La importancia de estudiar derecho

¿Qué motiva a alguien a estudiar derecho? ¿Haber sido víctima o testigo de injusticias legales? ¿Buscar una forma de defenderse de los abusos? ¿Conocer las consecuencias de violar una ley? El autor recuerda algunas experiencias de vida que le permiten aventurar algunas hipótesis acerca de cuál es la génesis de la vocación por esta profesión.


Comencé a estudiar la carrera de derecho porque la escuela quedaba cerca de mi casa. Me inscribí en el programa sabatino, con dos horas de pausa a la mitad de la jornada. Podría ir almorzar a casa, algo que en esta enorme Ciudad de México es un lujo. También podría ir y regresar de la escuela caminando. Otro lujo para quienes vivimos en esta metrópoli.

Lo que no pude imaginar fue lo mucho que esa circunstancia modificaría mi vida: reabriría viejas heridas y cambiaría mi forma de pensar y actuar.

En el pasado había estudiado dos maestrías en ingeniería eléctrica y varios cursos de idiomas; pero el estudio del derecho era algo muy diferente que estaba influyendo en mi manera de ver el mundo.

Para comenzar, una gran parte de mis compañeros estaba ahí porque habían sido víctimas de diversas injusticias legales: habían sido timados por empleados bancarios y la policía les había dicho que no podía hacer nada; habían sido sacados del testamento de los abuelos y sus abogados no los había defendido; habían perdido la pensión alimenticia y no sabían qué hacer; habían tenido un familiar detenido y se habían sentido impotentes por no poder ayudarlo…

Lo anterior me hizo recordar las pláticas que siendo niño escuché de mis papás y mis abuelos; los primeros hablaron del pago que habían hecho de un terreno cerca de la playa, del que nunca pudieron reclamar la propiedad, y los segundos contaban que el abogado que habían contratado para recuperar un departamento que tenían en renta se puso del lado del inquilino y los traicionó.

Yo también tenía mis temas pendientes, que en su momento, por desconocer mis derechos y mis obligaciones legales, simplemente dejé en mi memoria como malas experiencias. Un día que unos amigos y yo colocamos un puesto de comida en la vía pública, dos jóvenes se presentaron como inspectores de la delegación y nos amenazaron con clausurar el lugar, quitarnos nuestras cosas e incluso presentarnos ante una autoridad por haber violado una larga lista de reglamentos que no entendimos; pero que parecían muy legales y muy reales, y nos asustaron. Esos falsos inspectores terminaron diciéndonos que teníamos suerte, pues no estaban de servicio y nos dejarían tranquilos por esta ocasión. Luego pidieron probar nuestras banderillas de queso y se fueron con una cena y un refresco gratis. Nosotros les prometimos que los buscaríamos al día siguiente en la delegación para arreglar el asunto. En la delegación, por supuesto, nadie los conocía.

Hoy sé que eso fue un delito de usurpación de funciones públicas, incluido en el artículo 276 del Código Penal de la Ciudad de México: “Al que sin ser servidor público se atribuya ese carácter y ejerza alguna de las funciones de tal, se le impondrán de uno a seis años de prisión y de cien a quinientos días multa”.

Otro caso fue cuando di en renta una bodega al norte de la ciudad, para lo cual elaboré el mejor contrato de arrendamiento posible y que terminó con dos años de uso por parte del inquilino y el pago de sólo 14 meses de alquiler. Para recuperar la posesión de la bodega, se me ocurrió negociar con el inquilino la terminación del contrato, de común acuerdo. Luego de un par de meses se fue sin provocar más problemas. Hoy conozco que esa estrategia es un medio alternativo de solución de controversias, incluido en el artículo 17 de nuestra Constitución: “Siempre que no se afecte la igualdad entre las partes, el debido proceso u otros derechos en los juicios o procedimientos seguidos en forma de juicio, las autoridades deberán privilegiar la solución del conflicto sobre los formalismos procedimentales”. De acuerdo con el Código Civil de la Ciudad de México, haber rentado la bodega sin tener el conocimiento pleno de lo que hacía, podría haberme complicado su recuperación, pues según el artículo 828: “La posesión se pierde […] V. Por despojo, si la posesión del despojado dura más de un año”.

En el caso de mis padres pudo haber sido un caso de fraude, contemplado en el artículo 386 del Código Penal Federal, por tratarse de un terreno frente al mar (y no en la Ciudad de México): “Comete el delito de fraude el que, engañando a uno o aprovechándose del error en que éste se halla, se hace ilícitamente de alguna cosa o alcanza un lucro indebido”.

El caso de mis abuelos es diferente, pues la ley no está para concedernos todo lo que queramos, sino sólo lo que nos corresponde. Si el inquilino no había incumplido con sus obligaciones, el abogado no podía haber acreditado una razón justa para desalojarlo, lo cual es muy distinto a afirmar que el abogado se había puesto del lado del inquilino.

Considero que si el programa de educación oficial del gobierno mexicano incluyera un temario más amplio de derecho (así como pone énfasis en temas como: “¿Quién descubrió América? Cristóbal Colón”, “¿Quién inició la Independencia ? El cura Hidalgo”, o entonar el himno nacional todos los lunes hasta memorizarlo), conoceríamos mejor nuestros derechos y nuestras obligaciones.

Entonces sabríamos a qué tenemos derecho, tendríamos una mejor idea acerca de cómo defendernos en caso de sufrir un abuso y qué hacer en caso de tener un problema legal. Pero, lo más importante, sabríamos cuáles son nuestras obligaciones como ciudadanos, conocer nuestros límites legales y estar conscientes de qué nos podría ocurrir en caso de violar la ley.

Sólo de ese modo estaríamos en el camino correcto para construir una sociedad mexicana más justa.

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