Hijo de Víctor Velasquez, abogado defensor que litigó en los jurados populares en la primera mitad del siglo XX en México, defendiendo 89 juicios de pena de muerte sin haber perdido ninguno, Juan Velasquez se formó en el rigor militar que, hasta el día de hoy, define sus hábitos y sus valores, como la disciplina y el honor. Autodefinido simplemente como un defensor, cuenta entre sus clientes a los ex presidentes Luis Echeverría y José López Portillo, al medallista olímpico Joaquín Capilla, a David Alfaro Siqueiros, al cardenal Norberto Rivera, a ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, procuradores generales de la República, secretarios de Estado, senadores, diputados, gobernadores, empresarios y universidades públicas, ganando, entre otros casos de alto impacto, el Pemexgate. En esta entrevista, el “arquetipo del defensor”, como lo ha llamado el Instituto Federal de Defensoría Pública, nos habla de la clave de su éxito y nos ofrece su visión sobre los aspectos más relevantes del sistema de justicia en México.
¿Cómo se definiría a sí mismo Juan Velasquez?
Simplemente como un defensor de las personas privadas de su libertad. Nunca he acusado a nadie, por más que haya muchos que merezcan ser acusados y aprisionados. Ese trabajo le corresponde a los fiscales.
Desde hace décadas a usted, Juan Velasquez, se le conoce como “el abogado del diablo”, por los personajes “diabólicos” que ha defendido…
No es algo que me guste, pero tampoco puedo remediarlo.
En enero cumplió 52 años de ejercicio profesional y se dice que en todo este tiempo nunca ha perdido un caso. ¿Es verdad o sólo es un mito?
Juan Velasquez – Nunca en mis 52 años de ejercicio he perdido un juicio que implique el aprisionamiento de alguno de mis defendidos. Han llegado a estar presos en algún momento por nuestro sistema de enjuiciamiento, que primero apresa y luego averigua, pero al final de cuentas todos, absolutamente todos, han recuperado su libertad.
¿No se obtienen más aprendizajes de la derrota?
Juan Velasquez – Claro, de las derrotas se aprende, y mucho más que de las victorias. Por supuesto que también he tenido derrotas, pero durante el proceso. Equiparándolo con una pelea de box, he caído a la lona varias veces, pero me he podido levantar y he ganado la pelea. No han sido derrotas definitivas.
Alguna vez un abogado muy importante me dijo: “En la vida se pierde y se gana. Lo importante es poner en la balanza lo que se ha perdido y lo que se ha ganado”. Pero aquí estamos hablando de la libertad de las personas. Imagínese que yo dijera: “Casi todas mis defensas han sido exitosas; he conseguido la libertad de casi todos mis defendidos; sólo se han quedado presos unos cuantos”. No podría superarlo.
¿Sus defendidos siempre han sido inocentes?
Juan Velasquez – No. También he defendido a culpables. Pero, poniéndome en sus zapatos, quizá yo también habría actuado de la misma manera. Por ejemplo, durante alguna época defendí a varias autoviudas, es decir, mujeres que mataron a sus esposos. ¿Es algo terrible? Claro. Pero, ¿por qué lo hicieron? Resulta que tenían historias trágicas que más bien hacían que uno se preguntara cómo pudieron soportar tantos abusos. En esos casos me parece injusto que a los defendidos se les aprisione después del infierno que han vivido.
¿Qué lo motiva a aceptar un caso?
Acepto los casos por el reto que representan, no por los honorarios que pueda devengar. Otros, porque me pongo en los zapatos de la otra persona para entender qué sucedió.
¿Cuál es la clave de una defensa exitosa?
Juan Velasquez – Los casos se ganan o se pierden por una palabra. En un expediente de 100,000 fojas se pierde o se gana por una sola palabra, pero hay que encontrarla. Y para eso hay que estudiar el asunto.
Hay una fórmula que aprendí de un abogado imbatible en su época, que decía: “Para ganar un caso se requiere conocer la ley tan bien como el adversario, pero el caso, mejor que el adversario”. De eso depende todo.
