La recuperación del olvido

En «La conspiración de los recuerdos», obra publicada recientemente por Tirant lo Blanch, Gonzalo Sánchez de Tagle pone frente al lector sueños e ilusiones que se cortaron de tajo por el abuso y la violación, historias sobre la injusticia, vista desde la trinchera del desfavorecido y de la víctima, aquello que se esconde detrás del derecho y revela, crudo, el drama personal. El hilo conductor de cada uno de los 10 relatos incluidos en la obra —que buscan personalizar las injusticias y darles nombre propio— son las personas que sufrieron esos abusos y lloraron sus circunstancias. De esas tragedias reproducimos, con autorización del autor, un fragmento de la que sufrieron Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández Ortega, indígenas Me’phaa de Guerrero.


En febrero de 2002 Valentina estaba en un arroyo cercano a su casa. Había ido a lavar ropa y a bañarse. Cerca de las tres de la tarde ocho militares acompañados de un civil amarrado la rodearon y comenzaron a interrogarla sobre “los encapuchados”, le leyeron una lista de nombres y le mostraron una fotografía. Ella les contestó que no conocía a ninguna de las personas que le mencionaban.

Un militar le dio un culetazo en el vientre que la derribó. Perdió el conocimiento durante unos momentos. Al recobrar el sentido, uno de ellos la tomó del pelo y la amenazó con que si no les decía dónde estaban esas personas, la matarían a ella y a todas las personas en Barranca del Bejuco, donde vivía. Como no respondió, un militar le golpeó la cara y la tiró al suelo. Eran nueve hombres; uno de ellos le quitó la falda, la ropa interior y la violó, mientras el resto miraba la escena. Después, otro militar hizo lo mismo.

Ese día Valentina tenía 17 años y una bebé de tres meses. Humillada y herida fue a su casa. Contó lo sucedido a su cuñada y luego a su esposo, Fidel Bernardino. Indignados acudieron ante las autoridades comunitarias a denunciar lo que había sucedido. El delegado municipal de Barranca Bejuco reunió a toda la comunidad para informarles del caso. Como el sentido de comunidad es fundamental para las personas indígenas, ahí, cuando menos, Valentina recibió el apoyo de su gente, su cultura y su historia.

Dos días después, Valentina fue a la clínica de salud de la comunidad de Caxitepec para recibir atención médica por los golpes recibidos. Por miedo, orgullo o pudor no dijo que había sido violada. Le recetaron analgésicos y antiinflamatorios para el dolor. Una semana después Valentina y su esposo caminaron ocho horas para que la atendieran en el hospital de Ayutla. La recibieron en los servicios generales y le realizaron pruebas de orina.

Casi dos semanas después Valentina y Fidel denunciaron la violación ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. También presentaron una carta al gobernador del estado de Guerrero en la que solicitaban su intervención y justicia. La Secretaría de la Defensa Nacional emitió un comunicado en el que decía que sus efectivos, empeñados en participar en la campaña permanente contra el narcotráfico, no habían llevado a cabo operaciones en esa zona y en esas fechas.

Casi un mes después denunciaron los hechos ante el Ministerio Público y se inició la averiguación previa por el delito de violación. Inicialmente, como siempre, no le quisieron recibir la denuncia, alegando imprecisiones, falta de capacidad institucional o que no estaban en horario. Aun así, le tomaron la declaración, aunque sin traductor, a pesar de que la lengua materna de Valentina es el Me’phaa y en esa época no hablaba bien español. El visitador general de la Comisión de los Derechos Humanos del Estado que los acompañó solicitó al Ministerio Público que una doctora le realizara un examen médico-ginecológico, pero no fue posible hallar una, hasta casi dos semanas después.

El caso de Inés es similar. En marzo de 2002 se encontraba en su casa con sus cuatro hijos: Noemí, Ana Luz, Colosio y Nélida. Cerca de las tres de la tarde llegaron 11 militares uniformados y armados. Tres de ellos ingresaron sin su consentimiento y le preguntaron con insistencia a dónde había ido a robar carne su marido. Uno de ellos la tomó con fuerza de las manos, le apuntó con el arma y le ordenó que se tirara al suelo. Otro militar se acercó, le quitó la falda y la violó mientras los otros dos miraban.

Sus cuatro hijos corrieron a casa de sus abuelos. Al regresar con el abuelo, vieron a su madre en el piso, llorando. Prisciliano Sierra, su esposo, fue a la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa, en Ayutla, para contar lo que le había sucedido. Le llevaron a Inés a un médico particular que sólo le pudo dar analgésicos para el dolor, porque no había más medicinas.

