Escribir es un acto de justicia. Una de las magias de la era digital que hoy habitamos radica en la posibilidad de mirar lo que antes era, hasta cierto punto, invisible. Las imágenes que solíamos consumir –y, por tanto, la realidad que nos alimentaba– ya no son más las de los viejos dinosaurios de la comunicación, sino la multiplicidad de voces que antes pasaban casi inadvertidas, en silencio. La imaginería que hoy tenemos en torno a la desaparición forzada ya no puede limitarse y compararse con lo “poco” que tenemos (o que nos dejaron ver), por ejemplo, del 68. Hoy las imágenes se encuentran en manos distintas y se nos presentan como dispositivos potentes de memoria y denuncia. El atrevimiento u observación que interesa compartir es pensar el fenómeno de la desaparición forzada desde la imagen y observar que se trata –entre tantas cosas– de un problema de escritura.
De acuerdo a la Convención Internacional para la Protección de todas la Personas contra las Desapariciones Forzadas, la desaparición forzada debe entenderse como “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley.”
Ante los más de 70 mil casos registrados de desaparecidos en México, resulta interesante observar el lugar que las imágenes están teniendo, sobre todo dentro del esquema de las búsquedas, de las manifestaciones y la procuración de justicia. Los rostros de las y los ausentes deambulan por las calles, se presentan en pancartas, en nuestras redes, los compartimos, los nombramos, son llevados por las madres entre sus brazos e, incluso, se han convertido en inspiración para grandes obras de arte –como lo fue la obra del artista chino Ai Wei Wei, «Reestablecer memorias», presentada en el MUAC en 2019. La ciudad y nuestra realidad digital están atravesadas por la presencia de lo ausente, por entidades cuya referencia directa está detenida en el tiempo. Consumimos memoria y, sobre todo, el deseo por conformar expectativas de justicia.
Y no, no hablamos de un consumo en el sentido negativo con el que podría entenderse. Las imágenes de los desaparecidos están entre nosotros y el tema, por sí mismo, se ha convertido en objeto de investigación visual. La cámara fotográfica, más allá de detenerse en su posibilidad documental, comienza a ser utilizada para pensar, navegar, explorar y sublimar las heridas; con luz, los individuos, las víctimas, las familias, han comenzado a escribir allí donde la posibilidad de predicar el ser de lo ausente no es factible con la palabra. Frente a la lógica de negación, borramiento y ocultamiento del Estado ante las desapariciones, la posibilidad de decir y que ese decir pueda ser reproducible y viralizable, no sólo es desafiante, sino necesario. Presentar en imágenes la presencia de lo ausente –el rostro–, es presentar el ocultamiento de un Estado cuyos crímenes no se articularon en el pasado, sino que se perpetran cada día en que los casos no son resueltos. El tiempo de la desaparición es un tiempo distinto que sólo puede expresarse en una perífrasis pasiva: no fueron desaparecidos, sino que están siendo desaparecidos.
Al borramiento, se opone la escritura, la voz, la puesta en escena de las imágenes y las palabras que activamente señalan y evidencian al Estado. Al ocultamiento, la conformación de memorias se articula como mecanismos para la esperanza. No olvidar es tomar justicia con el propio cuerpo, oponerse a la complicidad que supondría la desmemoria. Las imágenes, los llantos, los gritos, las manifestaciones, las sombras, las búsquedas, son escrituras contra la ausencia, acciones políticas contra una entidad que, al buscar imponer el silencio, ha perdido la voz.
Ante todo esto –como bien señaló Pascual Orozco– resulta necesario volver la mirada críticamente hacia la realidad y advertir que hay derechos humanos convertidos en letra muerta, o que son ideales que requieren de acciones específicas para su materialización. Las rutas del sistema jurídico mexicano en materia de derechos humanos –señalados y pensados por Mateo Mansilla y Jorge Carreón en esta revista– no distan del ejercicio democrático y denunciativo de las y los fotógrafos que aquí presentamos. En cierta manera, además de hacer visible la realidad de un mundo atravesado y marcado por la violencia, también ponen de manifiesto la necesidad y urgencia por hacer de estos derechos una realidad en México.
Al disponer de esta breve colección de imágenes que aquí presentamos –y sin duda de aquellas que no podemos incluir en esta entrada–, no nos encontramos con manifestaciones aisladas o disímiles, sino con una cartografía de la desaparición que excede toda frontera. La fotografía, como dispositivo para la memoria y la justicia, construye puentes y habilita diálogos que trascienden al espacio mediante la afección que atraviesa la factura de las imágenes. La toma de palabra, en tanto oposición a la lógica del borramiento del Estado, establece vínculos potentes a través de la representación de la ausencia. Allí, en esas escrituras, Ayotzinapa dialoga con Radilla, con los H.I.J.O.S. de Argentina y México, con las Madres de la Plaza de Mayo, con Santiago Maldonado, en fin, con las familias que exigen tomar la palabra, contra el silencio, lo invisible, la desmemoria.
La fotografía, así, no responde en su búsqueda a la condición de ser de los desaparecidos –no puede–, sino que visibiliza a través de su lenguaje (con luz) al tiempo interrumpido para oponerlo a lo que el Estado decide mantener invisible. En imágenes se le denuncia y, a su vez, al cuerpo de funcionarios que, como Eichmann, hacen posible que la desaparición forzada sea una operación continua y sistemática sobre el tiempo.
En esta entrada presentamos el trabajo de algunas fotógrafas y fotógrafos que, a través de su lente, exploran y documentan la desaparición forzada. La persistencia del rostro de los ausentes en estas imágenes –como figura indicativa de lo que se busca y se desea poder predicar– es muestra de un componente afectivo que atraviesa y excede la realidad individual. Mostrar el rostro de lo ausente –una escritura lumínica–, es un gesto de rebeldía que, al mostrar el miedo, el terror y la esperanza a través del retrato, le hace frente a una realidad en la que activamente se disputa lo que puede ser visto.