Platicamos con el abogado Ernesto Canales acerca de su reciente publicación ¡Hay Justicia! en la que recoge algunos de los casos más emblemáticos que ha trabajado en su trayectoria profesional y en los que destaca la importancia de proteger los juicios orales en materia penal en México.
¿Por qué publicar ¡Hay justicia!?
Ernesto Canales – La respuesta es compleja. Yo llegué al final de lo que consideré mi carrera profesional, cerrando mi despacho, al momento en que el Congreso local daba un albazo al gobernador independiente: el Partido de Acción Nacional y el Partido Revolucionario Institucional, que controlaban el Congreso local, le quitaron al gobernador la facultad de designar al fiscal anticorrupción, que era yo —fui el primero en el país— y se la adjudicaron ellos. Como yo estaba investigando las actividades de administraciones pasadas, en las que claramente había indicios de corrupción muy flagrantes, querían que ya no estuviera encabezando esa fiscalía. Yo tenía ya ochenta y piquitito años, por lo que decidí dejar mi puesto como fiscal anticorrupción y terminar mi carrera profesional. Cerré el despacho e indemnicé a más de 100 agentes, porque era un despacho grande.
Siempre me quedé con la inquietud natural de que los casos más importantes que me había tocado manejar requerían explicaciones adicionales para que fueran entendidos cabalmente por el gran público y no sólo por abogados o por gente cercana a los asuntos. No tenía ningún interés político, sino simplemente un afán de desahogo profesional sobre los casos más importantes que me había tocado manejar. Sin embargo, al mismo tiempo que estaba escribiendo sobre mis casos, el presidente Andrés Manuel López Obrador estaba escribiendo sobre cómo dar marcha atrás a la reforma de los juicios orales que yo había propuesto y cuya promulgación había encabezado. Por eso aproveché mi libro para denunciar y compartir con la ciudadanía lo que se está cocinando.
López Obrador escribió más rápido que yo y logró su propósito de destrozar los juicios orales, con la cara de la prisión oficiosa. Me cayó muy mal, porque lo estaba haciendo a finales de su sexenio, sin que hubiera sido una política que la ciudadanía conociera. Es decir, no se votó por él porque tuviera ese programa; sino, al contrario, no asumía su posición de que estaba en contra de los juicios orales, sino subrepticiamente utilizaba la cuestión de la prisión oficiosa, que consiste precisamente en que las autoridades puedan meter a la cárcel a quien quieran sin juicio previo.
En este sentido, aunque el propósito del libro originariamente era otro, lo redacté de tal forma que quedara claro qué es lo que está pasando. No es un libro sobre la reforma judicial, aunque sí menciono que André Manuel tuvo una política contra los juicios orales, sobre todo para compartir con la ciudadanía lo que significan estos juicios, con la esperanza de que más adelante regresen a México. Nos costó más de 10 años lograr la reforma de juicios orales anterior; la habíamos trabajado por todos los medios posibles para superar en nuestro país ese retraso de valores que otorga a la autoridad un poder absoluto que no va de acuerdo con la forma en que se están haciendo las cosas en el mundo.
Estoy contento de tener esta oportunidad. Me parece más importante que los casos que menciono en este libro se piensen como una defensa del sistema de juicios orales. No es un libro académico, no es chismoso, ni contiene nada que no haya sido publicado antes —no es un libro novedoso en ese sentido—, pero sí es un libro revelador tanto de las particularidades de los asuntos a los que me refiero, como de ese otro tema que tiene una importancia muchísimo mayor: la desaparición en México de los juicios orales. Me parece un primitivismo y un retroceso que no fue anunciado ni consensuado por la ciudadanía y que se llevó a cabo al final de un sexenio, lo cual me parece que es una gran perversidad.
Resulta de suma importancia que esta obra ayude a la ciudadanía a insertarse en un debate complejo y a entender cómo la eliminación de estos juicios afecta la vida de la comunidad, sobre todo en un contexto de transición de un sistema inquisitivo a uno acusatorio, más protector de las personas. Usted encabezó esta transición de un sistema penal a otro. ¿Por qué es importante defender los juicios orales?
