Tras haber expuesto razones y reflexiones en torno a la compra de Twitter por parte de Elon Musk, en esta entrada el autor devela las razones de su motivación, la cual, bajo la bandera de la libertad de expresión, presenta una problemática profunda –inquietante– en la escena política estadounidense.
“Libertarianism speaks to the American myth of the self-made man and the lonely pioneer on the plains. (Glorification of men is a recurring feature.) Like Marxism, it is a complete explanatory system. It appeals to supersmart engineers and others who never really grow up.”
George Packer
En mi más reciente texto (que usted puede leer aquí) argumenté que la compra de Twitter emprendida por Elon Musk era totalmente absurda desde el punto de vista financiero. ¿Para qué endeudarse y poner a Tesla en peligro por una red social que genera magros ingresos y crea dolores de cabeza constantes? Pero, si no hay un incentivo económico, ¿entonces cuál puede ser la motivación detrás de esta malhadada aventura? El propio Musk ha confesado que su motivación es puramente política, pues está preocupadísimo por la sacrosanta libertad de expresión. Estoy totalmente convencido de que efectivamente su jugada es política, pero dudo muchísimo que la libertad de expresión le quite el sueño a un hombre conocido por intimidar a sus críticos, acosar a desconocidos en Twitter, silenciar y calumniar informantes y someter a los clientes que son víctimas de autos defectuosos a estrictas mordazas legales.
En realidad lo que Musk y algunos de sus amigos plutócratas quieren es regresarle su cuenta de Twitter a Donald Trump para que vuelva a incendiar el país. Eso es todo, ese es el inconfesable objetivo que ocultan detrás del honorable manto de la libertad de expresión. ¿Pero por qué quieren al ex presidente golpista de regreso en las redes sociales? Porque creen que si el energúmeno naranja llega nuevamente a la Casa Blanca, podría detonar el fin de la democracia norteamericana. Por eso no me sorprende que, como reportaron los comunistas woke del Wall Street Journal, personajes tan siniestros como Peter Thiel y Larry Ellison estén planeando como buitres alrededor de la operación. El primero fungiendo como uno de los principales consejeros de Musk y el segundo como el inversionista que más capital ha aportado. Ellison es el CEO de Oracle y ha estado muy presente en las noticias en las últimas semanas pues el comité del Congreso encargado de investigar el golpe contra el Capitolio del seis de enero de 2021 acaba de descubrir que Ellison participó en el complot para tratar de mantener a Trump en el poder tras perder su reelección por más de siete millones de votos frente a Joe Biden.
Pero Thiel es, sin lugar a dudas, el personaje más interesante de todos, pues como el gran ideólogo del tecnolibertarismo de Silicon Valley, sus múltiples textos, entrevistas y declaraciones son esenciales para entender en qué cree realmente un tipo tan escurridizo y proteico como Musk. Thiel fue un niño solitario y brillante, ávido lector de ciencia ficción y buenísimo para las matemáticas. Gracias al trabajo del padre, la familia tuvo que mudarse de casa y país una y otra vez a lo largo de la infancia de Thiel. Esa vida de nómada acentuó la introversión del pequeño Peter, que además sufrió bullying durante buena parte de su vida escolar. La familia terminó instalándose definitivamente en el norte de California donde Peter fue admitido en Stanford. En la universidad Thiel reveló un temperamento rabiosamente reaccionario, y fundó la revista ultraconservadora Stanford Review desde donde criticaba y se mofaba de la corrección política (esto fue a finales de los ochenta y principios de los noventa. Sí, aunque usted no lo crea, esa guerra cultural no nació con el wokeismo).