Dos días después, Inés y su esposo acudieron al Ministerio Público a interponer la denuncia correspondiente. Cuando indicaron que habían sido militares, el agente del Ministerio Público dijo que no tenía tiempo de recibir la denuncia. Tras insistir, se ordenó que se realizara un examen médico, pero Inés pidió que lo hiciera una mujer. Como no había, los enviaron al hospital de Ayutla. En el hospital tampoco había y tuvo que volver al día siguiente.

A principios de abril de 2002 el director del hospital de Ayutla informó al Ministerio Público que no era posible realizar los estudios, porque no contaban con los reactivos químicos necesarios. Fue hasta julio de ese año cuando una perito en química rindió un dictamen en el que determinó la presencia de líquido seminal y la identificación de células espermáticas en las muestras remitidas al laboratorio. Sin embargo, en agosto el coordinador de química forense de la Procuraduría General de Justicia informó al Ministerio Público militar que las muestras obtenidas se consumieron durante su estudio, por lo que no se encontraban en el archivo biológico. Es decir, se perdieron.

En el comunicado de prensa de la Secretaría de la Defensa Nacional se dijo que se trataba de “efectivos del Ejército y Fuerza Aérea mexicanos, empeñados en la campaña permanente contra el narcotráfico”. ¿Cómo pensar que esos valerosos mexicanos podrían cometer crímenes tan atroces?

Tal vez haga falta mucha imaginación para ponerse en los zapatos de Inés y de Valentina y comprender qué se siente que todo el Ejército mexicano niegue y rechace tu dolor. Dos mujeres contra el Ejército. El poder militar, con sus códigos, armas y uniformes, contra dos indígenas que tuvieron el valor de denunciar las violaciones y vejaciones de las que fueron víctimas. Se dice en breves letras, pero su magnitud es inmensa. Pensemos, además, que no sólo fue el Ejército, sino que las instituciones de procuración e impartición de justicia, una y otra vez, les negaron todo tipo de acceso a un procedimiento justo.

Fue tanta la presión recibida que Valentina tuvo que mudarse a vivir a Chilpancingo con su hija, luego de que su esposo, Fidel Bernardino, la abandonara porque después de realizar la denuncia, la presencia militar se incrementó considerablemente y su comunidad le retiró su apoyo. El hermano de Inés, Lorenzo, fue asesinado y las familias de ambas, los amigos y los líderes comunitarios que las apoyaron fueron hostigados y amenazados de muerte.

No pensemos en los expedientes, ni siquiera en el contexto general del país que atraviesa por un sufrimiento inmenso. Pensemos en ellas dos, en sus vidas, sus alegrías, emociones y miedos. Ilusiones y planes como los de cualquier otra persona, cercenados por militares que decidieron humillarlas en su esencia más íntima. Pero sin que eso sea suficiente, el Estado niega los hechos, las revictimiza y hace todo lo que está a su alcance para impedir que se haga justicia. La amenaza del cobarde. Ellas, al igual que todos, también soñaron con un futuro diferente, más libre, y suspiraban emocionadas por su vida.

De pronto todo se desmorona, se derrumba como un cerro dinamitado. Y pensar que en un país de instituciones, donde la ley vale algo, eso no hubiera ocurrido. O, si acaso, de haberse dado, el tormento no habría sido tal que tardara casi 10 años en ser reconocido. Ya no sólo es el crimen, sino la negación total e institucionalizada de la justicia. El funcionario del Ministerio Público que duda de la víctima, mientras come una torta. La parálisis orgánica que no resuelve, y si se involucra, es probable que provoque más daño. Un Estado avasallador que no hace sino insistir en que la víctima debe permanecer como tal, porque es indígena, es mujer y es pobre.

Una vez presentadas las denuncias por el delito de violación, comenzó otro recorrido de tortura psicológica normalizada por las instituciones. Tanto en el caso de Inés como en el de Valentina, las investigaciones penales corrieron por el mismo sendero bifurcado. Los ministerios públicos de Morelos y Allende, Guerrero, declinaron su competencia a favor del Ejército. El Ministerio Público militar aceptó la incompetencia en tanto que se encontraban involucrados activos del Ejército.

Presentaron demandas de amparo por la declinación de competencia del fuero civil a favor del fuero militar, pero les fue negado. En 2004 el Ministerio Público militar determinó el archivo de las averiguaciones previas, por no acreditarse la participación de ningún personal militar en los delitos.

La reactivación de las investigaciones se produjo gracias a que en octubre de 2006 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos admitió las denuncias presentadas por las víctimas y su grupo de representantes. Sólo hasta 2009 la Comisión sometió a la Corte Interamericana las denuncias en contra del Estado mexicano por violación sexual, tortura, falta de debida diligencia en las investigaciones y sanción a los responsables, por la utilización del fuero militar para la investigación de violaciones a los derechos humanos, entre otras cosas.

