Ante los embates políticos a los OCAs, tendentes a deslegitimarlos y eliminarlos, conviene volver a su fundamento para encontrar su sentido. La autonomía con la que la Constitución los dota, deriva de las teorías y modelos políticos que evitan la concentración del poder y lo regulan para proteger a todas las personas. Al respecto escribe el doctor Gustavo Eduardo Castañeda Camacho en esta entrega del Observatorio de Organismos Constitucionales Autónomos.
En últimas fechas han surgido voces en la palestra pública que sugieren que las funciones de los organismos constitucionales autónomos (en adelante «organismos» u «OCAs») se sometan a los poderes tradicionales del Estado o incluso hay quienes desde una postura más radical proponen su desaparición. Los argumentos que se sostienen son tan incautos, llegando a configurar falacias de tipo ad populum y ad verecundiam. Quienes argumentan mejor –aunque sesgadamente– señalan que dichos organismos se han trastocado en cotos de poder, que resultan ser onerosos y con nula representación popular.
La postura tan extremista en contra de los OCAs nos demuestra una visión autoritaria anclada a los antiguos regímenes, en la búsqueda de la aniquilación de los contrapesos al poder político. Lamentablemente, dentro de la polarización constante en la que se encuentra la sociedad resulta sencillo vender tal discurso.
Las estrategias para debilitar a los OCAs se han presentado como embestidas privativas hacia determinadas instituciones. Desde la tribuna del Ejecutivo se han obstaculizado nombramientos y cercenado presupuesto, se ha intentado restringir sus facultades e incluso se ha amenazado con su desarme. Ya desde finales del año pasado se advirtieron empeños encaminados a desmantelarlos.
Existe toda una cruzada en contra de estos organismos, caracterizada por la polémica y la ausencia de pruebas y buenos razonamientos. Los acusadores tildan a dichos organismos como una especie de burocracia áurea, con pocos beneficios para la ciudadanía. Inicuamente, se piensa que no son necesarios para el proyecto de país, optando, en primer lugar, por desgastarlos y, ahora, por suprimirlos.
Durante todo el sexenio hemos escuchado sentencias muy enérgicas, aseverando que los organismos constitucionales autónomos deben de abolirse, culpándolos de formar parte de la política neoliberal, al promover las privatizaciones y el botín de los bienes nacionales; sin embargo, la contienda por la concentración del poder político y la desacreditación de los organismos autónomos no se ha presentado de forma uniforme, aunque sí de manera reiterada.
Pareciera –o en dado caso es lo que quieren hacer ver– que los OCAs son enemigos del Estado; por ello, la actual administración los mira con cierto recelo y distantes de su agenda política. Hoy en día estamos presenciando ataques feroces en oposición a dichos órganismos; definitivamente, las relaciones entre éstos y los poderes clásicos es ríspida y tensionada.
La realidad es que existe una dificultad contramayoritaria con los organismos constitucionales autónomos; el problema radica en tratar de justificar que las decisiones que toman expertos que pertenecen a estas agencias administrativas del Estado –que no fueron elegidos a través del voto popular– puedan contradecir resoluciones que gozan de legitimidad democrática. En ese sentido, un sector de la opinión pública que desconoce la trascendencia y necesidad de las instituciones contramayoritarias, así como el uso de las autonomías constitucionales, reclama que en el sistema jurídico mexicano los organismos constitucionales autónomos dan pie a un núcleo de problemas, derivado de su carencia de legitimidad.
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En América Latina cobra especial interés la dificultad contramayoritaria, al tomar en cuenta que tales organismos autónomos se han diseñado bajo una lógica en la que se han concebido como independientes de la política, lo que significa un distanciamiento de los mandatos de aquellos poderes tradicionales. Se trata –como podemos advertir– de organismos que perderían su razón de ser, si estos poderes lograran ejercer influjos sobre sus funciones cotidianas. Ante esta hipótesis se desdibujarían los quehaceres de los organismos autónomos, pensados en un principio con el propósito de vigilar y controlar al mismísimo gobierno.
Si hiciéramos una revisión histórica de los OCAs a lo largo de diferentes países y experiencias, nos daríamos cuenta que sus aportaciones son muy positivas para la construcción del Estado constitucional, incluso –como sostiene Pierre Rosanvallon– para la legitimidad democrática. Justamente, porque este tipo de organismos proporcionan un remedio a las patologías con tintes autoritarios que padece el poder ejecutivo, las cuales se han viralizado con gravedad en fechas recientes.
