de cuentas, el artículo 2º de la Ley General de Educación Superior subordina el trato normativo de las universidades públicas e instituciones de educación superior a las que la ley reconoce autonomía, a las estipulaciones de la fracción vii del artículo 3º constitucional; reconoce la facultad reguladora de las propias universidades para su vida interna; dispone un régimen de consulta a la comunidad universitaria cuando se pretenda modificar la ley orgánica universitaria, y reitera la atención a la autonomía a propósito del régimen de relaciones laborales.
En seguida de la Ley de General de Educación Superior, que tiene el rango y las características asignadas a la categoría de “leyes generales”, siguen las leyes institucionales, como las orgánicas de la Universidad Nacional o de la Universidad Autónoma Metropolitana, o sus equivalentes en los estados de la Federación. Así, la norma constitucional opera como marco y fundamento de toda la regulación universitaria de rango inferior.
A falta de esa ley general, el tránsito entre la situación prevista en la Norma Suprema y el régimen de cada universidad o instituto en particular se cumple en un solo paso: de la Constitución se va inmediatamente a la ley institucional, como las orgánicas de la Universidad Nacional o de la Universidad Autónoma Metropolitana, o sus equivalentes en los estados de la Federación. Así, la norma constitucional opera como un marco de la institución autónoma, un diseño deliberado y puntual, un modelo preciso. Cabe preguntar si la Universidad no puede salir de este marco, que constituye un espacio fijo, inalterable, o bien si puede hacerlo porque aquél sólo contiene una referencia máxima o una mínima para los efectos de la regulación secundaria. En otras palabras: ¿hasta dónde puede llegar ésta, en acatamiento al imperativo constitucional?
Si se pregunta, a la luz de una de estas opciones, sobre la posibilidad de que la ley orgánica secundaria restrinja el alcance de la autonomía constitucionalmente prevista, sustrayendo de ella alguno de sus elementos, la respuesta será necesariamente negativa. Si la disposición secundaria reduce los términos constitucionales, subvierte la autonomía, la niega y extingue. Esto es, viola el mandamiento supremo. Veamos ahora la otra opción: que el legislador secundario extienda la fórmula constitucional, entendida ésta como un mínimo irreductible, no como un máximo. Esto es lo que ocurre en el supuesto general de las garantías individuales y los derechos humanos, cuya caracterización no agota las posibilidades del derecho total, sino sólo las inicia.
En efecto, la Constitución enuncia un “mínimo” de derechos del ser humano, jamás un “máximo”. Ahora bien, y por lo que toca al punto que interesa, si la fuente de la descentralización autonómica es la ley secundaria, cabe entender, en mi concepto, que ésta puede descentralizar más atribuciones públicas que las contempladas por el texto constitucional, sin que ello contravenga éste, a condición de que en la especie se trate de materias descentralizables conforme a su naturaleza, y no de aquellas que debe retener el Estado central.
En el mismo orden de consideraciones, cabe advertir que los órganos de gobierno de las universidades e instituciones autónomas sólo pueden actuar conforme a sus atribuciones específicas —lo que es característico del Estado de derecho y expresión evidente del principio de juridicidad—, normativamente acotadas, que a su vez se hallan presididas por el principio de autonomía constitucional y deben ser consecuentes con éste. En otros términos, las autoridades de las instituciones no podrían emitir actos o consentir en ellos, si contravienen el ámbito de sus atribuciones o vulneran la autonomía y sus naturales implicaciones. Los casos en que operaría esta restricción son numerosos, potencialmente. Entre los que se hallan expresamente considerados por el ordenamiento mexicano desde el plano mismo de la Constitución, y luego en la ley secundaria, figuran los referentes a las relaciones laborales. Así, las autoridades no podrían pactar términos que contrariasen la autonomía.
La reforma de 1980 tuvo por materia la autonomía universitaria, no la de un órgano específico de educación superior. Empero, el presidente que elaboró la iniciativa (al cabo de un examen al que concurrieron con buenos elementos de juicio, que se trasladarían al proceso de reforma, los representantes de la comunidad universitaria del país reunidos en la ANUIES, que había sostenido la exigencia de respeto a la autonomía y a la libertad de cátedra e investigación) y el Congreso que la recibió, discutió, modificó y aprobó, tuvieron a la vista, en todo tiempo, a la Universidad Nacional Autónoma de México. La UNAM, que no fue la primera universidad autónoma de la República, tiene, sin embargo, un significado insólito en el espacio de la nación.
