¿Qué efectos producirá la llegada de Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos en la relación con nuestro país y cómo se diferenciará de la administración de su predecesor? En el presente artículo se analiza esta trascendental cuestión que, sin duda, impactará el futuro económico y político de nuestro país.
“Siempre se puede confiar en que los estadounidenses harán lo correcto… una vez que se hayan agotado todas las demás posibilidades”. Esta frase, que se atribuye a Winston Churchill, resuena tras los últimos cuatro años de una administración que parece haberse enfocado en abdicar su liderazgo dentro de la comunidad internacional.
Con Joe Biden como nuevo presidente de los Estados Unidos surge una pregunta: ¿cuál será el impacto de su llegada en la relación bilateral México-Estados Unidos?
Ésta reviste particular importancia, ya que parecería existir una falta de coincidencia ideológica entre el gobierno mexicano y el nuevo gobierno estadounidense. A pesar de que esta falta de concordancia ideológica también estaba presente con la administración de Trump, hay que recordar que había mayores coincidencias, tal y como lo reconoció el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en su carta del 12 de julio de 2018, en la que señaló que tanto él como Trump “sabemos cumplir lo que decimos y hemos enfrentado la adversidad con éxito. Conseguimos poner a nuestros votantes y ciudadanos al centro y desplazar al establishment o régimen predominante”. Trump coincidió en el mensaje, indicando que “ambos alcanzamos el triunfo electoral al proveer una visión clara para hacer nuestros países más fuertes y mejores”.
Si bien se dieron enfrentamientos como la construcción del muro, la cancelación del programa DACA, la terminación del TLCAN o la amenaza constante de imposición de aranceles si no se detenía la migración irregular proveniente de Centroamérica, entre otros, al final el gobierno de México logró identificar la estrategia de fondo que meramente buscaba adoptar medidas “llamativas” que apelaran a la base electoral que apoyaba a Trump.
Justamente, la principal característica que presumía la administración Trump de ser anti-establishment fue precisamente la que permitió la contención de sus propios intentos de implementar medidas radicales. En otras palabras, gracias a que su operar principal se mantuvo en un círculo cercano, se abrió una ventana de oportunidad para eludir el tradicional sistema de pesos y contrapesos institucionales a través de los cuales habitualmente los expertos en el tema son los que negocian los temas. Así, se identificó que la mejor manera de contener a la administración de Trump era hacerle creer que había ganado la negociación, permitir que saliera a medios de comunicación a anunciar su logro, y finalmente, en la etapa de implementación del acuerdo, se buscara diluir las medidas radicales que Trump intentaba implementar, intercambiando obligaciones de fin por obligaciones de medios. En vez de materializar lo negociado, simplemente se desplegaban acciones para argüir que se estaban realizando todos los esfuerzos posibles para lograrlo, aunque en realidad no fuera así.
Al haberle tomado la medida a la administración Trump, se entiende el desdén del gobierno mexicano ante declaraciones cada vez más agresivas, radicales y que buscaban la confrontación del entonces presidente de Estados Unidos.
De esta manera, la relación entre el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump queda perfectamente descrita en las palabras que el presidente de México le dedicó al mandatario estadounidense durante su visita a Washington, el año pasado: “Quiero agradecer una vez más al gobierno de los Estados Unidos, al presidente Trump, por su trato respetuoso, cordial, hacia nosotros, y lo que es más importante: hacia nuestro pueblo”.
Por más fuera de la realidad que parecieran dichas palabras, éstas reflejan el acotamiento de los supuestos enfrentamientos entre ambos países a un puñado de temas que resultaban de relevancia para el exmandatario estadounidense. Fuera de tal microuniverso, el grueso de la relación bilateral fluía sin problema, y la estrategia mexicana de contención permitió que al final de la administración de Trump el gobierno de México tuviera amplio margen de acción para esquivar cualquier condena a las nuevas políticas mexicanas en contra de los acuerdos pactados en el TMEC en materia energética, las restricciones a las actividades de los agentes extranjeros acreditados en México en materia de procuración de justicia y persecución del delito, o la determinación de no ejercer la acción penal en contra del general Salvador Cienfuegos.
