La humanidad ha imaginado tantos mundos posibles como cabezas pensantes ha habido; testimonios de estos mundos han quedado plasmados en la literatura, ya académica, ya artística, y han acompañado, históricamente, a los científicos que los traducen al código de la realidad. Pensemos, por ejemplo, en la imaginación de Arthur C. Clarke, autor de ciencia ficción, por quien fue nombrada la órbita geoestacionaria donde son colocados los satélites artificiales que hacen posibles las comunicaciones alrededor del globo; o en la de Julio Verne, quien imaginó un viaje a la Luna (De la Terre à la Lune) antes de que Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin alunizaran el Apolo 11. El pintor español del cubismo no se equivoca: todo lo que puede ser imaginado es real. Así han llegado los metaversos, las inteligencias artificiales, las criptomonedas y todo lo que alguna vez identificamos con el porvenir. El presente es, al final, el futuro imaginado; mejor dicho —volviendo a la afirmación inicial—, los presentes son los futuros imaginados. Me explico.
Las posibilidades de hacer presente el futuro imaginado corresponden a qué tanto y cómo encaminamos nuestras acciones en su sentido. Así, cada quien podrá dirigir su vida a donde la ve en el horizonte temporal, de manera que cada quien termina haciendo posible el futuro que imagina. Es factible identificar presentes diversos, y hasta incompatibles, convergiendo en las mismas coordenadas de una geografía. Hay quienes, por ejemplo, imaginan entornos pacíficos y los que, por el contrario, piensan en imponerse sobre sus compañeros de clase con brutales golpizas, hasta anular su existencia, o quienes imaginan instituciones democráticas sólidas y los que, por el contrario, piensan en reformarlas para alcanzar sus intereses personales, hasta anular su operatividad.
¿Cabe pensar en un derecho al futuro cuando las visiones individuales sobre éste se contraponen? En el contexto de incompatibles convergencias, la intolerancia diversifica los presentes y nubla las posibilidades de conjugarlos en uno solo, común, y, por ende, empaña la posibilidad de cualquier futuro, porque en la batalla por imponerse el uno sobre el resto la destrucción es inminente: se queman periodistas en televisión, maniquíes con togas en plazas públicas y migrantes encerrados en centros de detención. Tan sólo el diálogo, el reconocimiento y la conciencia sobre el presente sirven para contrarrestar el fenómeno e imaginar y construir futuros compartidos.
Herramientas para hacer posible el ejercicio del derecho al futuro ya existen y sobre ellas nos hablan las voces y las plumas que se suman a esta edición de abogacía®, que hemos dedicado a generar conciencia sobre el presente y reflexión sobre los posibles futuros y a propiciar diálogos que hagan posible pensar en la coexistencia y en entornos habitables.
Porque imaginar el futuro implica, necesariamente, pensar en un territorio habitable. Agrada la idea de tener automóviles voladores, pero con la irónica posibilidad de que éstos terminen por derretir los glaciares al otro lado del planeta ocasionando la desaparición de ciudades enteras, pues además de innecesarios, esos automóviles se vuelven incompatibles con la posibilidad de futuro. La construcción de entornos habitables es la garantía para el ejercicio de nuestro derecho al futuro. La sustentabilidad es su condición necesaria. Si lo imaginamos, ¡puede ser real!
Cordialmente,
Mateo Mansilla-Moya
Director Editorial