Y es precisamente eso lo que me ha impedido saber delegar, tener socios o pasantes. No tengo la confianza de que otro encuentre esa palabra que yo trato de encontrar. Quizá la encuentre con mayor facilidad que yo. Pero ése es mi temor. A veces los abogados pierden los asuntos porque los delegan y entonces le dicen a su cliente que el juez se vendió o que el asunto es político, cuando posiblemente el juez no se vendió, y aunque el asunto hubiese sido político se habría podido ganar de haberse encontrando esa palabra.
¿La política no termina imponiéndose sobre el Derecho?
Juan Velasquez – A la larga no. Muchos juicios que he defendido han tenido una connotación política importante, pero si la política prevaleciera sobre el Derecho los habría perdido. Y nunca he perdido un caso, a pesar de las connotaciones políticas…
Mi caso estelar, el del ex presidente don Luis Echeverría, fue político. Y, comparándolo de nuevo con una pelea de box, durante el proceso tuve descalabros. Uno de ellos fue que la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó que a Luis Echeverría se le enjuiciara. El fiscal especial de aquella época aseguró en la Corte, frente a los periodistas, que ni siquiera Juan Velasquez iba a impedir que el licenciado Echeverría pisara la cárcel y lo viéramos detrás de las rejas. Sin embargo, no estuvo ni un segundo en la prisión; no pisó la cárcel: no pudieron fotografiarlo detrás de las rejas. Al final, gané la pelea.
¿Qué habilidades se requieren para triunfar?
Capacidad de análisis y de raciocinio y una forma didáctica de presentar el caso y redactarlo. Saber redactar, escribir y leer es fundamental, no sólo para la abogacía, sino para cualquier profesión.
¿Los futuros abogados están desarrollando estas habilidades?
Creo que los jóvenes de hoy no leen. El hábito de la lectura se ha ido perdiendo; los niños y los adultos leen lo mínimo posible: sólo leen los resúmenes y las frases que aparecen en internet o en las redes sociales… ¿Cómo se puede ser culto sin leer?
¿Qué lecturas les recomendaría usted, Juan Velasquez, a los abogados?
Juan Velasquez – Primero, la novela Hombres de negro, de René Vigo, publicada en 1956, que leí de muy joven y me impresionó. Los protagonistas son precisamente abogados, esos hombres vestidos de negro porque acudían togados a las cortes europeas.
Otra lectura que me marcó en mi juventud fue Los miserables, de Victor Hugo, por el retrato que hace de la injusticia que se sufre por causa de la pobreza y la desigualdad social, y por la eterna persecución legal de un delincuente redimido. Este libro me recuerda la frase de José Revueltas, escrita en los muros del Palacio Negro de Lecumberri: “En este lugar maldito donde reina la tristeza no se castiga el delito, se castiga la pobreza”.
Y el tercer libro que recomiendo es La historia de mi vida, de Clarence Darrow, en el que éste, el más célebre abogado criminalista de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos, narra sus casos más relevantes.
Se pone mucho énfasis en la capacidad de persuadir y en la necesidad de cultivar la oratoria y la elocuencia, especialmente en el sistema oral que ahora nos rige.
Juan Velasquez – La Constitución estadounidense habla de los juicios por jurados, de que las personas serán enjuiciadas por sus pares. Y eso mismo estaba establecido en la Constitución de 1917. Durante las décadas de 1920, 1930 y 1940 en México se enjuiciaba a las personas por jurados. Después desaparecieron esos jurados para todos los delitos y permanecieron para delitos de funcionarios públicos y de responsabilidad oficial. Y cuando se construyeron los reclusorios, se hicieron con salas para jurados. Todavía me tocó ver los diarios oficiales en los que aparecían las listas —como ahora de los funcionarios de casilla— de las personas que eran escogidas para servir en los jurados populares.
En esa época era muy importante la oratoria, la teatralidad, porque a fin de cuentas se trataba de impresionar a un jurado popular, formado por personas comunes y corrientes que desconocían el Derecho. Pero no me parece que esa teatralidad funcione hoy que no tenemos jurados, sino jueces.
