Roberto Carlos Fonseca analiza cómo la cultura de masas otorga más atención a los delincuentes que a las víctimas, especialmente en literatura, cine y televisión. En su texto explora la fascinación por los homicidas, cuestionando este enfoque y sugiriendo un mayor interés en las víctimas para equilibrar la narrativa cultural.
Aunque es una tesis que no podría comprobar ahora de manera concluyente, sostengo que en la actual cultura de masas los delincuentes reciben mucha mayor atención que las víctimas. Tanto en la literatura como en el cine, la televisión, las series de plataforma o los videojuegos son abundantes las historias en las cuales el protagonismo corresponde a los criminales. Ya sea que las obras sean pura ficción o se basen en la vida de personas reales, los delincuentes son quienes más parecen interesar al consumidor. Particularmente, las historias de homicidas puede ser que estén entre las más populares. En esas historias muchas veces las víctimas no tienen nombre, o si acaso figuran, lo hacen como personajes secundarios.
Pueden aventurarse explicaciones para ese interés morboso del público. La atracción hacia la figura del homicida puede nacer de que este crimen en sí mismo es un elemento fundacional de la tradición cultural occidental. Para apreciar esto basta remitirse al pasaje bíblico de Caín y Abel. “Cada tres hombres, un criminal y una víctima/ Ésta será la ley del mundo”, dicta el poeta José Moreno Villa al respecto. Durante muchos milenios se ha repetido la historia de los dos hermanos como arquetipo moralizante. Y lo más interesante del relato han sido los móviles de Caín y lo que ocurre con él después del fratricidio. La víctima, Abel, ha figurado casi siempre como un motivo para el crimen únicamente.
Los homicidios y otros crímenes siempre se han contado como parte de discursos morales o políticos, pero es en la literatura y en el arte contemporáneos donde la figura del delincuente y su historia alcanzan un lugar relevante. A mediados del siglo xx Jean Genet echa en cara a la sociedad burguesa cómo el arte, la literatura y los entretenimientos de sobremesa “celebran” el delito y “glorifican” al criminal, aunque en la vida real se le odie y se le desprecie. En el texto El niño criminal, Genet sostiene que los artistas y otros “hechiceros” se encargan de “domesticar” para la sociedad el “heroísmo” que para él implica el crimen, convirtiéndolo en una simulación que puede conmover y admirar.
Ya en el siglo xxi la industria del entretenimiento encuentra en estos criminales “domesticados”, homicidas incluidos, una fórmula de éxito para la producción narrativa y audiovisual. La figura del delincuente se explota mediante la utilización de estructuras técnicas que transforman el crimen en un periplo heroico para fascinar al espectador. Las audiencias actuales, con un gusto acostumbrado al consumo de esos contenidos, se conmueven ante la vida de los criminales reales o ficticios que se les muestran en las pantallas. El espectador aplaude estos programas, celebrando los destellos de lo que entiende como heroísmo o rebeldía y que lo orillan a justificar los actos delictivos. En un mundo regido por el espectáculo, en el que se han subvertido las consideraciones éticas, este elogio del crimen trasciende la vida cotidiana. Ya no sólo se ensalza al delincuente “domesticado” de las pantallas, sino que también hay muchos que encuentran delincuentes “heroicos” a los cuales admirar y justificar en la vida real.
Provoca algo de incomodidad, si no es que franca indignación, darse cuenta de ese papel protagónico que tienen el homicida y otros criminales en la vida cultural contemporánea. Hay un desequilibrio en la sociedad cuando el crimen se prohíbe y se castiga por el lado de las leyes, pero a la vez se enaltece por el lado de los productos culturales para el consumo masivo. En una época que paulatinamente ha empezado a reivindicar a las víctimas, haríamos bien como sociedad en interesarnos más por las historias de quienes han sufrido la violencia inmerecida de manos de otro. Haríamos bien en contar y atender los relatos de las víctimas y ensalzar su memoria, dejando que de las vidas de los homicidas y otros delincuentes se ocupen los criminólogos, los abogados y los jueces.Los historiadores del derecho refieren que en la época del Imperio romano se aplicó un castigo singular: la “pena de olvido”, modernamente llamada damnatio memoriae. También implementada por regímenes dictatoriales del siglo XX, esta sanción era tan simple como ambiciosa: se condenaba a una persona al olvido, a que se borrara todo recuerdo suyo de la memoria colectiva. Al notar el protagonismo que tienen los homicidas y otros criminales en el imaginario colectivo contemporáneo, ensalzados y afamados por sus actos atroces, me parece que vendría bien recuperar esa pena anacrónica, no como una sanción jurídica, sino como una reacción cultural. Haríamos bien en practicar una sana damnatio memoriae y olvidarnos de los criminales para interesarnos en las víctimas y en su verdad. Imaginemos que, después del crimen arquetípico, en lugar del destierro, el juez divino hubiera condenado al fratricida al olvido: “que no se hable de Caín y se le olvide, y que el recuerdo de Abel sea el que perdure”. Ahora que la memoria colectiva la construyen los medios de masas hay que reflexionar sobre a quiénes y por qué queremos recordar.
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