Ante lo acontecido en una de las preparatorias de TecMilenio contra un estudiante con TDAH, Irving Arellano Regino analiza, entre las implicaciones legales, los delitos, omisiones y deberes institucionales, y señala el grave reflejo de una realidad más amplia que sigue poniendo en situación de vulnerabilidad a diversos grupos de personas.
El 11 de marzo de 2025, en el campus “Las Torres” de la preparatoria TecMilenio, en Monterrey, Nuevo León, se denunció un presunto abuso sexual contra un estudiante de 16 años con TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad). El estudiante, identificado públicamente como Rudy, señaló haber sido agredido por cinco compañeros dentro de las instalaciones escolares, específicamente en los baños del tercer piso.
El hecho detonó una oleada de indignación no solo en la comunidad educativa, sino también en redes sociales y medios de comunicación, donde la narrativa que se impuso fue clara: un joven vulnerable agredido, una institución que reaccionó con lentitud y un sistema legal que —como tantas veces— parece no estar a la altura del dolor que pretende reparar.
Lo jurídico: delitos, omisiones y deberes institucionales
Desde una perspectiva jurídica, el caso Rudy plantea tres frentes fundamentales:
1. La calificación penal del hecho:
El Código Penal del Estado de Nuevo León tipifica el abuso sexual contra menores como un delito grave, y lo agrava cuando existe violencia física, superioridad numérica o vulnerabilidad de la víctima. Si se comprueba que la agresión existió, y que fue cometida por uno o más estudiantes con violencia física y psicológica, podríamos estar ante una conducta penalmente imputable incluso siendo menores de edad, bajo los términos establecidos por la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes.
2. La responsabilidad institucional:
TecMilenio, como institución educativa privada, tiene el deber jurídico de salvaguardar la integridad de sus estudiantes dentro de sus instalaciones. La denuncia de que Rudy fue suspendido tras defenderse, mientras sus agresores no recibieron sanción inmediata, podría configurar una omisión grave en los protocolos de atención a víctimas. Además, de confirmarse una inadecuada atención médica, psicológica o legal, podría incluso derivarse una responsabilidad civil o administrativa.
3. El debido proceso y el interés superior del menor:
Toda actuación jurídica debe garantizar el derecho de la víctima a la verdad, la justicia y la reparación integral, pero también el respeto al debido proceso de los señalados. Aun en un contexto tan delicado, el sistema jurídico debe operar sin revictimizar, sin castigos ejemplares que sustituyan a la verdad procesal y sin criminalizar sin pruebas. Este equilibrio —complejo pero indispensable— es lo que hace legítimo al derecho penal.
Más allá del marco legal, el caso Rudy nos habla de una estructura social que sigue naturalizando la violencia escolar, especialmente contra jóvenes con alguna diferencia funcional o emocional. El TDAH, en este caso, pudo haber hecho de Rudy un blanco fácil. Pero el silencio, la burocracia y la lentitud institucional son las condiciones que permiten que el abuso escale.
La respuesta estudiantil fue inmediata. Las protestas en el campus TecMilenio no se limitaron a pancartas: se convirtieron en un llamado nacional por justicia. En redes, bajo el lema #JusticiaParaRudy, miles de jóvenes denunciaron situaciones similares en sus propias escuelas, mostrando que este no es un caso aislado, sino un síntoma de algo mucho más profundo.
Esta dimensión colectiva, muchas veces minimizada desde los despachos jurídicos, es esencial. Porque mientras las leyes se activan a ritmo procesal, el dolor social exige respuestas públicas, humanas y estructurales.
El gobernador de Nuevo León, Samuel García, se pronunció rápidamente sobre el caso y aseguró que se investigaría a fondo. La Fiscalía del estado anunció la revisión de cámaras, la recolección de testimonios y la apertura formal de la carpeta de investigación. Sin embargo, la presión social va más allá de un boletín institucional.
El caso Rudy representa un desafío para el aparato político en al menos tres sentidos:
1. La falta de protocolos eficaces en instituciones educativas, públicas y privadas.
2. La lentitud del sistema de justicia para responder a hechos de alto impacto social.
3. La necesidad de una legislación transversal que articule educación, salud mental, derechos humanos y justicia penal para adolescentes.
En este escenario, no basta con que los agresores —si son hallados responsables— enfrenten consecuencias legales. Lo que está en juego es la legitimidad del sistema en su conjunto: si puede proteger a quienes más lo necesitan, si puede castigar sin violencia, si puede aprender de sus errores.
¿Qué sigue en el proceso?
El caso está en fase de investigación. Rudy ya ha declarado ante la Fiscalía y ha identificado con nombre y apellido al principal agresor. Las cámaras de seguridad están siendo revisadas, y la institución ha comenzado a aplicar protocolos internos de evaluación.
Desde el punto de vista legal, podría esperarse:
• Una judicialización bajo el sistema especializado para adolescentes (si los presuntos agresores son menores).
• Medidas de protección urgentes para la víctima y su familia.
• Posibles acciones civiles o administrativas contra la institución si se acredita omisión o negligencia.
Pero más allá de lo procesal, este caso puede marcar un precedente: en cómo entendemos la violencia escolar, en cómo valoramos la diferencia, y en cómo decidimos —como sociedad— proteger a quienes no tienen voz cuando los protocolos fallan.
El caso Rudy no es un caso más. Es un espejo doloroso que refleja los vacíos legales, la normalización de la violencia y la urgencia de un sistema más sensible, más humano y más justo.
El derecho no puede seguir llegando tarde. Y la política no puede limitarse a reaccionar cuando hay presión pública. Porque detrás de cada “Rudy”, hay miles de jóvenes que, sin nombre ni protesta, siguen esperando justicia en silencio.
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