Diciembre, un mes para perdonar

Para algunas voces, el gobierno de España debe ofrecer disculpas a México por los atropellos ocurridos durante la Conquista. Desconocen, no obstante, que desde 1836 (precisamente en el mes de diciembre) se firmó el Tratado Definitivo de Paz y Amistad entre México y España, según el cual “habrá total olvido de lo pasado y una amnistía general para todos los mexicanos y españoles sin excepción alguna”.


Anticipo que ésta no es una historia de Navidad ni tampoco tiene que ver con creencia religiosa alguna. Se trata, más bien, de un capítulo de la historia del derecho mexicano que es muy poco conocido —¿acaso deliberadamente ignorado en la actualidad?— pero que resulta fundamental para entender la reacción casi furibunda del gobierno español ante la exigencia del nuestro de que España pida perdón por los males causados durante la Conquista, hace 500 años.

Yo supongo que esta historia alguien debió saberla, pero quizá, ante la espontánea reclamación contenida en una carta, para la cual ni siquiera hubo respuesta negativa, sino un simple desdén, los funcionarios de nuestra cancillería no pudieron siquiera presentar a sus superiores un breve relato de lo que sucedió allá, en el lejano año de 1836, en el mes de diciembre precisamente, cuando se firmó en Madrid el Tratado Definitivo de Paz y de Amistad entre la monarquía española y la República mexicana, acuerdo de voluntades entre dos naciones que, entre otras cosas, resolvieron perdonarse mutuamente las ofensas proferidas y los daños causados entre ambas: “Habrá total olvido de lo pasado” se consigna textualmente en ese documento.

Este capítulo de la historia del derecho mexicano es muy poco conocido pero resulta fundamental para entender la reacción casi furibunda del gobierno español ante la exigencia del nuestro de que España pida perdón por los males causados durante la Conquista, hace 500 años.

Veamos las circunstancias: en ese año hacía ya algunos que había fallecido el principal obstáculo para la reconciliación entre ambas naciones, el rey Fernando VII, cuya soberbia le impidió aceptar que ya el Imperio español en América, salvo Cuba, se hallaba perdido para siempre, porque todos su dominios se habían independizado, formando diversas naciones libres y soberanas, entre ellas México, que los españoles llamaban “la joya de la corona”, no sólo por su población abundante sino, sobre todo, por su riqueza minera. El rey Fernando VII jamás quiso reconocer la independencia mexicana. A su muerte, la regente del reino, doña María Cristina, en nombre de su hija menor de edad, la futura reina Isabel II, bien aconsejada por ministros de talante liberal, accedió a entablar negociaciones con el gobierno mexicano con el fin de establecer relaciones diplomáticas pero, sobre todo, para acordar relaciones comerciales y dar seguridad y certeza jurídicas a los súbditos españoles que residían en México.

El gobierno mexicano del presidente José Justo Corro, un abogado por cierto en esa época en que los generales acostumbraban ejercer el poder, aceptó la solicitud española de negociar. Se designó como enviado extraordinario a don Miguel Santa María, un liberal que fungía como nuestro representante en Londres, ordenándosele trasladarse a Madrid, con instrucciones precisas y poderes suficientes para pactar a nombre de México si las propuestas españolas se ajustaban al decoro nacional y a las condiciones que, a su vez, el mexicano debería presentar a su contraparte española, el funcionario de más alto nivel de su tiempo: el presidente del consejo de ministros y que al mismo tiempo, para la ocasión, desempeñó provisionalmente el ministerio de Estado: el político también liberal don José María Calatrava, lo cual demuestra la importancia que el gobierno español quería dar al asunto.

¿Cuáles fueron los puntos a discutir? Fundamentalmente, las reclamaciones mutuas que ambos gobiernos tenían. Primero, la de índole política, particularmente la más afrentosa para México: en cumplimiento del Plan de Iguala y de los Tratados de Córdova, si bien México declaraba su independencia, deseaba conservar sólidos vínculos con España y por eso había propuesto al rey o a sus familiares que aceptaran el trono del naciente Imperio mexicano, solicitud que había sido rechazada con desprecio por Fernando VII. A José María de Calatrava no le quedó más remedio que aceptar que la necedad de ese monarca había dado como consecuencia no sólo la pérdida de México sino de toda la América española. Pero Calatrava a su vez pudo replicar, cuestionando la sangrienta violencia que durante la guerra de Independencia hubo contra los españoles, recordando particularmente las matanzas que Miguel Hidalgo ordenó en Guanajuato —donde fueron degollados cerca de 400— o en Guadalajara —cuando un centenar fueron asesinados en las barrancas cercanas—. Miguel de Santa María respondió que era simplemente el rencor ancestral tras tres siglos de dominación española.