A pesar de que la falta de una reacción más fuerte por parte del gobierno estadounidense a estas acciones implementadas en México también se debe a la coyuntura propia de la transición entre la administración Trump y Biden, la indiferencia de la administración de Trump le sustrajo la capacidad de capitalizar alguna reacción a favor de Estados Unidos por la derrota electoral. De ahí que las reacciones moderadas estadounidenses —a las acciones mexicanas— se dieran más por inercia institucional y con tan bajo perfil que casi pasaron desapercibidas.
Ante la llegada de Joe Biden, sí se espera un cambio en la relación bilateral, encauzándola nuevamente a los canales institucionales tradicionales, donde difícilmente se podrá mantener la interlocución con un puñado específico de personas, como sucedía con la administración de Trump. En otras palabras, el presidente anti-establishment se ha ido y es sustituido precisamente por alguien diametralmente opuesto, alguien que ha desarrollado toda su carrera política en el régimen político predominante.
Por estos factores es altamente probable que el contraste ideológico de ambos gobiernos se encarrile a un choque, posiblemente irremediable, pero que regresando a las formas de antaño será resuelto tras bambalinas, no con tuits o de forma pública, como se ventilaba con Donald Trump. Quizás durante el primer año de la administración Biden no se vea mucho este choque de trenes, ya que la prioridad sin duda alguna seguirá siendo la atención a la pandemia del Covid-19, el aminoramiento del daño económico que está causando y el suministro de la vacuna a la población civil.
Sin lugar a duda, la era de Trump está siendo borrada desde los primeros días de la administración de Biden, dejando sin efectos las medidas ejecutivas más polémicas y que ocuparon los reflectores en la relación bilateral: se detuvo la construcción del muro fronterizo; se dio marcha atrás a la cancelación del programa DACA; se cancelaron los Protocolos de Protección a Migrantes, que obligaban a los peticionarios de asilo a permanecer en México hasta la resolución de su petición; nuevamente se han vuelto a reinstaurar las prioridades de deportación, quitando así de la mira a miles de migrantes que no tienen antecedentes penales y llevan una vida ordinaria en territorio estadounidense, y el gobierno de Estados Unidos ha declarado que colaborará con los países centroamericanos para atajar de origen las razones por las cuales las personas migran.
Si bien este cambio de política y retórica de Estados Unidos, en conjunción con el retorno a la esfera multilateral, debe verse como un signo positivo, es importante reconocer que hasta este momento todos estos cambios solamente responden a acciones que marcan el parteaguas entre una administración y otra. El hecho que Joe Biden no sea visto como un político impredecible, como lo era Donald Trump, no debe confundirse con una administración laxa o débil. El regreso a la institucionalidad significa que habrá continuidad con las políticas tradicionales de Estados Unidos, donde muchas de las acciones que hoy en día se han implementado en México no son compatibles.
Es altamente probable que la asimetría que existe entre ambos países sea más palpable que antes, aunque los diferendos parezcan ser menores y no vayan a ser resueltos ante la opinión pública, sino tras bambalinas, con la diplomacia a puerta cerrada. El regreso a la posición tradicional de Estados Unidos significará para el gobierno de México un menor margen de acción que el tolerado por la administración de Trump. Esto, sin duda, significará un mayor empleo de falacias nominales, como el concepto romántico de soberanía, la protección de los recursos nacionales y la estigmatización de la inversión extranjera para justificar las acciones mexicanas no compatibles con la visión regional de América del Norte.
De ahora en adelante, la realidad de la relación bilateral será más difícil de leer por la discreción diplomática en la que se desarrollará. Sin embargo, podremos darnos cuenta de dónde nos encontraremos situados por los posibles litigios internacionales que se instauren por violaciones a los intereses de ambos Estados o sus nacionales, así como por el intento de alguno de los dos Estados por ganar la retórica de la diplomacia pública. Innegablemente, la realidad que viven ambas naciones obliga a las autoridades de los dos países a trabajar hombro con hombro para enfrentar los retos trasnacionales que impactan a sus sociedades. La relación bilateral continuará, tal cual, con los procesos de integración que se echaron a andar décadas atrás, pero con el galimatías de justificar ideológicamente dicho proceso bajo etiquetas no compatibles con el proceso de integración y coordinación regional.
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