La mejor forma de gobernar es, sin duda alguna, mediante decretos. ¿Para qué perder el tiempo en consultar a los “expertos” o esperar las aprobaciones de los poderes legislativos? No cabe duda: la inmoralidad reinante, las conspiraciones de los adversarios, los ataques de la prensa y la necesidad de consolidar el proyecto de gobierno así lo justifican. Al menos eso creyeron algunos.
El presidente de la República estaba convencido de que llegó al poder porque el pueblo ya estaba harto de la “inmoralidad” y que por eso lo había llevado a la primera magistratura del país, “invistiéndolo con todas las facultades para restablecer el orden y la justicia”, porque solamente obrando con firmeza podía recuperarse “la moral pública”, tema este que le interesaba sobremanera. Así, “para poder ejercer la amplia facultad que la nación me ha concedido para la reorganización de todos los ramos de la administración pública” resolvió emitir una serie de decretos que le permitieran cumplir con su propósito.
Primero. A partir de su toma de posesión “entrarían en receso las legislaturas” y el Congreso General para que las funciones legislativas las desempeñara, mejor, un “Consejo de Estado”, cuyos miembros, por supuesto, serían nombrados por el propio presidente.
Segundo. En cuanto a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, donde tenía varios amigos, dispuso en otro decreto que los nombramientos de los ministros por haber alguna vacante en el Pleno “se proveerán por el supremo gobierno”, es decir, reiterando en forma explícita que lo serían “por el presidente de la República”.
Tercero. Por lo que toca a los gobernadores de los estados, siempre tan quisquillosos, para someterlos definitivamente dispuso en un decreto más que a esos funcionarios locales sólo les competía hacer que “se ejecuten en su estado las leyes, órdenes y todas las disposiciones que al efecto les comunique el supremo gobierno”, porque su único deber es obedecer al presidente de la República.
Cuarto. Por supuesto, la cuestión del dinero público es importante y por eso dispuso, también por decreto, que todos los bienes, los ingresos, las contribuciones y las rentas en general que tiene cada Estado “quedan desde esta fecha a disposición del supremo gobierno”, porque en este país sólo puede disponer de los recursos de la nación el presidente de la República.
Quinto. Para quienes pregunten cómo se gastará el presupuesto, en otro decreto les respondió que “para que los intereses nacionales sean convenientemente atendidos” todos los asuntos importantes en materia hacendaria que impliquen un gasto o que impongan gravámenes “se tratarán en junta de ministros” para que el presidente de la República pueda “adoptar un parecer” y tomar una decisión, quedando a los ministros la responsabilidad de ejecutar el acuerdo respectivo.
Sexto. Naturalmente, el supremo gobierno se encargará de la obra pública, como lo dice el decreto respectivo, convocando en lo posible a contratistas para elegir entre ellos “al que ofrezca mayores ventajas”, pero a juicio del presidente “el gobierno podrá dispensar su observancia, siempre que por la urgencia con que se necesite la obra no fuere posible demorarla”.
Séptimo. Como el presidente de la República sabe que la nación está de acuerdo en que toda “corporación o individuo que se oponga” a su proyecto “serán tratados como enemigos de la Independencia y de la unidad de la República”, decidió actuar con mano dura y, por eso, a través de un par de decretos dispuso que todos “los conspiradores contra el orden y la tranquilidad pública serán juzgados militarmente en consejo de guerra ordinario y castigados con la pena de muerte”. Y para que no quedara duda serían considerados como tales “los que celebren reuniones o juntas públicas o secretas con el designio de conspirar contra el orden actual, contra la autoridad del gobierno de la República, o con el fin de oponerse o de resistir a sus decretos, órdenes y disposiciones”.
