Platicamos con José Ramón Narváez Hernández, experto en las relaciones entre el cine y el derecho, sobre la metodología que ha desarrollado para la formación judicial desde el cine y sobre un concepto que ha desarrollado: el necroderecho.
Háblanos un poco del binomio derecho-cine
José Ramón Narváez – Alguien vio el título de mi libro, Los jueces en el cine, y me preguntó: “¿Por qué el cine y el derecho, el cine y la justicia?, ¿cómo los relacionas?”La primera razón de lo anterior es porque soy cinéfilo, cuestión que descubrí cuando hacía el doctorado gracias al profesor que estaba a cargo de dirigir mi tesis, Paolo Capellini. Con él platiqué acerca de cine; era un tremendo cinéfilo, y eso nos unía. Durante tres años seguidos, él iba a mi casa con una película, la veíamos, y conversábamos al respecto. Cada semana me obsequiaba de tres a cinco películas. Un día me preguntó qué me parecía ¡Que viva México! de Eisenstein. Yo no la había visto y eso lo escandalizó. Me cuestionó: “¿Cómo es que un mexicano no haya visto una obra de tal calado de ese gran director de cine?” Descubrí que en México no era fácil acceder a esa película; la primera vez que la vi fue en Italia; posteriormente estuve cazando películas mexicanas por allá. Así fui fortaleciendo esa cinefilia, relacionándola con temas relativos a mi tesis de doctorado. En algún momento le pregunté a Capellini por qué no utilizaba el cine para dar clases o para escribir sobre temas de derecho —desde entonces empecé a hacerlo—. Él me dijo que no lo hacía porque para él el cine era un hobby que no tenía que involucrarse con la teoría y con la ciencia jurídica. Y me dio una serie de razones que jamás me satisficieron.
Cuando regresé a México, lo primero que hice fue generar una metodología porque me encontré con un sesgo cognitivo de muchos de mis colegas que aseguraban que al utilizar el cine como referente se demeritaba la investigación y se le restaba rigor. Mi metodología demostró, paso a paso, por qué es importante utilizar tal o cual lenguaje, tal o cual narrativa, para enseñar el derecho. Eso me ha servido no sólo para el cine, sino, en general, para casi todas las manifestaciones de la cultura o del arte en las que se expresa el derecho a la justicia.
¿Qué relaciones descubriste durante el tiempo en el que estabas escribiendo tu tesis doctoral, que te hicieron pensar que había algo entre el cine y el derecho?
José Ramón Narváez – Nunca me habían preguntado eso y hasta ahorita caigo en cuenta. No sé si tenga que ver un poco con el perfil profesional, pero los abogados tratamos de ver qué es lo que quiere el cliente o qué es lo que quiere el juez o qué es lo que quiere el jefe. En ese sentido, siempre nos estamos adaptando. Es algo que se va aprendiendo en la carrera.
En ese momento yo quería saber qué es lo que mis profesores de Italia me estaban pidiendo que yo desarrollara en mi tesis. Ellos tenían mucho interés en el tema de los pueblos originarios, pero la tesis era sobre historia del derecho, por lo que tenía que encontrar un nicho donde empezar a desarrollar esos temas. Mi tema de teoría del derecho se trataba de buscar a los excluidos del sistema y encontré que en la extensa bibliografía jurídica no había excluidos porque se daba por hecho que la igualdad jurídica emparejaba a todos: se podía discutir la diversidad o la pluralidad ahí. Ese fue un gran problema a nivel teórico: encontrar a los excluidos donde fuera. Los encontré en la literatura y en el cine; o sea, escuché esas voces en lugares donde no estarían en el derecho. Esa fue la principal razón por la que empecé a asociar estos temas.
