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Entre mayorías y minorías: la reforma judicial de 2024

Emiliano Escamilla Herrera analiza la reciente reforma constitucional de 2024 en México, cuestionando su enfoque en los «privilegios» del Poder Judicial. Argumenta que el verdadero problema radica en equilibrar la voluntad mayoritaria con la protección de las minorías en un contexto de alta desigualdad y polarización. Propone que la independencia judicial es crucial para mantener la justicia y evitar que las decisiones fundamentales se sometan a la fluctuación política. La reforma debería garantizar que la Constitución sirva de protección para todos, más allá de las mayorías momentáneas.


La reforma constitucional en materia de justicia presentada el 5 de febrero de 2024, por el Presidente de la República, ha sido objeto de una discusión sumamente acalorada en las últimas semanas. Y, adelanto, lo será en los siguientes meses. Metodológicamente, considero que es pertinente situar la pregunta que entraña la iniciativa. Pareciera ser, en principio, que lo que se pretende responder es lo siguiente: ¿debe o no tener el Poder Judicial privilegios al amparo del pueblo? ¿Es admisible que unos cuantos tengan haber de retiro y permanencia en el cargo? ¿Por qué estos servidores públicos no son removibles y están sujetos a ratificación por un consejo? Si esos son los cuestionamientos que sustentan la reforma, no me cabe la menor duda que la población respondería que no son merecedores. Nadie en la sociedad tiene derecho con el erario público a reclamar privilegios que lo pongan por encima del resto de la ciudadanía. Menos aún tratándose del Poder del Estado que no sale a convivir directamente con el pueblo y que se encuentra encerrado detrás de un escritorio.

No obstante, considero que ese no es el problema de fondo. Sostengo que hay cuestionamientos de mayor calado, más escondidos, que dan cuenta del objeto de la propia reforma: ¿Cómo es posible hacer convivir un mandato popular claramente establecido por las urnas sin que afecte los derechos de las minorías? ¿Cómo pueden las mayorías autogobernarse sin que su gobierno perjudique a la minoría disidente? Me atrevo a agudizar el problema dentro del contexto mexicano. ¿Es posible lograr una convivencia entre mayorías y minorías en un contexto de alta desigualdad económica, con profundos problemas estructurales y altamente polarizado? Es un dilema sumamente difícil de solucionar. Se trata de un equilibrio de poder que ha llevado décadas, por no decir siglos, en construirse, no sólo en México, sino que en todo Occidente. Tocará al Poder Constituyente Permanente, es decir, a los legisladores federales y locales embestidos como reformadores del texto constitucional, formular un nuevo diseño institucional que refunde al modelo mexicano y, en última instancia, proponga una nueva visión de constitución en relación con otras naciones.

Permítaseme regresar unos pasos para aclarar a qué me refiero con este balance de mayorías y minorías. Cuando se habla de democracia, como lo vivimos hace unos meses, pensamos en votos, partidos políticos, elecciones, campañas, puestos de elección popular, entre otros. Desde luego que no es una concepción errónea. Hablar de democracia implica necesariamente voltear a ver dichos aspectos. Si nuestros vecinos y vecinas no cuentan nuestros votos, no tendríamos elecciones libres. Sin partidos políticos ni campañas, no tendríamos vehículos para canalizar las legítimas demandas sociales que tiene la ciudadanía. Cuando se carece de representantes populares, no se pueden llevar a cabo las modificaciones legislativas, ni ejercer un plan de gobierno. La democracia –en sí misma– es una forma de erosión de decisiones políticas para consolidar cambios sociales. Hablar de democracia significa hablar de una serie de procesos con el objetivo de formar mayorías y conminar un mandato popular. Estos votos se consolidan principalmente en los Poderes Legislativo y Ejecutivo, quienes se encargan de crear leyes y ejecutar la política pública ganadora en los procesos electorales.

Sin embargo, el impulso democrático y el establecimiento de una constitución pueden llegar a entrar en tensión. El constitucionalismo norteamericano, fuertemente influenciado por la Ilustración, se preguntó si era suficiente dejar al arbitrio de las mayorías las decisiones fundamentales de una sociedad. Se cuestionó si las condiciones que desatan valores de relevancia como la libertad o la igualdad se cumplen tan pronto el poder político es ejercido por los representantes de la mayoría. James Madison, uno de los arquitectos del texto constitucional norteamericano, niega esta tesis, pues se corre el riesgo de formar una “tiranía de las mayorías”. En ese sentido, las mayorías, por el simple hecho de serlo –aun si los procesos democráticos se ejecutan con legitimidad– no están inmunes de contravenir los valores fundamentales consagrados en la fundación de un Estado. Ante esto, los constitucionalistas norteamericanos proponen dos soluciones: o se eliminan los vaivenes políticos y los procesos democráticos que desatan esta dinámica, o bien, simplemente se crean mecanismos para contrarrestar o canalizar este poder de las mayorías. Desde luego, el contexto de liberación de la monarquía británica descalifica la primera opción, toda vez que el objetivo era precisamente fundar una democracia. De esta forma, la síntesis de esta discusión deviene en implementar procesos democráticos que tomen en cuenta las demandas mayoritarias de las personas, pero en un diseño institucional que evite el descontrol democrático.