Esa misma controversia quedó de relieve durante la etapa de mayor fricción entre el gobierno del presidente Cárdenas y la Universidad Autónoma, que en aquel momento había perdido, conforme a la Ley Orgánica de 1933, el carácter de nacional. ¿No debía entonces disciplinarse la Universidad a la nueva orientación que emanaba del artículo 3º constitucional? El gobierno consideraba que sí, y que esa subordinación debía traducirse en una reorientación de la función universitaria. Al respecto, es muy relevante la carta del 13 de septiembre de 1935 dirigida por el presidente de la República al rector Ocaranza, que al poco tiempo renunciaría a este cargo, decisión que también adoptarían numerosos profesores del más alto rango.
El presidente recordó que “si la Ley Orgánica de octubre de 1933 señala a la Universidad la misión de impartir la cultura superior y profesional, sin fijarle normas concretas, no debe olvidarse que en aquel entonces la educación primaria reservada prácticamente al Estado por la Constitución era del tipo clásico liberal y no había razón alguna para circunscribir a los propios términos la enseñanza profesional, supuesto que ambas actividades eran efecto de doctrinas aceptadas y establecidas con iguales tendencias. Pero, reformado el artículo 3º de la Constitución en un sentido distinto a la educación individualista, es lógico suponer que la Universidad debe orientar sus actividades y doctrinas en un rumbo complementario y no antagónico a la escuela de los primeros años, pues de otro modo sería estéril y aun perjudicial a la niñez una enseñanza y un esfuerzo que al llegar la juventud y con ella la Universidad tendría que ser rectificado”.
Desde tres posiciones combatieron algunos legisladores el proyecto de 1979 —resume Humberto Lira Mora, diputado participante en el proceso—: “Los que la rechazan partiendo de la teoría que considera los derechos fundamentales como preexistentes a la Constitución (los diputados del pan); los que consideran que al constitucionalizar la autonomía universitaria se incluye un elemento contradictorio al espíritu revolucionario de la Norma Suprema y lejos de corresponder a la línea evolutiva de nuestras instituciones jurídico-políticas se legaliza un retroceso (los diputados del pps); por último, una tercera posición en la que se expresan diversas variantes, pero cuya constante es rechazar esta (re)forma porque en un concepto limita el alcance de la autonomía que, según los representantes de esta posición, debe ser total, es decir, autonomía significa un gobierno propio, un territorio propio y ejercicio de derechos, sin otro límite que los que le dicta la propia comunidad universitaria. Para los militantes de esta tercera posición doctrinaria, autonomía universitaria no debe estar sujeta a la limitación ‘burguesa’ (en su peculiar lenguaje) que impide la creación de una entidad soberana en el seno del Estado, resulta evidente que esta tercera actitud es reivindicada por el grupo de diputados que integran formalmente el ala parlamentaria del psum, aunque provienen de corrientes disímbolas, como es el caso de los militantes del prt”.
Obsérvese que las impugnaciones provinieron de un partido situado a la izquierda del espectro político mexicano, y de integrantes de otro colocado a la derecha, y que algunas de las defensas procedieran de un agrupamiento ubicado aún más hacia la izquierda que el primero, en el que formaban filas quienes hasta poco antes —es decir, antes de la reforma política de 1978— se hallaban al margen de la ley, o en el filo de la navaja, y estaban excluidos del juego democrático. Este apoyo, que no lanzó las campanas a vuelo, pero militó en favor de ese aspecto del proyecto, concurrió con el impulso mayoritario decisivo de los legisladores del partido materialmente encabezado por el presidente de la República, autor de la iniciativa. Finalmente, el discurso favorable al proyecto prevaleció en el ánimo del Constituyente y llevó la reforma, bajo los lineamientos contenidos en la iniciativa del Ejecutivo y con algunos cambios sugeridos en el curso del debate, hasta el punto en que se encuentra la norma vigente.