La revista publicó varios textos ferozmente homófobos, en los que sus autores condenaban el sexo “antinatura” y defendían el prejuicio y el odio en contra de los homosexuales. Uno de los episodios que más me llamó la atención de la etapa universitaria de Thiel fue el caso de un estudiante que, para manifestar su repudio contra la malvada corrección política, cierta noche se paró afuera de los dormitorios del campus y gritó, a todos y a nadie, y a todo pulmón: “¡Marica! ¡Marica! ¡Ojalá te mueras de SIDA!” Ante la predecible reacción de la comunidad y las autoridades universitarias (habría que recordar que en esos años el SIDA era una misteriosa y mortífera enfermedad que estaba arrasando con la comunidad gay, y que San Francisco fue uno de sus epicentros), Thiel defendió a capa y espada tanto el creativo performance como al genial provocador que lo ejecutó. Pero, más allá del horror y el sarcasmo, lo interesante de todo este deplorable asunto es que Thiel mismo es homosexual y vivió en el closet durante décadas hasta que la irreverente revista digital Gawker lo exhibió ante el mundo. Como venganza, Thiel financió en secreto una demanda multimillonaria que llevó a la revista a la quiebra. Así de comprometida está esta gente con la “libertad de expresión” y la irreverencia. Aparentemente, esta última merece ser defendida y celebrada cuando su blanco es una minoría estigmatizada y devastada por una enfermedad mortal, pero debe rechazarse y censurarse si su objetivo es un plutócrata sociópata.
Otro detalle interesantísimo de la infame Standard Review es que en sus páginas se publicaba una insólita columna titulada Confessions of a Sexual Deviant sobre un joven heterosexual voluntariamente célibe. Sí, Thiel y sus camaradas prefiguraron a los incels varias décadas antes de que emergieran del inframundo virtual y de fosas sépticas como 4chan, o de que se convirtieran en los camisas pardas digitales del neofascismo norteamericano, aportándole millones de fieles a personajes como Trump y Musk, y cometiendo actos de violencia terrorista en el mundo real.
A finales de los 90, y tras incursionar sin pena ni gloria en el mundo legal, Thiel, financiado por su familia, fundó Thiel Capital, el fondo de inversión que lo llevó a Silicon Valley y cuyo mayor éxito fue invertir en PayPal, la startup del criptógrafo Max Levchin, y luego en Facebook donde Thiel fue miembro del consejo directivo y fungió como mentor de Mark Zuckerberg durante años. En PayPal Thiel coincidió con Musk y ambos empezaron a forjar sus respectivas fortunas. Por cierto, lo que más le atrajo de PayPal a Thiel fue su potencial “revolucionario” pues, según sus propias palabras, una cartera virtual podría provocar la “erosión del Estado nación” (la cryptofiebre, por cierto, persigue exactamente el mismo objetivo: destruir al Estado arrebatándole el monopolio del dinero). Siempre he sospechado que Thiel ve los efectos corrosivos que las redes sociales tienen sobre el tejido democrático como un arma a explotar y no como un defecto que se debe corregir.
Es por eso que siempre he dicho que el libertarismo es al liberalismo lo que la astrología es a la astronomía: la hermana loca de una mujer muy sabia.
Lo cual nos lleva a la ideología de Thiel y a las razones por las que decidió apoyar la candidatura de Trump desde el primer momento. El tecnolibertarismo de Thiel es una peligrosa mezcla de Ayn Rand, Carl Schmitt (el jurista y teórico político nazi), cristianismo apocalíptico, la teoría mimética de su maestro en Stanford René Girard y futurismo, todo esto aderezado por las ideas de una nueva cepa de fascismo cultivada en Silicon Valley y que es conocida como el “movimiento neorreaccionario” o la “ilustración oscura”. Desde hace años, Thiel es el principal mecenas y promotor de la voz más influyente de la ilustración oscura, el bloguero Curtis Yarvin, mejor conocido como Mencius Moldbug. Entre otras cosas, Yarvin cree que la democracia liberal fracasó y que debemos volver a la monarquía o a un neofeudalismo corporativo con roles de genero tradicionales. Y Thiel coincide abierta y efusivamente con él.
Pero mejor démosle la palabra al propio Thiel. Esto escribió sobre la Ilustración (la genuina, no la “oscura”) en el ensayo “The Straussian Moment”:
«Today, mere self-preservation forces all of us to look at the world anew, to think strange new thoughts, and thereby to awaken from that very long and profitable period of intellectual slumber and amnesia that is so misleadingly called the Enlightenment.»
En The Education of a libertarian Thiel exhibió su desprecio por la democracia y lamentó que los pobres y las mujeres pudieran votar:
“I no longer believe that freedom and democracy are compatible.”
“The 1920s were the last decade in American history during which one could be genuinely optimistic about politics. Since 1920, the vast increase in welfare beneficiaries and the extension of the franchise to women –two constituencies that are notoriously tough for libertarians– have rendered the notion of capitalist democracy into an oxymoron.”
