Hannah Arendt y la banalidad del mal

Podría pensarse que el señalamiento de un culpable es, entre otras cosas, una expresión farmacológica. Después de todo, ante el trauma, evidenciar la culpabilidad y poner en vergüenza al culpable parece constituirse como un dispositivo que posibilita una forma de castigo y habilita el sosiego. Envuelto bajo la trama del espectáculo —vieja evocación inquisitorial—, el señalamiento del culpable “alivia” y “restituye” allí donde hubo una fractura. Pero quizá sea mejor decir que el señalamiento del culpable —la puesta en evidencia—, su espectáculo y su celebración, se inscriben —a veces— más como una suerte de fantasía ante el horror, un adormecimiento frente a lo que nos parece incomprensible. Después de todo, ¿quién estaría dispuesto a compartir la mesa con un asesino y escucharlo con atención? El largometraje de la directora alemana Margarethe von Trotta, Hannah Arendt y la banalidad del mal (2012), aborda esta cuestión. 

Ambientada en 1961, la película de Von Trotta recoge no la biografía, sino la interpretación de uno de los momentos más importantes y decisivos de Hannah Arendt (Barbara Sukowa), filósofa y teórica judeoalemana quien, al leer acerca de la aprehensión —o, mejor dicho, del secuestro— del oficial nazi Adolf Eichmann a manos de la Mossad en Argentina, se ofrece a cubrir su juicio en Israel para la revista estadounidense The New Yorker

Lejos de concentrarse en los pormenores de este juicio, Von Trotta nos abre una ventana a la experiencia de Arendt al adentrarse en los misterios filosóficos del problema del mal y de la angustia. Partiendo de la escucha atenta de Eichmann observamos a una filósofa que batalla en ir más allá de los sentires y las expectativas sociales con respecto a una persona que, para ella, rompe con la idea de la monstruosidad y la genialidad y se le presenta como un don nadie. En efecto, la reiteración de Eichmann en asumirse no como un asesino sino como un mero funcionario capacitado para seguir órdenes y cumplir la ley, detonaría el cuestionamiento fundamental que llevaría a Arendt a la ignominia social: ¿cómo es posible que un don nadie, un simple burócrata incapaz de pensar y valorar moralmente sus acciones, haya podido gestionar la muerte de millones de judíos?, ¿cómo conciliar la mediocridad y la atrocidad?

Percibida como una mujer que, en un primer momento, “justificaba” las acciones del funcionario y “traicionaba” a la comunidad de la que ella era parte, Von Trotta, a través de la experiencia y el pensamiento de Arendt, nos acerca a un problema cuya vigencia sigue siendo relevante en nuestros días en un mundo en el que la renuncia a la autodeterminación pareciera ser más común de lo que creemos. Citamos un fragmento de la película: “Tratar de entender no es lo mismo que perdonar […]. En rehusarse a ser una persona, Eichmann rindió absolutamente la cualidad que más define a la humanidad: el ser capaz de pensar. Y consecuentemente, él ya no era capaz de articular juicios morales. Esta incapacidad de pensar crea la posibilidad de que muchos hombres ordinarios comentan malas acciones a gran escala como las que nunca hemos visto”.


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