En el dilema entre aceptar o rechazar la autonomía universitaria, tomando en cuenta experiencias históricas y peligros futuros, los integrantes de la mayoría parlamentaria se pronunciaron claramente por aceptarla. En esta coyuntura del debate defendieron la concepción plural de la Universidad y, consecuentemente, la libertad de cátedra e investigación con argumentos que hacían recordar las controversias suscitadas por el texto introducido en 1934 en el artículo 3º y relevado en 1946 a través de una fórmula que “tuvo, además de su mérito intrínseco, el de apaciguar la conciencia nacional por lo que a esta materia se refiere. Su formulación fue un verdadero hallazgo”.
La reforma será, dijeron sus partidarios, un progreso importante y largamente anhelado por fuerzas políticas y círculos universitarios; liberará a las instituciones autónomas del asedio del Estado, llevando sus defensas al plano de la Constitución misma; permitirá resolver sobre la marcha otros problemas, como el muy visible de las relaciones entre las universidades autónomas y sus trabajadores académicos y administrativos, con las modalidades que en cada hipótesis correspondieran. Hubo alguna expresión incisiva: “Se consagra la autonomía universitaria como una garantía más para el pueblo mexicano, poniéndola, espero que para siempre, fuera del alcance de los tiranos y de los necios”.
El autonomismo universitario mexicano debe ser considerado a la luz de las condiciones nacionales, que no son necesariamente idénticas a las planteadas en otros espacios. Suponer que en el fondo de esta causa reside un persistente conflicto entre el Estado orientado por fuerzas conservadoras —o, por el contrario, por fuerzas progresistas— y los universitarios gobernados por intereses e impulsos de signo contrario, en sus respectivas hipótesis, pudiera llevar a conclusiones equivocadas.
Si se entiende que el Estado milita contra las libertades y la Universidad en favor de ellas, habría que poner a la Universidad en pie de guerra y extremar la pugna con el Estado. Si se supone lo contrario, habría que condenar —como lo hicieron los impugnadores del autonomismo constitucional en el proceso de 1979-1980— la libertad de cátedra, y consecuentemente de investigación y difusión de la cultura, e imponer a estos trabajos universitarios un cauce férreo que satisfaga los intereses del progreso social, a costa de las exigencias de la libertad y la verdad. Se admite que exista una Universidad subordinada al Estado, como dependencia directa del poder público y de sus proyectos confesados, pero no se acepta —ni se aceptó nunca— que esta posibilidad, ya muy andado el siglo XX y muy explorados los peldaños de un creciente autonomismo, representara el desiderátum mexicano, ni para tirios ni para troyanos, con relativamente pocas salvedades.
Los movimientos universitarios que abanderaron la autonomía, desde distintas y a veces contrapuestas trincheras, se propusieron generalmente extraer a la Universidad del vaivén político —politiquero, en su versión vernácula— y abrirla al pensamiento libre y crítico. Es verdad que en el furor de los conflictos han surgido incongruencias entre las ideas expresadas y las prácticas solicitadas, pero también lo es que este espíritu libertario no sólo se encuentra en el mejor discurso autonomista, sino también en lo que pudiéramos llamar la doctrina sobre la universidad pública mexicana que ha hecho todo el camino que corre, en línea más o menos recta, o al menos jamás abandonada, entre los tempranos pronunciamientos de Justo Sierra y la hora presente.
La vocación popular de la Universidad Nacional ha sido exaltada con frecuencia. Es un leitmotiv, un tema recurrente, un hilo conductor firme y seguro. Esto ha dado, por supuesto, aire político a la conducción universitaria, doblemente comprometida: ante la forma autonómica, que es condición de vida, y ante la razón material, que es compromiso de la vida. Hay arrebatos que lo muestran con elocuencia. Vasconcelos, al asumir en 1920 la rectoría de la Universidad, donde encontró y denunció un “montón de ruinas de lo que antes fuera un ministerio que comenzaba a encauzar la educación pública por los senderos de la cultura moderna”, se presentó a sí mismo como “un delegado de la Revolución que no viene a buscar refugio para meditar en el ambiente tranquilo de las aulas, sino a invitaros a que salgáis con él a la lucha. En estos momentos yo no vengo a trabajar por la Universidad, sino a pedir a la Universidad que trabaje por el pueblo”. Más aún, agrega: “Os pido a vosotros, y junto con vosotros a todos los intelectuales de México, que salgáis de vuestras torres de marfil para sellar pacto de alianza con la Revolución”.