¿Cuáles son las estrategias implementadas por el constitucionalismo? En primer lugar, retirar las materias de la discusión política que consideramos fundacionales en un Estado para colocarlas –atrincherarlas– fuera del alcance de las mayorías. Digamos, nos interesa someter a discusión y votación la política educativa que formará a los niños, niñas y adolescentes, el presupuesto destinado a hospitales y medicamentos, el aumento al salario mínimo o la estrategia de seguridad ciudadana. Esos son los temas que, en una democracia, se esperaría que estuviesen a disposición de la mayoría y que, sin lugar a dudas, son de enorme relevancia para la población en general. Sin embargo, valores y principios tan fundamentales en una comunidad como el derecho a la libertad o a la igualdad, la división entre los poderes constituidos, el desenvolvimiento del propio juego democrático o las facultades entre los órdenes de gobierno son puestos por arriba de la política y atrincherados en un texto solemne –en una constitución. En otras palabras, estaríamos de acuerdo en deliberar sobre cuál debe ser la política institucional de reforestación en una comunidad agraria e indígena, sin embargo, no sería aceptable someter a votación la validez de un acto arbitrario del Estado consistente en la expropiación infundada de un terreno en dicha comunidad.

La segunda estrategia que esboza el constitucionalismo gira en torno a quién debería ser el encargado de revisar e interpretar el contenido del texto supremo y cómo ha de hacerlo para resguardar a las minorías no favorecidas. El titular del Poder Ejecutivo sonaría a ser el candidato indicado, toda vez que tiene a su disposición el uso de las fuerzas armadas, esto es, tiene la espada para ejecutar y hacer valer sus decisiones. El constitucionalismo se sacude de dicha posibilidad, pues es justamente el Poder con mayor facultad de actuación para disponer de los contenidos resguardados y que juega estrictamente en la arena política. Qué mayor evidencia de ello que ser una entidad unipersonal con el uso pleno de las armas. Entonces, se prevé que sea el Legislativo, ya que no tiene el uso de la fuerza pública y es un órgano plural. De nueva cuenta, el constitucionalismo rechaza esta tesis, porque precisamente lo que se busca con la sustracción de los contenidos fundamentales en una constitución es proteger a los impopulares. En consecuencia, es un contrasentido que aquellos que tienen el aval popular sean a su vez quienes marquen el destino de las minorías no favorecidas –llámese disidentes políticos o personas vulnerables–, más aún cuando disponen de la facultad de restringir los medios económicos para su subsistencia, a saber, la cartera.

Entonces, ¿quién debe ser el encargado de proteger los temas atrincherados y resguardar a las minorías? ¿Cuál es el entendimiento de constitución que debe regir en el Estado? Las respuestas a estos interrogantes sostienen a que es el Poder Judicial el candidato ganador para esta tarea, porque la estrategia de restringir de la política las decisiones fundamentales de una sociedad viene acompañado con una noción jurídica de constitución. Por lo tanto, quien debe alejarse de los vaivenes políticos y atender las controversias fundacionales de una sociedad –no con la espada, tampoco con la cartera– sino con el mero uso de su raciocinio en sentencias es la judicatura. Y es hasta entonces que se necesitan garantías para resolver los temas sacros de un Estado, así como defender la suerte de los menos favorecidos. Así pues, la inamovilidad de juzgadores, el haber de retiro, la carrera judicial, la irreductibilidad de sueldos –en suma, los mal llamados “privilegios” controvertidos por la reforma judicial de 2024– no son otra cosa que garantías independencia para que la judicatura pueda trabajar en la resolución de conflictos de acuerdo con los productos resguardados en el texto supremo y, a su vez, ésta no se vea comprometida por los cambios políticos. Dichas prerrogativas ni siquiera son un beneficio irrestricto del juzgador, sino, por el contrario, un derecho del pueblo para acceder efectivamente a la justicia. En última instancia, son una barrera de protección para que, por un lado, el juzgador emita sentencia conforme a derecho y, por el otro, y más importante, para que el pueblo acceda a la justicia de manera expedita y con apego al uso de la razón.

En el fondo, la discusión sobre la reforma judicial de 2024 versa si, como sociedad, dejaremos al arbitrio de la política –de las mayorías– las decisiones fundamentales resguardadas por la Constitución Federal. Dichas mayorías son, desde luego, respaldadas por el voto popular; sin embargo, aceptar esta posibilidad implica someterse a los vaivenes que existen en la arena política. Se trata de, ni más ni menos, apostarle a un rediseño constitucional que hace indistinguible la frontera entre la razón jurídica y la embriaguez política. Reconfigurar un balance difícilmente construido en un contexto de suma desigualdad económica y con los problemas sociales que, a todas luces, aquejan a millones de mexicanos todos los días. No obstante, aun si se aprobase la reforma en los términos propuestos, es imperativo decir que la Constitución no es patrimonio de las mayorías. El texto supremo trasciende escenarios políticos y somos los ciudadanos quienes, a final de cuentas, dotamos de legitimidad a estas decisiones fundacionales del Estado. En ese sentido, el intérprete último de la Constitución –por ser titulares de ella– no es la judicatura, ni la clase política, sino cada uno de nosotros, en la individualidad, con el ejercicio de nuestra razón.

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