Ambas partes, Santa María y Calatrava, decidieron dejar a un lado esos reclamos que no conducirían a nada, para entrar de lleno a lo importante: lo que había sucedido a partir de 1821. El representante mexicano tenía varias quejas que formular, especialmente la muy dolorosa para él, como veracruzano, cuando los españoles que se habían posesionado del castillo de San Juan de Ulúa bombardearon incesantemente, desde 1822 y hasta 1825, el puerto jarocho, por órdenes del rey Fernando, quien no podía contener su rabia al enterarse de la independencia mexicana. Ésta fue su inmisericorde venganza. En cambio, le demostró Santa María a Calatrava, México dio muestras de buena fe y de reconciliación: por decreto del 28 de junio de 1824 el Estado mexicano asumió toda la deuda pública, que era bastante, contraída por los gobiernos virreinales con anterioridad a la Independencia. Calatrava confesó que no lo sabía y agradeció la noticia. Sin embargo, Santa María agregó que a pesar de esto España intentó la reconquista: en 1829 un ejército español al mando del brigadier Isidro Barradas desembarcó en Tampico, pero fue derrotado. Avergonzado, Calatrava sólo pudo intentar una excusa, achacándole la culpa a la ira del difunto Fernando VII, pero pudo replicar, reclamándole al mexicano que México también tuvo su desquite: las diversas leyes que expulsaron a miles de españoles que se habían quedado después de la independencia, aceptando la promesa de que serían ya ciudadanos mexicanos. Aquí fue Santa María el que no pudo responder nada. En efecto, más de 15,000 habían sido expulsados y sus bienes confiscados.

Nuevamente, resolvieron pasar de largo ante estas recriminaciones porque tampoco podían resolverse ya. Como buenos negociadores, decidieron enfocarse en el futuro. Santa María le expresó a Calatrava los contundentes términos de sus instrucciones: México no escuchará jamás proposición alguna de España “si no está fundada en el reconocimiento absoluto de su independencia bajo la forma actual de su gobierno”, que es la republicana. Añadió que “México estaba dispuesto a tratar a la madre patria con la mayor deferencia, pues le debía el ser, el idioma, la religión, la educación y la instrucción civil y política, además de que las relaciones de intereses y parentescos eran muy poderosas”, pero advirtiendo que si el gobierno español intentaba de nuevo la reconquista, México se defendería.

Calatrava aceptó la condición mexicana, asegurando que el gobierno español y su reina gobernadora “deseaban vivamente poner término al estado de incomunicación y desavenencia que ha existido entre las dos naciones y entre los ciudadanos y súbditos de uno y otro país, y olvidar para siempre las pasadas diferencias y disensiones” porque era imperativo restablecer “las relaciones de amistad y buena armonía entre ambos pueblos, llamados naturalmente a mirarse como hermanos por sus antiguos vínculos de unión, de identidad de origen y de recíprocos intereses”.

Así planteadas las cosas, con toda claridad y dejando atrás el pasado, Miguel de Santa María y José María Calatrava pudieron firmar, el 28 de diciembre de 1836, el Tratado Definitivo de Paz y Amistad entre México y España, para que se “cimenten sobre principios de justicia y beneficencia la estrecha amistad, paz y unión que desde ahora en adelante y para siempre han de conservarse” entre las dos naciones.

Fue un acuerdo adecuado, pues España, como primer punto, accedió a la propuesta mexicana y así quedó establecido en el artículo 1° del tratado: “Su Majestad, la reina gobernadora, a nombre de su augusta hija doña Isabel II, reconoce como Nación Libre, Soberana e Independiente a la República Mexicana”. En el artículo 2, México accedió a la petición española: “Habrá total olvido de lo pasado y una amnistía general para todos los mexicanos y españoles sin excepción alguna”, por lo que los viejos enconos y rencores quedarían sepultados, pues las relaciones entre ambas naciones se regirían por los principios de la bona fide para establecer convenios especiales que regulasen de manera específica la propiedad inmueble de los españoles, sus derechos derivados de relaciones familiares, las deudas contraídas y, sobre todo, para mirar de nuevo al futuro, los pactos y las alianzas comerciales y de navegación, por las ventajas recíprocas que traerían a ambos países, con rebajas en los aranceles comerciales para beneficio mutuo. Además, España agradeció al gobierno mexicano el haber absorbido la deuda pública virreinal, declarando que desistía de cualquier reclamación en contra de la nación mexicana, señalando expresamente que “renuncia a toda pretensión al gobierno, propiedad y derecho territorial” de ese Estado libre y soberano: México.

Ésta es la breve historia de una negociación exitosa, plasmada en un tratado internacional: ambas naciones, México y España, en ese diciembre de 1836, se perdonaron mutuamente y decidieron olvidar el pasado y emprender un nuevo camino amistoso, fincado en el respeto entre los dos países y entre los ciudadanos de ambos y, especialmente, en el comercio.

¿Por qué solicitar que nos pidan perdón de nuevo? ¡Ah!, claro, porque es una cuestión política y no jurídica. Quizá por desconocer la historia de nuestro derecho internacional suceden estas cosas.

Por cierto que uno de los dos ejemplares autógrafos del documento original, firmado por los dos plenipotenciarios, que sería ratificado por ambas naciones en 1837 y promulgado como decreto al año siguiente, puede apreciarse y admirarse en la Bóveda de Tratados de nuestra cancillería. Ha sido publicada su transcripción en diversas obras, incluso de la propia Secretaría de Relaciones Exteriores y del Senado de la República, y en la actualidad hasta está disponible en internet. No es difícil ni complejo localizarlo. Lo único que puedo decir es que se trata de una lectura recomendable para este diciembre que, insisto, es el mes en que recordamos el perdón recíproco que nos dimos España y México.

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