La democracia constitucional: una nota

Partidos políticos, elecciones, división de poderes, soberanía, Constitución, derechos humanos… ¿Qué significado tienen y cómo se articulan todos estos conceptos para hacer posible la coexistencia de los individuos en una sociedad? Con un enfoque pedagógico, Miguel Carbonell nos lleva de la mano para comprender en qué consiste una “democracia constitucional”.


Cuando pensamos qué es la democracia y cómo se ejerce, inmediatamente vienen a nuestra mente imágenes relacionadas con los partidos políticos, las campañas electorales, la publicidad que hacen los candidatos, la jornada electoral, el conteo de votos, el trabajo de diputados y senadores, etcétera.

Todo eso, en efecto, es parte de lo que se debe entender por democracia. Si no existiera alguno de esos elementos no podría hablarse de que en un país hay democracia. No la hay si la existencia de partidos políticos está prohibida, si los candidatos no pueden hacer campañas electorales en las cuales se expresen con amplitud y libremente sobre todos los temas que afectan a la sociedad, si no se permite que los ciudadanos voten o si sus votos no son contados correctamente, si los representantes populares no pueden reunirse para discutir y aprobar las reformas que necesita un país o una región, etcétera.

Ahora bien, los regímenes democráticos contemporáneos suelen caracterizarse como “democracias constitucionales”.1 Es decir, se trata de una forma de organización política que intenta ser democrática y que para lograrlo se dota de un texto jurídico que tiene la máxima jerarquía normativa llamado Constitución, el cual recoge en un nivel muy general las decisiones básicas de una determinada comunidad política.

Desde su surgimiento, las constituciones han tenido dos tipos de contenidos: han establecido los derechos de las personas o de los ciudadanos y han organizado lo que se conoce como la división de poderes. Esos dos elementos integran lo que suele llamarse el “contenido mínimo” de cualquier Constitución.

Con el paso del tiempo los textos constitucionales han ido incorporando otro tipo de contenidos (por ejemplo, preceptos relativos a la economía, al régimen de responsabilidades de los funcionarios, a cuestiones territoriales, entre otros muchos temas), pero siempre sobre la base articuladora de los derechos fundamentales de las personas y de la división del poder.

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De esa forma, las reglas básicas de funcionamiento de la democracia han sido plasmadas expresamente en la Constitución, pero además (en una especie de círculo virtuoso) los contenidos constitucionales que acabamos de señalar han venido a robustecer y enriquecer la forma en que se entiende el significado de la propia democracia.

En efecto, las constituciones establecen:

a) cómo se debe competir por alcanzar los puestos de representación popular (las condiciones de la contienda electoral);

b) la forma en que se deben ejercer tales puestos y las facultades de sus titulares (el proceso legislativo, la dirección de la política exterior, los nombramientos de los principales funcionarios del Estado, el mando sobre las fuerzas armadas, por mencionar sólo algunos ejemplos).

Todo lo anterior supone una “dimensión formal” de la democracia, vinculada con dos procesos de toma de decisiones esenciales en cualquier régimen democrático: 1) quién gobierna y 2) cómo gobierna.2

Por ejemplo, en ese nivel, llamado “formal o procedimental” de la democracia constitucional, se establecen las cuestiones que determinan si un país tiene un régimen parlamentario o uno presidencial, si los legisladores son electos por tres o por seis años, si el presidente puede o no reelegirse, el tiempo de duración de las campañas electorales, los requisitos para formar nuevos partidos políticos, etcétera. Las reglas vinculadas con la división de poderes suelen ser una extensión lógica de esas determinaciones.3

Por su parte, el establecimiento a nivel constitucional de un catálogo de derechos humanos añade una dimensión ya no formal sino “sustancial” al régimen democrático, puesto que indica lo que no pueden hacer los gobernantes y lo que no pueden dejar de hacer. No es un juego de palabras: las constituciones establecen mandatos que obligan a las autoridades a “abstenerse” de realizar ciertas conductas, y otros mandatos que las obligan a “hacer” ciertas cosas, tomar determinadas decisiones o alcanzar algunos objetivos.

Podemos poner algunos ejemplos evidentes que explican lo que se acaba de señalar. Si la Constitución establece que toda persona tiene libertad de expresión, eso significa que ninguna autoridad puede imponer la censura respecto de lo que quiera decir o escribir alguien. Si la Constitución establece que existe libertad de tránsito, eso implica que las autoridades no pueden detenernos de forma injustificada ni pueden impedir que nos desplacemos de un lugar a otro de la República. Esos ejemplos ilustran la dimensión de los derechos humanos a partir de la cual hay cosas que las autoridades (y los particulares, en casi todos los casos) no pueden hacer.