Hablé de una autonomía calificada, no de una autonomía a secas. Este concepto viene al caso precisamente en el marco del artículo 3º constitucional, que es el nicho de la Universidad autónoma y, más todavía, de la democracia desde la perspectiva mexicana, que a los lineamientos rigurosos de la democracia formal asocia los más exigentes de la democracia material. La democracia es, por supuesto, una estructura política y un régimen jurídico —gobierno del pueblo y por el pueblo—, pero desde ahí despega para ser mucho más que eso —gobierno para el pueblo—, con más hondo cimiento y más alto vuelo: “Sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.
En la fórmula acogida por Torres Bodet en 1946, después del agrio debate de los años previos, la democracia no se resigna a contraerse como asunto de las urnas electorales, formal y neutro, sin adjetivos. Que la democracia sea un sistema de vida, giro afín a la expresión de John Dewey, quien entiende aquella como way of life, permite ir mucho más allá y mucho más a fondo que el concepto formal que se concentra en la ciudadanía, los partidos, los comicios. Y la autonomía, organización y atribución jurídica, instrumento y garantía, que implican forma y deslinde, adquiere su propia animación y pretende mayor enjundia: se adjetiva, califica y compromete.
La idea de una Universidad cifrada en el interés del pueblo, es decir, una institución que responde al concepto sustancial de democracia y que concurre, por lo tanto, al “mejoramiento económico, social y cultural” anunciado por artículo 3º de la Constitución, implica —más todavía: exige— que la Universidad ofrezca a quienes concurren a ella el acceso a una educación que garantice ese mejoramiento en toda circunstancia. No en balde ha sido la Universidad Nacional “el principal instrumento de movilidad social que los mexicanos hemos construido a lo largo de nuestra historia”.
Así se edifica racionalmente el concepto de una universidad popular, para zanjar la antinomia entre universidad de masas y universidad de élites. La aspiración de excelencia y la aportación de medios para alcanzarla no riñen con la pretensión popular de la Universidad, sino le confieren significado y eficacia. Otra cosa significaría un fraude al pueblo y anunciaría una derrota segura para los jóvenes que sólo disponen, en su tránsito por la vida, de los medios que les allegue la educación pública superior.
Estas ideas permiten la aproximación al ámbito de la autonomía, dentro de lo que pudiéramos llamar un espacio natural de ésta. La pregunta sobre el mayor o menor alcance de la autonomía sólo puede y debe ser contestada con referencia a los fines, las funciones y los objetivos de la institución autónoma; a la lógica en la que ésta aparece y a la que atiende; a los propósitos de quienes la instituyen y a las expectativas de quienes serán sus destinatarios o beneficiarios. De aquí derivarán la pertinencia y la suficiencia. Del mismo modo, la orientación constitucional de la democracia, asociada a otros principios que acoge el artículo 3º del ordenamiento supremo, gravita sobre el quehacer y el objetivo de quienes tienen a su cargo la educación: “Enseñar para la democracia, para la reafirmación del ser nacional y para la mejor convivencia humana. La verdad por medida, la libertad por instrumento, la democracia por objeto, ésta es la caracterización constitucional del magisterio”.
Se ha escrito, a propósito de la autonomía y conforme a la orientación adoptada por el Tribunal Constitucional español, que aquélla —“función del criterio del respectivo interés, existe y se reconoce a una institución determinada en la medida misma en que existe en su seno una necesidad particular que sólo de ese modo puede ser adecuadamente satisfecha y ha de ser tan amplia como sea preciso para alcanzar ese objetivo. Nunca menos, pero nunca más tampoco, porque más allá de esa concreta necesidad, de ese específico interés que le da sentido y la sostiene carece de toda justificación”. Ahora bien, en el caso de México no se trata solamente de las funciones universitarias consabidas: enseñar, investigar, difundir, sino también del propósito ético o social de éstas. No hay verdadera autonomía si las condiciones en las que se establece no permiten el despliegue de aquellas funciones, y tampoco la hay si no aseguran la posibilidad de cumplir ese propósito.