Por esta razón, en 2007 la Procuraduría estatal reabrió la investigación. No porque se haya realizado un examen a fondo sobre las circunstancias del caso o porque se hayan dado cuenta de los errores que habían cometido en contra de Inés, Valentina y sus familias. Ante la presión internacional, el gobierno de Felipe Calderón sintió el temor de que se declarara la responsabilidad internacional del Estado por actos cometidos por el Ejército que emprendió la guerra contra las drogas. Entonces, se trató de tapar el sol de las violaciones procesales y las humillaciones con una nueva averiguación previa.

Pasaron más de ocho años para que se reconociera la responsabilidad del Estado mexicano por la forma miserable en que se condujo con Inés y Valentina. Sin embargo, la responsabilidad no es penal, sino que se trata de las obligaciones de los Estados de proteger y garantizar los derechos humanos de las personas. Así que una vez que fue emitida y aceptada la sentencia, continuaron las averiguaciones previas.

Es difícil que el Ejército no haya sabido quiénes fueron los militares responsables de las violaciones cometidas contra Inés y Valentina. Al contrario, con un poco de especulación y conociendo la forma y la disciplina con que se conducen las fuerzas armadas todo indica que lo supieron desde el principio. Más bien parece que encubrir a sus militares fue una política de Estado, por el gran desprestigio que un caso de esta naturaleza podría acarrear a la estrategia del entonces presidente Felipe Calderón.

Tuvieron que pasar ocho años más para que finalmente los militares que abusaron sexualmente de Valentina fueran declarados culpables. El 1º de junio de 2018 los militares Nemesio Sierra García y Armando Pérez Abarca fueron sentenciados a 19 años de cárcel por los delitos de violación sexual y tortura. No obstante, en el caso de Inés, la historia no concluyó ahí. A finales de 2013 detuvieron a Hugo Humberto García de León y a Salvador Aguilar Otáñez, responsables de la violación y la tortura a Inés. Sin embargo, el último fue misteriosamente asesinado en 2016 en el Campo Militar Número 1.

A finales de 2011 y principios de 2012 se llevó a cabo el acto de reconocimiento de responsabilidad internacional del Estado mexicano para Inés y Valentina. No es un acontecimiento menor que un Estado reconozca de forma pública su responsabilidad, aun cuando se haya visto obligado a hacerlo como consecuencia de una sentencia internacional. Pero, sobre todo, es un reconocimiento de que los hechos sí sucedieron, de que la lucha de 10 años tuvo sentido y finalmente se conoció la verdad. También es importante para ambas mujeres reintegrarse a su comunidad. Y, en ese sentido, fue una victoria para los Me’phaa.

Se trata de una validación profunda y sensible de su historia personal y de la de millones de indígenas que han sido pisoteados a lo largo de nuestra historia. No es suficiente, nunca lo será y, aun así, es un comienzo que reivindicó primero a Inés y a Valentina, y después a los indígenas que han sufrido los más profundos actos de discriminación. ¿Cuántas mujeres más no habrá como Inés y Valentina? Mujeres y niñas que han sido víctimas de crímenes, silenciadas por el sistema, el miedo, el olvido y el desinterés.

Hoy, en retrospectiva, es fácil reducir los ocho años (incluso 16 si pensamos en el momento en que los culpables llegaron a la cárcel) desde que ocurrieron las violaciones y la Corte Interamericana declaró la responsabilidad del Estado mexicano. Pero al inicio, ni Valentina ni Inés sabían en qué terminaría todo. Sólo tenían la certeza de que una puerta tras otra se cerraba frente a sus caras, la justicia no llegaba y su vida se marchitaba día tras día. Por eso los defensores de derechos humanos cumplen una función esencial en nuestra sociedad, porque nos muestran la realidad que se empeña en ocultarse.

¿Cuántos casos como los de ellas? Violaciones, torturas, homicidios, robos y vejaciones que están en el olvido. Dolor que es sólo un recuerdo en su memoria. Su historia nos representa como cultura.

¿Qué dejamos de hacer para que esto sucediera? ¿En qué momento el aparato estatal prefirió proteger a delincuentes frente al abandono de dos mujeres indígenas, cuando debieron ser las primeras defendidas? ¿Cuándo permitimos tener una relación tan nociva con los indígenas y las comunidades originarias?

El hecho de que en México vivan alrededor de 10 millones de indígenas y sean los más pobres, con menos oportunidades reales y mayores carencias sociales, dice mucho de lo que somos, de nuestro pasado, y lo seguirá diciendo de nuestro futuro.

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