Para emprender una correcta apología sobre los organismos constitucionales autónomos, debemos empezar contando el relato que le dio sustento a la modernidad: el del constitucionalismo y los derechos humanos. Se trata de una historia que buscó frenar y controlar al poder absoluto; un proceso de la razón que terminó encubando lo que hoy en día conocemos como el Estado constitucional.
Precisamente, con el florecimiento y evolución del Estado constitucional se engendró el paradigma de la fragmentación de los poderes. De esta suerte, el constitucionalismo, por un lado, y la teoría de la división de poderes, por el otro, se imaginaron como dos proyectos que en concurrencia y sincronía se encauzaron hacia un objetivo compartido: la organización del poder frente a las relaciones entre gobernantes y gobernados. En la actualidad, en dicha tarea, los OCAs se sitúan en un lugar primordial e insoslayable.
Para cumplir a cabalidad con su misión, los entes autónomos de naturaleza constitucional son fundados y estructurados directamente por la propia Ley Fundamental, sin permanecer sujetos a cualquier jerarquía de la que pudieran disponer los poderes tradicionales; es decir, no están domeñados a una línea de mando. En términos funcionales y administrativos, se autodeterminan, con la salvedad de las causales y procedimientos establecidos en la ley.
Como resulta intuitivo entender, los quehaceres y atribuciones de los organismos constitucionales autónomos no están comprendidos ni estipulados a los depositarios clásicos del poder público. Bajo esa inteligencia, a este tipo de entes se les encomiendan competencias estatales muy específicas con la intención de alcanzar un mejor control, transparencia y especialización, siempre destinándose a cumplir las exigencias y necesidades de la comunidad política.
La gran nota distintiva de tales organismos es la autonomía, la cual refleja y expresa independencia, lo que se traduce en ausencia de cualquier tipo de sumisión a un ente o poder, al momento de formular opiniones y adoptar decisiones. Dicho en otras palabras, la autonomía significa que el ejercicio de sus funciones se genera sin alguna intromisión o voluntad adulterada. La tríada tradicional en la que se divide el poder, se ha reinventado con la incorporación de los organismos constitucionales autónomos. Bajo esta tesitura, los entes autónomos que se encuentran atomizados en el andamiaje constitucional satisfacen un objetivo importantísimo en el sistema de pesos y contrapesos.
El surgimiento de los OCAs representa toda una revolución copernicana para el constitucionalismo y la división de poderes. Este último principio se ha tenido que adaptar y transformar en el escenario en que comenzaron a brotar las democracias representativas. Estamos ante la presencia de una nueva forma de entender el poder y la democracia; una dinámica inédita determinada por el incremento de las exigencias ciudadanas, las cuales deben venir acompañadas de toda una pléyade de mecanismos de control y escrutinio del poder público.
Antiguamente, las democracias concentraban el poder, dado que las comunidades eran centrípetas; no obstante, al observar las sociedades contemporáneas nos damos cuenta que se caracterizan por no tener un único foco de poder, sino diversos sitios. De esta manera, el Estado democrático que fue concebido bajo el ideal de la soberanía nacional en equidistancia a la soberanía del príncipe se condensó como una sociedad monista; empero, la comunidad existente localizada en el zócalo de las democracias es de corte pluralista.
El fenómeno que estamos describiendo se refiere, justo, a la reconfiguración del poder que dimana de las democracias monitorizadas, las cuales solicitan que dentro de los textos constitucionales se reconozcan estos centros que dibujan una nueva constelación del poder, menos concentrada y con mayores acotaciones. Es bajo este plató que los organismos constitucionales autónomos adquieren un papel crucial en lo que podríamos denominar “la nueva división de poderes”, toda vez que persiguen el restablecimiento del equilibrio mediante sus cualidades técnicas e independencia.
En la región latinoamericana, existen ejemplos emblemáticos de dichos entes autónomos, cuyas aportaciones han sido de enorme trascendencia para la articulación del régimen democrático. Uno de los grandes arquetipos lo encontramos en nuestro país y, corresponde, justamente, al Instituto Nacional Electoral (INE). No cabe duda que la edificación del INE representó un movimiento clave para alcanzar la tan anhelada transición democrática, pasando del hiper presidencialismo hacia la alternancia política.
Es imprescindible que los organismos constitucionales autónomos resguarden su vitalidad institucional, lo que supone que hay que robustecer y preservar su autonomía, haciendo frente a los ataques de los poderes fácticos y formales.
Desde el Observatorio de Organismos Constitucionales Autónomos se busca analizar, esclarecer y debatir sobre distintos tópicos problemáticos que se delinean en la teoría y en la praxis, creyendo fielmente en que estos entes son auténticos promotores de la democracia y el Estado Constitucional; razones incuestionables para seguir fortaleciéndolos.