Guillermo Sheridan reflexiona sobre la ficción apocalíptica en México, destacando lo surrealista en la vida urbana. Explora la presencia de elementos apocalípticos en el entorno cotidiano con humor distintivo.
En México la ficción apocalíptica no es cosa de echar a andar la imaginación: es cosa de tener paciencia. Cuando pasaban hace años en los cines la película Mad Max, llena de imágenes sobre lo espantoso que iba a ser el mundo posterior a la guerra atómica en el año 5000, los mexicanos nos sentíamos timados: hacía décadas que ese méndigo futuro ya estaba en la colonia Doctores y no cobraban por mirarlo.
Esta cosa de que el peatón deambule muy quitado de la pena (es un decir) por una céntrica calle de la Ciudad de México y que de pronto haga erupción una alcantarilla, y aviente chorros de lumbre y hule incinerado y bólidos de piedra pómez, así nomás, de pronto, porque sí, como si fuera una ruta secreta al infierno, o como si allá abajo hubiera una fábrica clandestina de napalm, o de tamales, o qué, es algo que ya ha anulado lo que quedaba de incredulidad.
Esta cosa de que la tierra se desgaje, o que se abra de pronto, sin previo aviso y sin excusa de por medio, sin temblor ni invasión extraterrestre ni rayo láser ni King Kong ni prisma negro ni nada, sino pura y llanamente porque se le da la gana, y luego proceda a tragarse los coches y a la gente y las casas y a convertirlos en bolo alimenticio, sería rechazado por inverosímil hasta en el Japón, donde parieron a Mothra y a Godzilla.
Esta cosa de que haya avenidas por las que circulan microbuses, que son cubos construidos con una ingeniería orgullosamente mexicana que consiste en agarrar un motor de 600 caballos, ponerle encima 10 filas de asientos, un mofle de transbordador espacial y siluetas de señoras encueradas en las ventanas, y luego forrarlo todo de hojalata, y después atornillarle abajo cuatro neumáticos lisos, y luego retacarlo de ciudadanos inermes, y posteriormente ponerlo en manos de un chafirete que decide poner su granito de arena para controlar la explosión demográfica echando carreritas, es algo que deja al mundo de Terminator como un bebé de pecho.
Esta cosa de que el canal del desagüe pueda inundar la ciudad y haya que adaptarse a vivir como en Xochimilco y las peseras sean como las bananas de Acapulco o como pangas con motor fuera de borda, y vayan a atropellar a todos y a pasar por avenida Revolución haciendo olas de mierda, y los puestos de los ambulantes que venden el dividí porno y el jarripóter vayan a estar en chalupas bloqueando los canales y los que van en sus lanchas rápidas todos enojados y Ebrard va a tener que hacer segundos pisos para las lanchas rápidas, y las manifestaciones van a ser de pura gente con llantas y sólo caminaban una cuadra porque costaba mucho esfuerzo avanzar en mierda y los vendedores de las esquinas iban a ponerse flotis para vender sin sumirse y en las estaciones subterráneas del metro iba a aparecer una tribu de darketos mutantes rana y Ebrard decía que rechazaba la ayuda federal porque era una intromisión federal y que no quería el plan DN3 y que el ejército a los cuarteles y entonces inauguraba una nueva línea que se llamaba el lanchabús, y los lunes se iba a trabajar Ebrard en su bicilancha o en su lanchicleta y decía que la del Distrito Federal sería mierda pero mierda orgullosa de ser libre y traían a los ingenieros de Hong Kong para que hicieran flotante el aeropuerto y la gente comenzaba a construir chinampas para vivir y el gobierno creaba el chinampavit y los chinos importaban chinampas más baratas y los ricachones mandaban hacer unas torres de chinampas de lujo con penthouse, y así sucesivamente…