La consideración de la autonomía en muy amplio sentido, como derecho que esgrimen los individuos para acceder a la educación superior, como derecho de la sociedad para disponer de instituciones que le sirvan en este ámbito esencial y como derecho de la institución universitaria para realizar sus fines, favorece a todos y asegura que la Universidad pueda cumplir su encargo social. En este marco general se inscriben los derechos y las garantías que amparan a los integrantes de la comunidad universitaria, en diversas categorías. A fin de cuentas, la autonomía implica una capacidad propia y un valladar frente a la instancia ajena; es una frontera y una garantía. El sujeto autónomo se halla rodeado de otros sujetos frente a los cuales puede reclamar, ejercer, proteger su autonomía, su poder de decisión y conducción. Por ende, es indispensable preguntar: autonomía, esto es, distancia, diferencia y eventualmente oposición ¿ante quién?
Es evidente que la autonomía de la Universidad pública —otra cosa es la posición, que no estudio en este ensayo, de la institución privada: empresarial o confesional, en la mayoría de los casos— existe y debe mantenerse frente al Estado central (porque la institución universitaria es, en nuestro sistema, un ente descentralizado), a otros organismos autónomos, a los partidos políticos, a los grupos sociales, a las fuerzas económicas, a los individuos, a las corrientes ideológicas. También, por supuesto, frente a factores internos que pudieran aspirar a la uniformidad ideológica, el control sobre el rumbo, la prevalencia en el gobierno, el monopolio del destino universitario, todo ello inaceptable en el marco de una institución necesariamente plural, que por eso mismo refleja y preserva la pluralidad de la nación. Al igual que la soberanía, la autonomía mira hacia fuera y hacia dentro.
Ahora bien, difícilmente podría esgrimirse una autonomía frente a la nación, de la que proviene la Universidad, a cuyas necesidades debe atender, cuyas reclamaciones debe escuchar y cuyo porvenir compromete el futuro mismo de la institución. El desentendimiento social de la Universidad, que diera la espalda a las cuestiones y a los apremios de la nación, para confinarse en una torre de cristal, justificaría la sospecha, la desconfianza, la animosidad de quienes censuran la pretensión retraída e insular de la institución, o peor todavía, su vinculación con movimientos adversos a la justicia, el progreso y la libertad. No es posible ignorar que este problema ha permanecido en la dialéctica universitaria, alimentado el debate y determinando muchas de las grandes decisiones que en torno a la Universidad han adoptado el gobierno, por una parte, y la comunidad universitaria —o sus sectores en pugna—, por la otra. El tema se planteó, por supuesto, en el debate del Constituyente Permanente en 1979.
Se ha manifestado que la tutela de la autonomía y las características que, en consecuencia, tiene la relación laboral universitaria —agreguemos la naturaleza misma de las relaciones jurídicas del trabajo, en general—, implican la exclusión de ciertos temas con respecto a la negociación colectiva, figura central del derecho colectivo del trabajo y, en rigor, del derecho del trabajo mismo en la etapa moderna. Se hayan excluidas, pues, la autonomía universitaria misma, las cuestiones de naturaleza académica y “aquellas pretensiones de negociación que vayan en detrimento del autogobierno de las universidades, por sí mismas o que busquen influir en las funciones administrativas que la universidad puede y debe implantar para el desarrollo y consecución de los fines que le ha encomendado la nación”.
Como se sabe, la mayor porción del presupuesto asignado a la UNAM —y a todas las universidades públicas— procede del Estado, sea el federal, sean los locales. Los recursos de otra procedencia son notoriamente menores a los que tienen esa fuente oficial, que debe ser reconocida por el Estado y cuidada por las instituciones. Establecido que aquél tiene la obligación de proveer recursos a las universidades, surge la pregunta sobre la forma de resolver este financiamiento. Hay diversos pareceres: uno de ellos tiene que ver con el número de alumnos atendidos; otro, con las tareas a cargo de las instituciones, conforme a planes y programas, y la ejecución y el rendimiento de éstas. En todo caso, la “hostilidad” presupuestal —que puede argumentarse como “austeridad republicana”— pesa sobre las universidades como “espada de Damocles”, que a veces pende y en ocasiones cae sobre las instituciones con efectos devastadores.
Así las cosas, la más notoria reversión de la autonomía, de facto, ya que no de jure, es el abandono presupuestal, como lo estipuló la Ley de 1933, si bien el gobierno —en una nueva expresión del surrealismo jurídico mexicano que se resume en la regla colonial: “Acátese, pero no se cumpla”— hizo de lado la franquicia que esa norma le entregaba y mantuvo la costumbre de otorgar subsidio. La mala relación entre los gobiernos y las universidades y la tendencia a alterar la autonomía e influir en la vida y el destino de aquéllas se ha reflejado en el debate y las decisiones sobre el financiamiento universitario.