Acostumbrado a litigar en el sistema inquisitivo, ¿qué opinión tiene acerca del sistema penal acusatorio?
Juan Velasquez – Este nuevo sistema de enjuiciamiento es una mala copia del enjuiciamiento estadounidense, hasta en los términos. En Estados Unidos existe desde la Constitución de 1787, de modo que hay mucha doctrina, experiencia y dinero para que opere.
Sin embargo, creo que sí tiene algunas ventajas. Primera: que los datos de prueba se desahogan ante el juez. Antes el Ministerio Público, como autoridad, practicaba una averiguación previa y tenía fe pública; interrogaba al denunciante y a los testigos y éstos ya no comparecían en el juicio, porque su declaración ya había sido rendida ante la autoridad pública. Segunda: que el juez está presente en el juicio. Antes los jueces estaban en sus oficinas dictando sentencias y los secretarios de los juzgados eran quienes actuaban como si fueran jueces. Y otra ventaja es la existencia de medios alternos de solución de controversias, porque le dan salida a los procedimientos.
Sin embargo, no todo lo pasado era malo, y ahora, no todo es bueno.
¿Qué fallas advierte ahora?
Hay un problema muy grave: como los jueces deben respetar los principios de continuidad, concentración e inmediatez, tienen que estar presentes en los juicios, y éstos tienen que llevarse a cabo de principio a fin. Antes un juzgado estaba dedicado, en un día, a cuatro o cinco juicios, pero ahora todo el juzgado tiene que dedicarse a un solo juicio. ¿Cuántos se van a poder substanciar? Entonces la alternativa son los procedimientos abreviados en los que se admiten las confesiones de los acusados. Pero podría suceder que en un sistema congestionado se busque la salida fácil de una confesión en detrimento de quienes tienen menos defensa. Esto aún no ha sucedido en México por la impunidad que tenemos del 99 por ciento de los casos, de modo que sólo 1 por ciento llega a un tribunal —en Estados Unidos el porcentaje de casos que llega a un juicio de oralidad es del 5 por ciento; si llegara al 6 por ciento el sistema entero colapsaría—.
¿Qué recomendaciones haría para corregir estos errores?
Que se asignen recursos para las fiscalías y para la administración de justicia. Todo lo contrario a lo que está sucediendo con el pretexto de la austeridad. Los tribunales tienen que conformarse con los pocos recursos que les dan. A veces, cuando voy a pedir una copia certificada, me dicen que yo lleve el papel, porque ellos no tienen. Mientras no haya voluntad para mejorar las cosas, no habrá solución.
¿Confía en el Poder Judicial?
Mi experiencia con el Poder Judicial es buena. Nunca un juzgador me ha pedido dinero para decidir un juicio, a pesar de que, en general, viven en un ambiente de precariedad. Por lo que yo he visto, los jueces son competentes y honorables. Sobre todo en el Poder Judicial de la Federación; son íntegros, independientes y valientes. Hay exámenes muy rigurosos para llegar a ser juez, para las promociones, para llegar a ser magistrado.
Sin embargo, desde la más alta tribuna del país continuamente se le acusa de corrupción, de estar al servicio de los grupos de intereses creados…
Por desconocimiento, por creer que no debemos atenernos a la ley, sino a la justicia, que es un término muy subjetivo. Claro, tenemos la definición de Ulpiano: “Dar a cada quien lo que le corresponde”. Pero pensemos, por ejemplo, en dos viejitas; una de ellas propietaria de un departamento que le renta a la otra para vivir. De pronto, la que renta el departamento deja de pagar porque no tiene dinero. Que la echen del departamento puede parecer injusto, pero también que deje de pagar la renta. Entonces se tiene que aplicar la ley, que es lo único que puede evitar la anarquía.