Estaba haciendo la tesis en Florencia. Una experiencia muy curiosa —incluso dicen que es el síndrome de Stendhal—: los florentinos, como en el caso de mi profesor Paolo Grossi, ya no viven ahí; se fueron porque ahora quienes radican ahí son los migrantes, los estudiantes, los turistas. La gente de Florencia está un poco cansada de ese flujo de gente todo el tiempo. Pero para uno que llega es maravilloso porque en una esquina hay un grabado de Miguel Ángel, hay una cúpula de Brunelleschi, un Botticelli; hay una sobresaturación que para algunos espíritus y para algunas almas genera un impasse, pues uno se queda pasmado por la carga artística o semiótica que hay ahí. Como buen abogado quise aprovechar que había símbolos en todos lados. Eso me interesó en el lenguaje del arte, que en el cine se aprovecha en los planos y en la construcción de las escenas y de las imágenes. Todos los días caminaba y veía hasta encontrar los vínculos con la abogacía: escenas que representaban un juicio, descripciones sobre los abogados, críticas al Estado. Descubrí que mis profesores hacían lo mismo, pero no lo decían. Grossi, por ejemplo, era partidario de visitar muchos lugares donde se podía hacer observación sociológica, por decirlo así, como los mercados, pero también donde se hacía observación artística. Él me introdujo a la Sala de la Pace (de la Paz), en el edificio municipal de Siena, donde se pintaron estos famosos grabados de Lorenzetti —únicos en el mundo— del buen gobierno y el mal gobierno. Hay toda una historia ahí, gráfica, sobre qué es la justicia, cuáles son sus valores y cómo se identifica con otros principios.
Hay una idea del derecho y de la justicia en un enorme muro. La pregunta me ayudó a racionalizarlo, pero a partir de ahí empecé a valorar más ese elemento simbólico y artístico.
¿Cómo está la justicia representada en el cine?
José Ramón Narváez – La primera respuesta, la evidente, la obvia, es que ya Aristóteles había identificado el tema de la justicia poética, que recientemente rescató Marhta Nussbaum para el tema de la literatura. La aplicación concreta que Nussbaum le dio al análisis de la jurisprudencia o de las sentencias estadounidenses, fue el constraste con la literatura para ver si encontraba un tema ahí donde se relacionara la forma en la que los jueces interpretaban la Constitución a partir de su condición patriarcal. Ella dice que hay una justicia poética, es decir, una proporción. Podríamos decir que Aristóteles hace una especie de metáfora, porque usa la palabra justicia, o así es como ha llegado a nosotros, que obviamente es una palabra latina; un tema en el que a nivel simbólico hay una balanza que, según Nussbaum, proviene desde los egipcios, pasó por los ptolomeos y llegó a Grecia. Así que cuando Aristóteles hablaba de esa proporción estaba teniendo en cuenta juicios y jueces y esas cosas, y la justicia poética es esa proporción que debe haber donde incluso se exalta el corazón humano, como en el diálogo de Protágoras y Sócrates. La justicia es un sentido que tenemos todos los seres humanos, cuando reconocemos: “Esto es injusto”. Entonces la gente sale al ágora y habla y dice: “Esto no está bien”, que justamente usa Foucault en su libro La verdad y las formas jurídicas para decir que hay una justicia popular, o hay un sentido de justicia que tendríamos que explorar, porque al final de cuentas lo que dice Protágoras es que tribunales, los abogados, toda esa parafernalia jurídica, de alguna forma es artificial, porque por instinto las personas sabemos que es lo justo.
Al final de cuentas esa proporción está en cualquier obra de arte. En el cine —lo han dicho ya muchos filósofos y filósofas—, representa conflictos éticos, entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto. Bajo esa perspectiva se pueden encontrar imágenes de la justicia en casi cualquier película. Los principiantes, como quieren encontrar los temas explícitos, se centran en el courtroom drama (drama judicial), pero superada esa etapa de obras clásicas y de cine de autor, uno se encuentra con un mundo a su disposición.
¿Hasta qué punto el cine puede ser una herramienta crítica para cuestionar el sistema legal vigente?
José Ramón Narváez – Cuando construí esa metodología —porque había que venderla y la compró la Suprema Corte de Justicia de la Nación como una herramienta para capacitar a los jueces— les dije a los abogados que el cine nos ayuda a hacer una crítica sobre la profesión jurídica y, concretamente, sobre la administración de justicia; por eso hicimos el libro Ética, argumentación y cine, un tomo editado por la Corte, y organizamos ciclos de cine-debates por toda Iberoamérica, pensando en encontrar ahí la crítica.
Ahora, como el mundo se divide en tantas mentalidades como cabezas existen, hay quienes buscan los temas explícitos, y hay quienes entendieron el mensaje. Hay quien entendió que a través de una película puede haber catarsis y se puede llegar a criticar el mal manejo de un órgano jurisdiccional, y que para eso no se tiene que poner necesariamente una película sobre jueces, sino que puede ser sobre un jefe o una jefa déspota, para que el titular del órgano jurisdiccional entienda que así no debe hacer las cosas. De ese modo se logra un beneficio para la administración de justicia desde un lugar que uno nunca se hubiera imaginado.
