Dice el Lic Andrés Manuel López Obrador, Supremo de la Patria, que “la verdadera ideología de los conservadores es la hipocresía”. La frasecita es una de sus favoritas y suele llenarse la boca de satisfacción durante sus autocelebratorias mañaneras. Dice el Supremo que es frase de Monsiváis a quien, en efecto, le molestaba la hipocresía, que para él significaba “la duplicidad política”. Pero, por orden presidencial, sus amigos y aliados, el Morena y él mismo han quedado exentos de hipocresía (ideología tampoco hay mucha…).
Una ideología (para decirlo brevemente) es un sistema de ideas que contiene unos objetivos y la estrategia para alcanzarlos. La hipocresía, por su parte, consiste en la simulación con fines interesados de creencias o ideales, sentimientos o valores de los que se carece.
Sostener que la hipocresía puede convertirse en una ideología es, obviamente, algo que Monsiváis dijo irónicamente, en tanto que la hipocresía es un defecto no sólo de los mexicanos y no sólo de los políticos. Pero al presidente se le escapa la jiribilla y lo toma en serio, lo que implica suponer que la hipocresía es un logro de las ideas, no una carencia de moralidad; que la hipocresía está hecha de convicciones, no de intereses mezquinos.
Para el Supremo, la hipocresía es sinónimo de simulación, que es lo más opuesto a él, un hombre que no es avaro, pero sí modesto, a la hora de adjudicarse todas las virtudes y cuya rectitud y sinceridad le parecen tan notorias que le permiten proponer una ideología antihipócrita, una moralidad absoluta que norme al Estado y a la patria entera; una ideología antihipócrita que imponga una moralidad social ideal que sea reflejo de su propia alma sincera no hipócrita.
Es difícil calcularlo, sobre todo cuando la hipocresía tiene tan honda raíz y acendrado arraigo en una cultura como la nuestra. El pensamiento posrevolucionario se interesó mucho en el asunto y analizó el escamoteo utilitario de la verdad a que somos proclives, así como la simulación institucionalizada que practica la clase política. Se trata de la decepción (en el sentido de engaño) de que habló Jorge Cuesta; el fingimiento que analizó Samuel Ramos; la gesticulación que ilustró Rodolfo Usigli, o el enmascaramiento que discutió Octavio Paz.
En 1938, en El gesticulador, Usigli puso en boca de su personaje César Rubio esta sentencia tajante sobre México: “Donde quiera encuentras impostores, impersonadores, simuladores; asesinos disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes, ladrones disfrazados de sabios, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de licenciados, demagogos disfrazados de hombres.”
Esta sinceridad, como se sabe, no le impidió al profesor Rubio simular ser un general revolucionario y acabar como candidato a la presidencia. Y en 1943 Paz escribió, en “La mentira de México”: “La mentira inunda la vida mexicana. Ficción en nuestra política electoral; engaño en nuestra economía, que sólo produce billetes de banco; mentira en los sistemas educativos; farsa en el movimiento obrero (que todavía no ha logrado vivir sin la ayuda del Estado); mentira otra vez en la política agraria; mentira en las relaciones amorosas; mentira en el pensamiento y en el arte; mentira por todas partes y en todas las almas. Mienten nuestros reaccionarios tanto como nuestros revolucionarios; somos gesto y apariencia y nada, ni siquiera en el arte se enfrenta a la verdad”.
Pero la hipocresía no sólo es nacional, ni sólo de una ideología. Hace cuatro siglos, en uno de sus “Sueños”, don Francisco de Quevedo escribió que “la calle mayor del mundo” es la Calle Hipocresía, donde “ninguno es lo que parece”. En esa calle “el verdugo se llama miembro de la justicia; la putería, casa; las putas, damas; amistad llaman al amancebamiento, trato a la usura, burla a la estafa, gracia a la mentira, donaire la malicia, valiente al desvergonzado y señor doctor al charlatán… De suerte que todo el hombre es mentira por cualquier parte que le examinéis, si no es que, ignorante como tú, crea las apariencias”.
En fin que, hipocresía o simulación, es un problema moral demasiado viejo y vago para hacerlo exclusivo de un grupo, de una época y, desde luego, de una nacionalidad.
No, la hipocresía no puede ser una ideología. Sí lo es la tartufada de proponerse la erradicación de la hipocresía (o de cualquier otro defecto moral) desde el poder político, con todo y la Presidencial Silla. No menos tartufa es la idea de ordenar desde ese mismo poder que sea el amor lo que guíe a los ciudadanos. La convicción de que por órdenes superiores se puede crear un “hombre nuevo” y bueno, libre de defectos, y de que aún le compete al Estado vigilar la ética individual, es algo que ha figurado en ciertas ideologías y hasta en algunos sistemas de gobierno que, invariablemente, se consideran transformacionales.
Los resultados, sobra decirlo, no mueven al entusiasmo.
Septiembre de 2011