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¿Defensoría Nacional de los Derechos del Pueblo?

Defensoría Nacional de los Derechos del Pueblo

Manuel Rodríguez enuncia los logros que ha tenido la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y, desde una postura escéptica y crítica, enuncia los potenciales riesgos de su transformación en una Defensoría Nacional de los Derechos del Pueblo.


En los pasillos del poder y en las plazas públicas el viento de la controversia arrastra un tema que retumba con ecos antiguos y modernos: la desaparición de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Rosario Piedra Ibarra, su actual presidenta, ha lanzado una propuesta que algunos ven como una promesa y otros como un presagio: reemplazar a la CNDH por una Defensoría Nacional de los Derechos del Pueblo, figura que promete, al menos de palabra, ser el nuevo faro que guíe a la nación en la materia.

La simple mención de estas palabras provoca temblores en las entrañas del país, como si un mal augurio rondara las casas de quienes recuerdan el difícil sendero que México ha transitado en la defensa de los derechos humanos.

Para comprender las sombras que esta idea proyecta, hay que mirar hacia atrás y preguntarse: ¿qué papel ha desempeñado la CNDH en la vida del país y por qué su posible desaparición enciende tantas alarmas? La CNDH, como un faro en medio de la tormenta, ha sido durante más de 30 años una de las pocas instituciones que han logrado al menos poner en evidencia los abusos que recurrentemente se cometen en México en nombre del poder. Su mera existencia, independiente, reconocida en la Constitución como órgano constitucional autónomo (artículo 102, apartado B, constitucional), ha sido un contrapeso vital en un país donde la verdad a menudo se diluye entre las manos invisibles del Estado.

Imaginen, por un instante, que esa voz que denuncia las desapariciones forzadas, que alza la mano frente a la militarización desmedida, y que señala sin titubeos la tortura, desapareciera. En su lugar, nacería un concepto difuso, vaporoso, como un espejismo: los “derechos del pueblo”. Pero, ¿quién es el pueblo? ¿Y quién decide lo que es justo para él? María Clara Acosta, con la sabiduría que sólo los años de lucha pueden otorgar, advierte que esos derechos colectivos, tan vagos como inquietantes, podrían diluir la protección del individuo, dejando a los hombres y a las mujeres de carne y hueso, aquellos con nombre y apellido, a merced de un poder que podría erguirse como el único intérprete de ese ente abstracto que llaman “el pueblo”.

Aquí reside el peligro, en ese juego sinuoso donde las palabras son como serpientes escondidas entre las hojas secas. Cambiar los derechos humanos por los derechos del pueblo implica correr el riesgo de que el poder se vista de protector mientras esconde en su capa las garras del autoritarismo. La historia nos ha mostrado que muchas de las violaciones a los derechos humanos en México provienen, precisamente, de las entrañas del Estado. Entonces, ¿quién vigilará a los vigilantes? ¿Quién señalará los abusos cuando esa nueva defensoría se alinee con el discurso del gobierno, como un eco dócil que repite sin cuestionar?

Pero antes de sucumbir al miedo, recordemos los logros que la CNDH ha cosechado en su historia. No ha sido perfecta, nadie lo niega, pero ha sido una piedra en el zapato de aquellos que desearían pisotear las libertades bajo el pretexto de la seguridad. Ha sido una voz incómoda en las discusiones sobre la militarización y ha sido un actor clave en el Examen Periódico Universal de la Organización de las Naciones Unidas, donde ha contribuido a poner en la agenda internacional los derechos fundamentales que este país se compromete a respetar. Aunque sus recomendaciones no son vinculantes, han tenido el poder de incomodar a más de un político, generando una presión moral que ningún líder ha podido ignorar del todo.

Sin embargo, ahora, con el cambio de enfoque, parece que el péndulo de la historia podría oscilar hacia tiempos más oscuros. Al diluir la defensa de los derechos individuales en un mar de derechos colectivos, el peligro radica en que los ciudadanos, esos seres frágiles y mortales que viven bajo el peso del día a día, pierdan la capacidad de exigir justicia en su propia piel. Y entonces la justicia, como un barco a la deriva en un mar agitado, sin timón ni brújula, podría desaparecer entre las sombras, dejando a su paso un vacío que se llenará con discursos grandilocuentes y promesas incumplidas.

En resumen, desaparecer a la CNDH sería como apagar una luz en la casa de un pueblo que ha aprendido, con dolor, a desconfiar de las promesas del poder. La propuesta de reemplazarla por una Defensoría Nacional de los Derechos del Pueblo podría abrir una puerta peligrosa, una puerta que conduce a un país donde el Estado, en nombre de ese “pueblo” abstracto, podría justificar lo injustificable. Es, sin duda, un riesgo que México no debería permitirse correr sin antes medir cuidadosamente las consecuencias de cada paso en esta incierta danza del destino.

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