Ernesto Canales – No se pueden hacer reformas a un sistema de justicia judicial a finales de un sexenio sin una discusión amplia, sin reflexionarlas. Es inaceptable. Yo estoy tranquilo de que no se va a sostener. En el largo plazo la justicia en México terminará rechazando esta reforma, como ya lo había hecho antes.
Los casos que menciono en mi libro develan la importancia que tiene en la vida práctica de la ciudadanía, en su día con día, el hecho de contar con un sistema abierto, en contraposición con uno totalmente autoritario, en el que no le dicen a uno por qué lo meten a la cárcel y en el que no se le la da oportunidad de demostrar su inocencia.
Me enervo todavía, no lo digiero.
¿Qué puede aportar su experiencia como fiscal anticorrupción en Nuevo León a la discusión sobre el tema?
Ernesto Canales – Yo nunca había tenido un puesto en el gobierno. A mi temprana edad —a mis casi 80 años—me invitaron a ser fiscal y yo acepté inmediatamente porque se presentaron circunstancias únicas en el país. Un gobernador electo por una mayoría amplísima, sin partido político, independiente, hacía posible analizar cualquier asunto de gobiernos pasados que hubieran estado ligados a la corrupción. No tenía conflicto de intereses, no iba a ir contra ningún correligionario suyo, puesto que él no era miembro de esos partidos. Entonces era ideal para alguien como yo que no quería hacer carrera política o burocrática, pues me permitía entender los actos de corrupción de mi estado.
Ante la sorpresa de colegas y amigos, compañeros y familiares, acepté el cargo. Pero al cabo de unos meses algunos personajes ya pedían mi cabeza. El gobernador siempre me apoyó, me dijo que no me preocupara, que él no les haría caso, y que yo siguiera adelante. Cada vez aumentaba la presión por parte de los partidos políticos y de la élite política del estado, a la cual yo conocía perfectamente gracias a mi familia centenaria en Nuevo León. Era un ambiente en el que me desenvolvía bien y con el apoyo del gobernador nada me atemorizaba.
Continué realizando mi trabajo y logré meter a la cárcel a Rodrigo Medina de la Cruz por actos de corrupción, hecho inusitado en Nuevo León y en el país. Como yo sabía que tenía poco tiempo en el gobierno —simplemente por mi edad y por la posición política de los partidos—, no me detuve a hacer las investigaciones necesarias para documentar los fraudes que cometió ese personaje. Estaba contento porque pude demostrar que sí se podía ir en contra de los actos de corrupción y que no éramos un país que necesariamente iba a ser corrupto siempre.
Pero entonces se empezó a armar un movimiento de los partidos políticos en mi contra, que se organizaron en una audiencia que no estaba prevista en ningún lado, pero que fue posible porque ellos controlaban las mayorías. Me citaron sin derecho de hacerlo, pues el Congreso no tenía autoridad sobre la Fiscalía Anticorrupción. Yo podía ignorarlos. Sin embargo, pensé que era una oportunidad para tener un conocimiento más amplio de lo que estaba sucediendo. Al entrar a la audiencia, alguien me dijo que todos estaban en actitud de linchamiento: “Usted nunca ha sido político, entonces no sabe de qué se tratan estas cosas, no sabe a qué se va a enfrentar; va a escuchar cosas sobre usted y su familia que nunca había escuchado”, agregó. Me enojó que trataran de ganar el argumento con amenazas. Le dije que yo también conocía cosas sobre sus familias y que cada vez que me hicieran alguna pregunta, yo les haría la misma. Eso cambió el ambiente. Eso fue una guerra.
Una anécdota que me gusta platicar ahora es que en ese momento Samuel García era diputado. Yo conozco a su papá y a su familia. Quien lo patrocinó, Fernando Elizondo Barragán, trabajó conmigo; había sido gobernador. Samuel y yo nos conocíamos bien. Y lo encontré con una cartulina que decía: “¡Renuncia!” Se me hacía muy deshonesta esa manera de ir en contra de una reforma estructural importante. Le pregunté: “¿No quieres pasar acá para que el auditorio te pueda ver?” y él bajó la cartulina, porque sabía que le iba a ir muy mal con la opinión pública.