El artículo 119 de la vigente Ley General de Educación, de 2019, señala que el financiamiento que brinde el Estado a la educación no será menor a 8% del pib nacional. De este monto, al menos 1% del pib se destinará a educación superior e investigación científica y humanística, así como a desarrollo tecnológico e innovación, en las instituciones públicas de educación superior. Esta disposición es consecuente con la norma constitucional que establece en favor de todas las personas el derecho a “gozar de los beneficios del desarrollo de la ciencia y la innovación tecnológica”, y con ese objetivo ordena al Estado apoyar dicha investigación proveyendo “recursos y estímulos suficientes” (artículo 3º, fracción v).
Este asunto ha desencadenado opiniones encontradas y provocado movimientos de resistencia. Dado que las universidades públicas tienen establecido un sistema de cuotas, sean razonables, sean irrisorias, parece que el punto se ha ganado, tradicionalmente, por parte de quienes sostienen la pertinencia y la justicia de estas prestaciones. Empero, la disposición contenida en el párrafo iv del artículo 3º, en el sentido de que “toda la educación que el Estado imparta será gratuita”, ha contribuido a abonar la tesis contraria: se entiende que la educación impartida por dichas universidades lo es por el Estado mismo, en tanto aquéllas son organismos descentralizados. El punto es opinable y ha sido ampliamente discutido sin que se alcance una solución pacífica.
Queda pendiente otra fuente: la que deriva de prestaciones de servicios —tanto de formación de personal como de investigación o desarrollo tecnológico, entre otros— por medio de contratos entre las universidades y diversos sujetos, públicos o privados. En principio, debe acogerse favorablemente esta posibilidad, que no entraña, de suyo, afectación de la autonomía universitaria, tomando en cuenta, además, la angustiosa y creciente necesidad de nuevos recursos para la función universitaria, que pudieran superar la capacidad real (capacidad real, lo subrayo, para no confundir con preferencias discutibles, regateos políticos e incluso reticencias obvias con respecto a la educación pública superior) de apoyo por parte del Estado.
Sin embargo, en este punto hay que formular algunas precisiones. En primer término, como es evidente, la prestación de servicios por parte de las universidades, generalmente a través de alguna de sus unidades específicas —administrativas, docentes o de investigación—, debe dejar siempre a salvo la realización suficiente, adecuada y constante de las tareas sustantivas de la Universidad. En otros términos, no debe convertir a ésta en “bufete o taller” de empresas o dependencias de gobierno, con deterioro de las actividades correspondientes a la enseñanza y a la investigación científica o humanística.
En segundo término, y de cara al tema de la autonomía y ya no sólo de la eficiencia de los servicios sustantivos de las universidades públicas, hay que evitar cuidadosamente que una fuente decisiva de financiamiento asuma facultades igualmente decisivas con respecto a la operación y el rumbo de las universidades: se habría caído en la subordinación que ha querido evitar la norma constitucional autonómica. También es preciso sortear el riesgo de que el Estado se desentienda de la obligación financiera que le incumbe, alegando la existencia de otras fuentes de recursos, que son siempre complementarias y nunca principales. Finalmente, hay que cuidar de que esta provisión de recursos no opere nunca en forma tal que se pierda el compromiso popular que corresponde a las universidades públicas autónomas.
Ha sido azarosa la historia de la Universidad Nacional. Su síntesis se halla en las certeras palabras del rector Ignacio Chávez: la vida de la Universidad “ha sido una lección permanente, reflejo fiel de la vida del país. Años de decadencia y de agonía, seguidos de un despertar pujante, capaz de todas las realizaciones”. La institución salió adelante, a pesar del torrente de adversidades que ha enfrentado. Obviamente, cada revuelta, cada conflicto, cada batalla tuvo un alto costo. Algunos aportaron, sin embargo, resultados plausibles para la nación y para la Universidad, porque también hubo batallas que preservaron la autonomía y aseguraron la libertad del pensamiento.