Además, el cine tiene una peculiaridad que quizá no tengan otras expresiones artísticas: conjunta muchas artes y eso deriva en el manejo de muchas emociones. Cuando iniciamos con el tema de la inteligencia emocional, fue maravilloso identificar cómo la gente se veía atravesada emocionalmente por el cine, al grado de querer cambiar aquello que identificaban como erróneo. Eso tiene el cine: se puede estar hablando de algo distinto a nivel alegórico y la gente lo reconduce a su vida. En este sentido, el cine ayuda a hacer estas deconstrucciones que nos hacían falta: la perspectiva de género, la perspectiva intercultural, la perspectiva social (al Poder Judicial le ha faltado perspectiva social). Pienso en La Llorona, de Jairo Bustamante, una película conmovedora que lo introduce a uno en las luchas de género, las batallas interculturales, la lucha de las víctimas de la guerra sucia, las batallas de las desapariciones, y lo lleva a uno a un plano de justicia transicional a través del género del terror. Es espectacular lo que hace Jairo Bustamante con esa película.
En conclusión, yo pienso que sí, que el cine puede ser una herramienta crítica para cuestionar el sistema legal vigente, pero hay que cambiarnos el chip. Y eso depende de la voluntad de las personas.
Para mucha gente, el arte en general es capaz de transformar y guiar sentires sociales a nivel masivo, pero ¿puede incidir, influir o transformar el derecho?
José Ramón Narváez – Aquí lo que estaría en disputa es el concepto de derecho. Iré a la parte más difícil: al derecho entendido como ley, como sistema. ¿Podría el arte, el cine concretamente, transformarlo? Yo creo que sí, porque al final de cuentas el legislador, el operador jurídico más duro de roer, a través del cine puede entender que debe mirar a la sociedad, leer realidades y después trasladarlas al formato de ley, como lo haría un director de cine. A nadie en el derecho nos han enseñado a interpretar lo social para trasladarlo a otro formato. Nuestra educación es memorística: repetir las leyes y encontrar los artículos que corresponden al caso específico.
Por medio de una experiencia inmersiva en el cine, el operador jurídico puede identificar temas de derecho a la luz de problemas sociales y antropológicos concretos, y ver el derecho como una práctica social que tiene que ser traducida a un formato abstracto y general para poder ser interpretado posteriormente. Para ese ejercicio se vuelve necesario el cine porque permite una mediación entre distintos planos de interpretación y entre distintas realidades. En este caso, el juez que se ha acercado a las personas desde el cine puede replicar lo que ahí aprendió. Eso de pensar en las personas es algo que exige el constitucionalismo contemporáneo.
La literatura, los periódicos, las imágenes poseen formas de representar las violencias y las justicias. En algunas películas la justicia se expresa de manera natural: el malo muere de forma natural, a veces es Dios quien lo mata, a veces muere en un accidente, a veces es la justicia por mano propia la que se encarga y en otras ocasiones una justicia que se ejerce y se representa a través de los aparatos jurídicos, independientemente de la época. ¿Esas justicias deberían reproducirse?
José Ramón Narváez – Aquí lo primero que habría que decir es que el arte cuenta con un elemento fundamental para su desarrollo: la libertad. Por eso se habla de la libertad de ideas y de la libertad creativa, las cuales aporta cada artista y, en este caso, los realizadores de cine; porque quizás sea muy pobre decir el director. No, porque también el productor puede influir, los propios intérpretes y los actores, las actrices que colaboran. Hay casos en los que hasta el escenógrafo puso su granito de arena, como en El castillo de la pureza de Ripstein, que no sería lo que es sin la escenografía de Fontanals, que recrea la vecindad del padre abusador…
Lo que quiero decir con esto es que al final de cuentas se tiene que contar con esa libertad y por eso a veces uno sobreinterpreta, porque quisiera que el director nos enviara un mensaje; pero el director puede decir: “Yo no quise dar un mensaje, simplemente desarrollé una idea y allá ustedes si quieren encontrar un mensaje”. He escuchado entrevistas de directores que aseguran que no se imaginaban que iban a interpretar su obra de tal o cual manera.