De la misma forma, si la Constitución señala que tenemos derecho a la educación, eso significa que las autoridades no pueden dejar de hacer ciertas cosas; por ejemplo, no pueden dejar de prever un presupuesto para el sistema educativo, no pueden dejar de construir la infraestructura necesaria para que se puedan tomar clases, no pueden dejar de contratar maestros, de equipar las aulas y laboratorios, de diseñar los planes de estudios, de establecer los requisitos para el acreditamiento de los niveles académicos, de expedir los títulos que correspondan a la obtención de cada grado académico, etcétera.

Algo parecido podría decirse con respecto al derecho a la salud, el derecho a la vivienda, el derecho al agua, el derecho a la alimentación o el derecho al medio ambiente. Todos esos derechos, establecidos constitucionalmente, ordenan tareas a cargo del Estado; si los poderes públicos no las cumplen, estarían violando la Constitución.4

La dimensión sustancial de la democracia, en consecuencia con lo que acabamos de señalar, no se refiere a procedimientos y elecciones, sino al contenido del régimen democrático: lo que la democracia puede hacer concretamente para mejorar la vida de los seres humanos. Por eso los derechos humanos son la mejor forma de expresión de todos los valores que caracterizan a un sistema político democrático.

Los derechos humanos son la expresión de valores tan democráticos como la igualdad, la libertad, la seguridad jurídica, los derechos de los pueblos, la tolerancia religiosa, etcétera. Al establecer en la Constitución una lista de derechos fundamentales, lo que en realidad estamos haciendo es “juridificar” la democracia: darle forma jurídica y otorgarle de esa manera sustancia y contenido.5

De acuerdo con lo anterior, se puede afirmar que los conceptos de democracia y de constitucionalismo se nutren recíprocamente y dependen uno de otro. El constitucionalismo juridifica la democracia y le da forma expresa a través de la normatividad jurídica. La democracia, por su parte, es el régimen que en la práctica hace posible que se materialicen los valores de libertad, igualdad y seguridad jurídica que conforman la columna vertebral del constitucionalismo.

La democracia constitucional es un régimen de gobierno que mezcla principios formales y sustanciales: por un lado, las normas formales relativas a quién y cómo gobierna; por otro, las normas sustanciales que indican lo que puede ser realizado por las autoridades y lo que no puede dejar de ser llevado a cabo, como expresión de los mandatos a través de los cuales se recogen los derechos fundamentales.

De esta forma, la democracia de nuestros días asegura los iguales derechos de todas las personas y convierte en realidad el principio de la soberanía, el cual pasa de ser entendido como cualidad del Estado o de la nación (la soberanía nacional, como había sido planteada desde el surgimiento del Estado moderno), a ser una expresión de los derechos fundamentales de todas las personas. El individuo es, por lo tanto, el verdadero soberano, como titular de los derechos de libertad, de igualdad y sociales que le permiten desarrollar una vida dotada de sentidos y significados elegidos por él mismo y por nadie más; una vida que esté ajena a actos arbitrarios provenientes de poderes públicos y privados, que sea desarrollada con plenitud y de forma consciente.

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Notas:
  1. Una concepción muy afortunada de lo que es la democracia constitucional, como modelo evolucionado pero todavía incompleto, puede verse en Luigi Ferrajoli, Democracia y garantismo, Miguel Carbonell (ed.), 2ª ed., Madrid, Trotta, 2010, pp. 25 y ss.[]
  2. Sobre este punto, Luigi Ferrajoli señala que la concepción formal o procedimental de la democracia la identifica simplemente conforme a formas y procedimientos: “La identifica, en una palabra, por el quién (el pueblo o sus representantes) y el cómo (la regla de la mayoría) de las decisiones, independientemente de sus contenidos, es decir, de qué viene decidido”, Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia, t. II, Madrid, Trotta, 2011, p. 9.[]
  3. Luigi Ferrajoli ha expuesto una concepción moderna de la división de poderes en Democracia y garantismo, op. cit., pp. 102-109; también en Principia Iuris, t II, op. cit., pp. 191 y ss.[]
  4. Miguel Carbonell, “Las obligaciones del Estado en el artículo 1º de la Constitución mexicana”, en Miguel Carbonell y Pedro Salazar (coords.), La reforma constitucional en materia de derechos humanos: un nuevo paradigma, 3ª ed., México, Porrúa/UNAM, 2013, pp. 63-102.[]
  5. La idea de que la Constitución convierte en derecho (o “juridifica”) la democracia es compartida por toda la doctrina constitucional de la segunda posguerra mundial. Para una explicación sencilla de esa idea puede verse Manuel Aragón Reyes, Estudios de derecho constitucional, 2ª ed., Madrid, CEPC, 2009, pp. 179 y ss., y, del mismo autor, “La Constitución como paradigma”, en Miguel Carbonell (coord.), Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos, 4ª ed., México, Porrúa/UNAM, 2008, pp. 109-122.[]

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