Elegía del neovejete

Escribí lo que sigue cuando cumplí sesenta años de edad. Lo recordé ahora que ando en la setentena porque en la catarata cotidiana de insultos que recibo por medio de las redes sociales, más o menos el 50 por ciento incluye alusiones al hecho de que me encuentro en la flor de la senectud. Es curioso, tanto como que cada vez que llegan tales insultos sienta yo la recóndita satisfacción de, en efecto, haber logrado envejecer, eso en que los insultantes son apenas aprendices…

Guillermo Sheridan


Hay formas de discriminación que se cuelan entre los resquicios de la abundante legislación igualitaria y cruzan, orondas, entre las vallas que el elemental respeto a los derechos humanos opone a la violencia contra grupos vulnerables o diferentes, históricamente maltratados por la colectiva estulticia. Actos discriminatorios fabricados con una básica y abundante compota: la mezcla de complejos (de inferioridad y/o de grandeza) y el deleite de purgarlos a como dé lugar.

El odio a Estados Unidos, por ejemplo, es una forma de discriminación sancionada culturalmente. El ciudadano estadounidense es el único ser humano al que se puede odiar sin sentir que se comete un acto de discriminación étnica. Es la única minoría en el mundo a la que se vale odiar sin temor de ofender a la razón filosófica y social que consagra la igualdad entre los seres humanos. Si los norteamericanos fueran verdes odiarlos sería el único racismo sin reconvención.

Pero quiero ir hacia otra forma de discriminación: la que se asesta a las personas que califican de “viejos”. Supongo, claro, que haber debutado como sexagenario ya me coloca entre las automáticas filas de la senectud. Alcanzar la edad que tengo, lo diré sin modestia, no me significó mayor esfuerzo. No me ufano de mi edad, ni tampoco me apena. Simplemente sucede. No es más extraño que el verso de Eliot: “Me hago viejo. Le alzaré las valencianas al pantalón”, que supongo alude al mito griego en el que los difuntos tienen que subirse a la barca de Caronte.

Pero aparecen quienes, desde la tenaz atalaya de alguna estupidez (hay tantas), juzgan que la edad de una persona amerita (pre)juicio sumario; como si de esa persona dependiese la elección de la edad; como si cumplir años se hiciera in flagrante delicto. Es un prejuicio sumario del que las más de las veces —¿hay que decirlo?— el acusado sale perdidoso. El ruidoso tribunal pasa revista a su estolidez y dicta sentencia: es usted, señor, culpable de haber cometido vejez.

(Este tribunal, claro está, otorga dispensas a quienes, a pesar de estar viejos, no son viejos, pues se han sabido sentar en una sillita correcta: por ejemplo, un dictador comunista de 87 años no califica de viejo, sino de “compañero”. Una superestrella del rocanrol puede ser septua, octo o nonagenaria, pero será por decreto forever young. Los ideólogos académicos son “don”, no viejos.)

Más allá de los ritmos biológicos que, socializados, presionan a las generaciones (digamos) precedentes, y más allá de la vanidad de sentirse decorado por los atributos de la juventud, es intrigante percibir como insulto ese canoso peyorativo. Menos intrigante es que opere como estereotipificación negativa, como un cronocentrismo, como un acto de discriminación contra un grupo particular. 

Me ocurre ya —y habrá de empeorar— ser tratado de viejo, ruco, vejete y, aun, de carcamán en las redes sociales, esa flexible escuelita montessori donde anónimos y seudónimos escupitajean de “viejos” a quienes no les simpatizan, como si carecer de la edad de quien insultan fuese una proeza personal de ellos. Una edad a la que sin embargo (en la mayoría de los casos) ellos mismos confían llegar e, incluso, dejar atrás.

Es curioso que ese peyorativo bobo, tan maxilofacial, provenga de personas que, en teoría, han cultivado su cacumen, abonado sus dendritas y quizá hasta ordeñado de su seso alguna noción rudimentaria sobre los prejuicios. Desde luego, las querellas entre antiguos y modernos, los rituales empujones y la compulsa mítica de prescindir de los estorbos es comprensible. Bien llevada, hasta es enriquecedora. Pero “viejo” no es argumento: es un prejuicio muy viejo.

El “edadismo” (ese racismo de la edad que mal traduce el concepto jurídico anglosajón ageism) se convierte en una práctica tolerada de la discriminación social. Qué pereza. A mí en lo personal, como insulto, no me afecta. Si me apena es por constatar el pobre nivel de quien lo emplea; si me enfada es por constatar la ausencia de originalidad.

Decía Groucho Marx que envejecer no tiene mérito, que sólo es cosa de vivir lo suficiente. Sin vanagloria ni humildad excesivas me he ganado el derecho de decir con Borges: “He persistido en la aproximación de la dicha y en la intimidad de la pena”.

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