Hubo muchas anécdotas que tomé de buen humor y otras que por lo menos nunca me sacaron de quicio, a pesar de los insultos. En ese entonces les aseguré que con esa audiencia me estaban ayudando en mi labor, pues le estaba dando al gran público elementos para que supieran que sí eras posible gobernar sin corrupción. En fin, hubo oportunidad de aprovechar la audiencia para impulsar mis argumentos. Al final salí de la audiencia, fui a la sala de prensa pues mi defensa también la tuve que hacer ante los medios de comunicación. De ahí fui a ver al gobernador para informarle acerca de lo que había acontecido; él me dijo que estaba encantado y reiteró que yo no debía preocuparme por nada.
Fue una experiencia muy intensa, pero nada agradable. También actué en contra de un grupo periodístico que tiene un dominio muy fuerte en la localidad porque es corrupto. Hay investigaciones en ese sentido e información que era del conocimiento público en cualquier café y en cualquier cantina de Monterrey donde se narraban sus actos ilegales cotidianos. Al dueño de este grupo yo lo fui a ver antes de tomar posesión, cuando decidí aceptar el cargo, pues sabía que iba a tener que enfrentarme con él; éramos amigos. Me dijo que no aceptara el puesto, que iba a tener que cargar con problemas que no eran míos. Yo le respondí que lo haría. Él me dijo que me arrepentiría. Y yo le aseguré que cumpliría con mi trabajo. En una comunidad relativamente pequeña como Monterrey, o Nuevo León, el conflicto de intereses es muy común. Y ciertamente esto me ofrecía un tema para escribir un libro, para sacarle provecho a la experiencia y lograr que se conociera cómo funcionaba el sistema.
Además, el cargo de fiscal es muy difícil, con todo un ambiente demagógico y de política que afecta el actuar de la persona y que pretende incidir en la forma en que el fiscal, que en principio tiene autonomía, hace su trabajo. Cuando empiezan a surgir temas de criminalidad organizada y otros tópicos álgidos sí afectan la forma en que uno hace su trabajo.
La comunidad internacional, el derecho internacional, el derecho de los derechos humanos, todos han estado de acuerdo en que la prisión preventiva oficiosa es violatoria de los derechos humanos y daña la dignidad de las personas. Sin embargo, cuando aquí se iba a eliminar, muchos gobernadores de las entidades federativas enviaron recomendaciones para que no se suprimiera. ¿Por qué oponerse a la prisión preventiva oficiosa?
Ernesto Canales – Pues, porque se le quitaba una herramienta al gobierno: la amenaza de que meter a la cárcel a sus adversarios. Entonces no quería perder ese privilegio que le permitía hacer cualquier cosa.
¿Dónde se presentará el libro?
Ernesto Canales – Se presentará en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y en la Feria del Libro de la Ciudad de México. Ante este escenario, tomé la decisión de unirme a la promoción del libro personalmente. Vamos a hacer presentaciones donde nos las pidan. Este es mi segundo libro. El primero tiene que ver con asuntos de la Fiscalía Anticorrupción. Se titula ¿Cómo nos arreglamos? a la luz del ambiente penal en el país.
Cuando en la audiencia en el congreso local —de la que ya platicamos— alguien me preguntó si yo había cometido algún acto de corrupción. Le respondí que si no lo hubiera cometido no podría haber estado aquí. La corrupción es un sistema en México. Claro que he dado mordidas cuando me he pasado en alto por querer llegar a una cita a la que iba con urgencia. Lo que queremos es que no sea normal tener que dar mordidas. Mi mamá inventó el Tratado de Libre Comercio, pues traía todas las cosas de Laredo sin pagar impuestos; por la costumbre, en la casa de la mayoría de las familias de Monterrey siempre hay productos estadounidenses.
En fin, lo que pretendo es dejar en la ciudadanía la tarea de meditar sobre la última reforma de Andrés Manuel López Obrador.
La tesis implícita en su libro, ¿es una forma de combate a la corrupción?