Ahí hay un dilema porque, ciertamente, en algunos contextos sí tiene que haber un tipo de responsabilidad hermenéutica de los creadores, de los líderes culturales, sobre todo, por ejemplo, en países como el nuestro, porque en América Latina, en México, el arte tiene ese compromiso social, porque hay un sector que está esperando que la posición de las personas que hacen cine haga el cambio.
Pero no podríamos obligar ni forzar a nadie. Lo ideal sería que fuera así: que hubiera un cine con compromiso social. Yo de hecho se lo dije a Felipe Casals, que hacía cine social, y se molestó un poco. Me preguntó “¿Cómo crees?” Y remató: “Yo hago cine libremente, no por consigna”.
Yo diría que sí es conveniente reproducir esas justicias en las películas, pero también incluso en las otras obras de arte que no tienen ese compromiso y se hacen de un modo absolutamente libre. A lo mejor estas últimas también tienen un peso, una función, una forma de incidir en la cultura. Uno puede ir a ver la obra más escandalosa y chocante y llegar a la conclusión contraria. ¿Por qué nos gusta, por ejemplo, el cine apocalíptico? Porque uno se siente feliz de seguir vivo. Esa es la parte interesante del arte, que nos hace vivir en carne propia historias de otras personas. Eso es muy valioso porque de alguna forma uno tiene toda esta experiencia emocional sin sufrir daño alguno, sentado en una butaca o en la sala de la casa.
¿Qué es el necroderecho?
José Ramón Narváez – En la modernidad hubo una perversión, que muchas filósofas y filósofos detectaron y llamamos doble discurso, doble moral, simulación, es decir, la perversión de las cosas buenas, de las instituciones que tenemos, como el derecho y la justicia, para fines propios, egoístas, para acaparar poder. Pareciera que la modernidad descubrió cómo sofisticar este engaño al que llaman a veces unidad, Estado de derecho, principio de legalidad… Tiene muchas caras. Como dice Giorgio Agamben, esos elementos terminan volviéndose dispositivos en las manos de quien tiene el poder.
Literalmente, necroderecho es un derecho que mata. Eso no parece posible, porque el derecho está hecho para cosas buenas; el derecho contiene los derechos humanos, garantiza las libertades, permite gozar de espacios y entrar en contacto con bienes deseados. Sin embargo, te puedo dar mil ejemplos de derecho que literalmente mató a personas, en los que el derecho es una perversión.
Yo encontré que el cine hablaba bastante del necroderecho. La sociedad lo entiende mejor que el operador jurídico, quizá por una formación que obliga a uno a defenderlo, como sea, a alinearse, a cerrar filas.
¿Nos podrías dar un ejemplo de necroderecho en el cine?
José Ramón Narváez – Hay muchos. Por ejemplo, el juez Dredd, que además proviene de la cultura pop más dura, del cómic, de la novela gráfica, y después transita al cine —me quedo con la primera versión, la de Sylvester Stallone, que es torpe, ochentera—. Esta historia presenta a un juez ejecutor en una sociedad distópica, en la cual hay que atender los delitos de manera rápida, con justicia sumaria. Este juez reúne todas las características para lograrlo. En las primeras escenas lo vemos llegando en su moto, gritando como gritaba Stallone, así igual a como lo hacía en Rocky, escupiendo, y lo escuchábamos decir: “Yo soy la ley, yo soy la ley”. Le leía la sentencia a la persona y entonces le disparaba. Como toda buena historia, el tema es que ese juez ejecutor, ese funcionario público todopoderoso, de repente se convierte en el chivo expiatorio; se pasa al otro lado, se convierte en el inculpado, en el criminal que se persigue. Ese juez fue creado en un laboratorio, un poco como algunos teóricos del derecho quisieran, y se supone que haría su trabajo de manera impecable porque es un experimento controlado por el Estado y protegido por una clase judicial que ha abusado presentando el derecho de un modo; pero que en realidad lo que ha hecho es preservar el poder a costa de sacrificar a todos los disidentes incriminándolos bajo un sistema que se presumía infalible. Al invertirse los papeles —cosa que se hace mucho en la cultura popular—, uno se da cuenta de toda la simulación y de que se trataba de un sistema destinado a prevalecer en la medida en que hubiera personas para sacrificar.
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