Las arremetidas injustas mellaron, en más o en menos, la existencia y el progreso de la Universidad, y por lo tanto afectaron, con mayor o menor hondura, el servicio que ésta presta al pueblo de México: sea para la formación de los jóvenes, sea para la defensa de las causas nacionales que la Universidad preserva a través de la docencia, la investigación y la difusión de la cultura, pero también —y conjuntamente con aquéllas— mediante el despliegue del espíritu observador y crítico, siempre animoso, que ha caracterizado a esta gran universidad mexicana y que sus adversarios abiertos o encubiertos han pugnado por suprimir, contener o doblegar, hasta hoy sin éxito.
Varias generaciones han hecho su parte en la preservación del afán vital universitario, que ha perdurado a lo largo del siglo XX y arribado al XXI, tras el desafortunado episodio crítico que se impuso a la Universidad en el tránsito entre ambos siglos. Los ignorantes de la historia, los advenedizos, los oportunistas y demagogos, que escrituran la existencia de la nación y de las instituciones a partir de su propio advenimiento y confieren a una y otras la breve dimensión que sugiere su visión estrecha, suelen caer en la ocurrencia de negar el trabajo cumplido previamente. No lo hacemos así los universitarios, que solemos reconocer la tarea desarrollada por quienes nos precedieron, como título moral para reclamar la de quienes nos sucedan. La crítica razonada no impide el honrado reconocimiento.
Hay, de antes y de ahora, inquietudes reformadoras. Son legítimas y pueden ser provechosas. Algunas pudieran resultar aconsejables para enfilar el rumbo en la nueva hora. Pero existe el riesgo, muy grave, de que se desmonte la autonomía o se mediatice o se condicione en las líneas de la ley secundaria que pretendiera reglamentar las disposiciones constitucionales. Puesto en movimiento el proceso legislativo, que hasta ahora se ha contenido, difícilmente se podría acotar la reforma a ciertos puntos previstos y acordados. Pudieran surgir más entusiasmos y más tentaciones, que echen por la borda el patrimonio jurídico universitario, que ha sido, en este medio siglo, condición de vida universitaria, baluarte de la autonomía, resguardo de la libertad académica.
En varios foros —congresos, promociones individuales o colectivas, asambleas, revisiones críticas— ha surgido la propuesta de revisar o sustituir la ley Caso. He ahí un asunto delicado, como el que más, para la autonomía de la UNAM. Desde luego, no hay normas congeladas, ni instituciones perfectas. De ahí la posibilidad de la reforma jurídica, para que la suerte de las generaciones sucesivas, es decir, el torrente de la vida, no quede en manos de una sola generación legisladora. Sin embargo, la ilusión reformadora pudiera llevar a destinos inciertos, y hasta sombríos, sobre todo cuando todavía no existe madurez democrática, pacto nacional en puntos fundamentales, serenas coincidencias en torno al interés superior de la nación, que desborda, por supuesto, el inmediato y menudo interés de caudillos, facciones y partidos.
Hace tiempo, Gastón García Cantú planteó esta cuestión al rector Barros Sierra, quien repuso: “Creo que después de un poco más de 25 años, la Ley Orgánica sigue siendo un instrumento eficaz para la vida universitaria. Evidentemente es perfectible como toda ley; sin embargo, siempre que se piense en modificarla hay que recordar que esto no depende de la voluntad de los universitarios, que como toda ley, debe ser discutida y aprobada por las cámaras del Congreso; por consiguiente, hay siempre la duda de si cualquier iniciativa de reforma que mejorara este instrumento legal, no pudiera dar lugar a que prevalecieran puntos de vista distintos a los puramente universitarios. Entonces la ley resultará, en vez de mejorada, deteriorada en ese proceso de discusión y aprobación parlamentarios. Creo —concluyó— que puede mejorarse en algunos aspectos, pero si todavía sigue siendo un instrumento mayormente eficaz, creo que vale la pena no correr el riesgo”.
¿Conservan actualidad estos temores y estas razones de Barros Sierra? No pocos observan que las olas parlamentarias pudieran no ser el mejor contexto para una reforma de la Ley Orgánica, salvo que concurran otros factores que permitan dar todos los pasos hacia adelante, y ninguno hacia atrás. Hay forma de procurarlo, aunque no es sencillo conseguirlo: siempre ha existido y persistirá el deseo de devorar la Universidad y ponerla al servicio de alguna causa parcial o facciosa que la conduciría por los caminos de la aventura y desvirtuaría su naturaleza.
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