Así es, según Thiel, el voto de los pobres y de las mujeres ha hecho que la democracia y el capitalismo sean incompatibles. ¿Y por qué Thiel ve con tanta nostalgia la década de los veinte? ¿Qué sucedió en los treinta que arruinó todo? ¿Hitler? No, lo que sucedió en los treinta fue Franklin Delano Roosevelt y su New Deal basado en las ideas de John Maynard Keynes. El pecado del New Deal es que demostró que el Estado puede y debe jugar un papel protagónico y virtuoso en la economía. Y esa es la herejía de herejías para los libertarios, cuyo más sagrado dogma dice que el Estado es un estorbo y que el odiado FDR fue un tirano. En realidad Roosevelt y Keynes fueron liberales de cepa, y tanto el New Deal como el Estado de bienestar que emergió tras la Segunda Guerra Mundial son conquistas liberales. Es por eso que siempre he dicho que el libertarismo es al liberalismo lo que la astrología es a la astronomía: la hermana loca de una mujer muy sabia.
Así pues, como los aristócratas de la República de Weimar, los oligarcas de Silicon Valley han elegido el fascismo sobre la democracia. Quieren usar a Trump, y a otros demagogos como J.D. Vance, para dinamitar el Estado liberal desde las entrañas. ¿Por qué? Porque los impuestos y los derechos laborales no los dejan ser “libres”. Fingen no darse cuenta de que están donde están y tienen las fortunas que tienen gracias a las instituciones que tanto desprecian y que se pagan con impuestos: el entramado jurídico sobre el que descansa el Estado de derecho, los árbitros y reguladores que garantizan mercados eficientes y justos, las universidades de élite que educan a sus ejércitos de empleados, la infraestructura física y virtual, y los programas de gobierno estilo el “Proyecto Manhattan”, el “Programa Apolo” o DARPA, que llevan décadas impulsando la innovación. ¡Tesla recibió 400 millones de dólares de la Secretaría de Energía durante la administración Obama como parte de un programa para impulsar las energías limpias!
Pero, como dice Nassim Nicholas Taleb: “Los libertarios son personas ingenuas que solo tienen pensamientos de primer orden; no saben medir las consecuencias de ciertas acciones. Esto es lo que los distingue de los liberales clásicos.” Musk y Thiel no se dan cuenta de que si su brillante plan funciona y Trump y sus huestes destruyen la República, la democracia liberal no será reemplazada por una utopía libertaria sino por una tiranía o por una distopía estilo Mad Max. Y ninguna de las dos opciones sería benéfica para ellos. Putin y Xi se han cansado de demostrar que sus respectivos oligarcas son poco menos que sus lacayos, y que sus fortunas dependen totalmente del humor del gran líder que puede retirárselas con un chasquido de dedos. Y a pesar de su ridículo machismo impostado, ni Musk ni Thiel ni Bezos triunfarían como warlords en una distopía postapocalíptica, pues los nerds sólo pueden ser machos alfa en sociedades ultrasofisticadas como las democracias liberales del siglo XXI.
Es por eso que toda esa gente ingenua (por decirle de alguna manera) que se creyó el cuento de que Súper “Elon” es un adalid de la libertad de expresión que viene a salvarnos de los inquisidores woke, me produce tanta impaciencia como ternura. Pues la libertad de expresión sólo puede existir en una democracia liberal y Elon y sus compinches sienten un profundo desprecio por el sistema político más exitoso de la historia. Pero si Musk logra apoderarse de Twitter y devolverle su cuenta a Trump, es muy probable que su plan maestro no tenga los efectos que él y sus cómplices esperan. Porque, paradójicamente, el destierro del energúmeno de las redes sociales es lo mejor que pudo pasarle al Partido Republicano, ya que ha permitido que la gente descanse mentalmente y olvide qué tan desquiciada está la bestia naranja y la amenaza que representa. Sí, no tener a Trump vomitando idioteces y vilezas las veinticuatro horas del día ha elevado significativamente la calidad de vida de la gente decente, pero si su regreso es el precio que hay que pagar para refrescarle la memoria al electorado y cerrarle el paso al fascismo encarnado por él y Thiel, entonces valdrá la pena volver a padecer esa tortura.