México vive en la anarquía, pues cada quien hace lo que se le pega la gana, sin consecuencias. No hay respeto a la autoridad, por los edificios públicos ni por la ley. Y si se aplica la ley, se acusa a la policía de represión. Vivimos en un caos, en una impunidad del 99 por ciento. De cada 100 delitos que se cometen solamente uno se castiga. Y más aún si tenemos una política de resolver las cosas con “abrazos”.
Usted es un gran admirador de dos instituciones: las Fuerzas Armadas y la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ha dicho que son las que sostienen al país. ¿El ejército es la solución al problema de seguridad pública que vivimos?
A los militares malamente se les ha involucrado en tareas de seguridad pública, porque por mandato constitucional están encargados de la seguridad nacional, lo cual se refiere a la defensa exterior del país, y a la seguridad interior, entendida como la garantía de la estabilidad de las instituciones. El problema es que en México la delincuencia organizada ya está poniendo en peligro la estabilidad de las instituciones del Estado, la seguridad interior, por lo cual las Fuerzas Armadas se han visto obligadas, con el respaldo constitucional, a actuar en defensa de la estabilidad de las instituciones afectadas por la delincuencia organizada. Es un problema gravísimo, en México hay territorios ingobernados.
¿México es un Estado fallido?
Aún no, pero hemos ido escalando en el Índice de Estados fallidos. Y si no ponemos un remedio, hacia allá vamos. México es el segundo país más violento del mundo, sólo después de Siria, que está en guerra. En nuestro país las cifras de muertos, desaparecidos y desplazados son escalofriantes; hay cientos de miles, más que en las guerras de Vietnam, Afganistán e Iraq juntas. Y todo esto sucede a pesar de las penas de prisión.
Entonces, ¿las prisiones no funcionan?
Las prisiones mexicanas están inmersas en la miseria, la desolación, la promiscuidad, la violencia, la sobrepoblación, el hacinamiento y la corrupción. Conozco las prisiones desde hace 70 años, cuando mi papá, que era penalista, me llevaba de niño a sus juicios, y no han cambiado. Al contrario, han empeorado —con excepción de las prisiones de máxima seguridad—.
En las prisiones los verdaderos delincuentes simple y sencillamente van a graduarse. Hay otros presos que delinquen por oportunidad o por necesidad; esos son encarcelados y al final de cuentas salen escarmentados.
¿Qué piensa de la prisión preventiva? Especialmente en los casos mediáticos tan conocidos en que es difícil garantizar la comparecencia de los procesados.
La prisión preventiva es un castigo anticipado y es contraria a la presunción de inocencia. Todos entendemos que si a alguien que se presume inocente después de un juicio se le declara culpable, entonces merece la pena de prisión y debe compurgarla. Pero en nuestro sistema la pena se impone desde el primer momento del enjuiciamiento. No hay absolutamente ninguna diferencia entre el castigo y el aprisionamiento preventivo.
Si una persona es acusada de un delito, digamos homicidio, que amerita prisión preventiva oficiosa, pero no hay pruebas claras de que lo cometió, vive en la Ciudad de México, ahí está su trabajo, su casa, las escuelas de sus hijos y sus cuentas de banco, no podría, por ejemplo, dar su casa en garantía de que no va a escapar. Porque absurdamente se piensa que la libertad provisional, la libertad durante el juicio, implica impunidad.
Sobre la prisión preventiva hay una frase lapidaria de Francesco Carnelutti en un libro cuyo título lo dice todo, Las miserias del proceso: “La justicia humana hace sufrir a los hombres no porque sean culpables sino para saber si lo son, mediante el proceso, que es una tortura”.
Pero en México los legisladores quieren que a los acusados los aprisionen desde el primer momento de una acusación para “castigarlos”.
Sin embargo, la experiencia en México es que quien presuntamente comete esos delitos que ameritan prisión preventiva de oficio sí tratan de evadir la acción de la justicia.
Porque falta un primer eslabón, sin el cual la cadena del nuevo sistema no puede funcionar para tener como resultado una sentencia condenatoria. Ese eslabón es la policía. No tenemos una policía científica. Y mientras no la haya, el sistema estará condenado a fracasar.