Octavo. Por la misma razón se ocupó de los periódicos, sobre todo cuando publiquen escritos subversivos “que ataquen al supremo gobierno, a sus facultades y a los actos que ejerza en virtud de ellas”, o bien “que insulten el decoro del gobierno supremo con dicterios, revelación de hechos de la vida privada o imputaciones ofensivas, aunque los escritos se disfracen con sátiras, invectivas, alusiones o caricaturas”, por lo que, señala el decreto respectivo, “un periódico podrá ser suprimido, por medida de seguridad nacional, por decreto —obviamente— del presidente de la República”. Los libros tampoco se escaparían a la censura, ya que en otro decreto se dispuso también un castigo a quienes escriban, impriman, comercien o comenten “todo impreso en que se ataque o censure las providencias del gobierno o los principios que ha establecido para su régimen”.
Noveno. Como es “sabedor el señor presidente de que algunos mexicanos indignos de este nombre se atreven a propalar en conversaciones sediciosas que la nación obtendría ventajas” adoptando o imitando las costumbres o bien hasta “anexándose a los Estados Unidos”, expidió un decreto para establecer “una policía que sirva para adquirir conocimiento de las personas que viertan tales especies, a las cuales se juzgará militarmente y se castigará con la pena que la ley impone a los traidores a la patria”.
Décimo. Para demostrar que “el poder omnímodo del que se halla investido” goza del respeto, la aceptación, la confianza, el aplauso y el cariño del pueblo, decretó que se efectuara una consulta popular con el objeto de que en “todas la ciudades, villas, pueblos y lugares de la República” los ciudadanos expresen, “con plena y absoluta libertad, cuál es su voluntad” sobre la siguiente pregunta que se les hará: “Si el actual presidente de la República ha de continuar en el mando supremo de ella con las mismas facultades que hoy ejerce”, seguro de que la nación reconocerá que su “única gloria y ambición es ver algún día a México, merced a sus esfuerzos, floreciente y feliz”. Y como esta consulta arrojará como resultado “el consentimiento espontáneo de sus compatriotas”, el presidente anunció en el mismo decreto que “se someterá al sacrificio que le exija la voluntad popular”.
Undécimo. Como era obligado, en otro decreto posterior, expedido a petición del Consejo de Estado, se declaró “que fundándose en la mayoría de los votos emitidos en las juntas populares, es voluntad de la nación que el actual presidente de la República continúe en el mando de ella con las mismas amplias facultades que hoy ejerce”, y añadió explícitamente que lo será “por todo el tiempo que lo juzgare necesario para la consolidación del orden público, el aseguramiento de la integridad territorial y el completo arreglo de los ramos de la administración”.
Duodécimo. ¡Ah!, pero el Consejo de Estado le otorgó un honor todavía mayor, pues de la consulta popular también se concluyó, como se dice en el mismo decreto, que “para el caso de fallecimiento o imposibilidad física del mismo actual presidente podrá escoger sucesor, con las restricciones que creyere oportunas”. Fue buena idea que los consejeros de Estado los hubiese escogido de entre sus partidarios y amigos.
Decimotercero. El presidente meditaba si debía lanzar otro decreto más, por sugerencia de esos mismos amigos y partidarios, en el que se asentara de manera contundente que él estaba “facultado por la nación para darle la forma de gobierno que creyese más conveniente”, pero no lo consideró necesario por el momento, pues le bastaba saber que, también en un decreto, el mismo Consejo de Estado le otorgaba “el tratamiento de Alteza Serenísima”. Por lo pronto, con eso era suficiente.
Así, a través de decretos, gobernó a México Antonio López de Santa Anna durante su última estancia en la presidencia de la República, entre el 21 de abril de 1853 y el 12 de agosto de 1855. El juicio del ilustre jurista Felipe Tena Ramírez, en sus Leyes fundamentales de México, es claro y definitivo, pues afirmó que “Santa Anna se encomendó a una serie de decretos” para “adoptar la dictadura”. Por supuesto, el curioso lector puede comprobar todos los decretos que han sido mencionados en este texto en los volúmenes 6 y 7 de la famosa obra de Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación mexicana, donde hallará muchísimos más ejemplos, algunos sumamente interesantes y hasta divertidos. Claro está que esto es simplemente pasado, pues bien sabemos que la historia no se repite. Al menos eso dicen.