Ernesto Canales – Sí, es una forma de combate a la corrupción. Y de convencer a la gente de que no tenemos que vivir bajo la corrupción. México tiene todo para ser un país de leyes, no obstante que en la anterior presidencia de la República se actuó bajo las siguientes premisas: “No me vengan con que la ley es la ley” y “Al diablo con las instituciones”, que más bien invitan al desorden.
Como medio de divulgación jurídica queremos compartir experiencias como la suya que inviten a gobernar sin corrupción o dejar a un lado la indiferencia frente a las reformas que afectan la vida de las personas. ¿Nos puede contar alguna experiencia trascendental que ha tenido en este camino?
Ernesto Canales – En flagrante violación jurídica, Paula Cusi fue a la cárcel sin juicio. Yo era su abogado. Paula Cusi tenía el testamento de su marido, Emilio Azcárraga, por medio del cual le dejaba 6 por ciento de Televisa. Nunca se lo cumplieron. Televisa estuvo actuando en los tribunales para que Paula Cusi no tuviera acceso a ese derecho de heredera. Ella me encomendó el asunto, que encabecé con mi equipo durante 10 años. Logramos superar todo.
Los elevadores no funcionaban cuando la audiencia ya estaba por empezar. Hasta las luces nos saboteaban cuando había audiencia del asunto de Paula. Todo eso lo superamos y no les quedó otra que sacar las garras, utilizar el poder, mas no la ley, porque en ese tiempo la cárcel sin juicio no era permitida. Ya había pasado la reforma de los juicios orales. Llevaba yo a Paula a la última audiencia, sólo para ratificar la firma de un documento, nada importante; era un trámite. Y de ahí tenía que ejecutarse la sentencia —que no debía dictarse en otro sentido más que en el que se honrara el testamento, porque contra ese testamento no había nada más—; debía ser un juicio oral de tres horas —si se hubiera seguido el procedimiento legal—, en el que habrían perdido porque no tenían argumentos con que defenderse.
En ese momento me arrebataron a Paula. A mí me inutilizaron con una llave de esas que te obligan a besar el piso. Alcancé a gritar: “¡Auxilio, es un secuestro!” Afortunadamente, el día anterior me había llamado Genaro, un periodista de La Jornada, para pedirme datos sobre el juicio (periódicamente yo aprovechaba hacer pública cierta información para que el ambiente fuera favorable, para que los jueces se animaran para actuar con justicia), por lo que inmediatamente subió a los noticiarios lo que había acontecido esa mañana. Nos tomó todo el día averiguar a dónde se habían llevado a Paula. Ella, destrozada, decía que ya no quería nada, solamente que la sacáramos de la cárcel. La aniquilaron emocionalmente, pues ya no tenía el respaldo de Televisa y sentía que no tenía fuerzas para enfrentar a ese grupo. Yo le dije que teníamos que negociar con Televisa. Ella me dijo que les diera todo, y que, aunque no quería nada de la herencia, no la abandonáramos. La sacaron de la prisión en una cajuela. Esa es la forma de hacer justicia en México: nada de juicios orales; nada de argumentos a favor o en contra, etcétera: salir de la cárcel escondida en una cajuela. Estábamos esperándola con el notario de Televisa, en una gasolinera, enfrente del penal de Santa Martha, para que firmara su renuncia a la herencia e ir al aeropuerto con destino a París. Su herencia, de acuerdo con estimaciones conservadoras, estaba valuada en 700 millones de dólares. ¿Quién se quedó con ese dinero?, ¿cuánto le tocó al jefe de gobierno del Distrito Federal?, ¿cuánto al procurador general de justicia del Distrito Federal, que entonces era Miguel Ángel Mancera, con quien yo trataba el asunto?
En cuanto se llevaron a Paula, le hablé a Mancera y le pregunté qué estaba pasando. “No sé, no sé de qué hablas, qué barbaridad”, me respondió. ¿Cuánto dinero de esa herencia les tocó a los demás usufructuarios de Emilio Azcárraga? Éstas son preguntas que ya no tendrán respuesta. Se trató de un grave delito que ha quedado impune.