A finales del 2022, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó la sentencia para el Caso Tzompaxtle Tecpile y otros contra el Estado mexicano. En enero se notificó el fallo al Estado. En este texto, el doctor Sergio García Ramírez nos presenta el marco en el que se produjo la sentencia, las características del caso contencioso y las implicaciones para los órdenes político y jurídico del país.
I
El 7 de noviembre de 2022, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte o CorteIDH) dictó sentencia sobre un caso contencioso generado en México que ha motivado numerosos comentarios: Tzompaxtle Tecpile y otros vs México, identificación que se hace, como es costumbre, a partir de los apellidos de una de las víctimas de graves violaciones analizadas por el Tribunal de San José. Aquéllas son los hermanos Jorge Marcial y Gerardo Tzompaxtle Tecpile y Gustavo Robles López, además de familiares de éste. La sentencia fue notificada al gobierno de México el 27 de enero de 2023. Este asunto merece los comentarios que ha suscitado y otros que seguramente llegarán, determinados por la importancia y trascendencia que reviste dentro de la jurisprudencia interamericana y para el orden jurídico mexicano.
De ahí la pertinencia de dedicar a esta resolución un artículo en abogacía. La voz y la pluma de los juristas®, publicación que en un tiempo relativamente corto ha logrado atraer la atención del doble público al que se dirige: por una parte, los juristas que estudian y aplican el Derecho en sus múltiples especialidades, y por la otra, los lectores de otras dedicaciones profesionales interesados en temas relevantes para nuestra vida política y jurídica, cada vez más intensa y compleja.
En este breve texto procuraré explicar en forma sencilla el marco en el que se produjo la sentencia mencionada, las características del caso contencioso sobre el que se dictó esa resolución jurisdiccional y las implicaciones que posee para nuestro orden político y jurídico, dos vertientes para la consideración del tema. El debate apenas ha comenzado y traerá consigo consecuencias y conclusiones de notable relevancia que obligarán a examinar la posición de México fronteras adentro y afuera: el énfasis sobre los derechos humanos y las implicaciones de esta sentencia con respecto a los compromisos internacionales de nuestro país y a su proyección sobre el orden jurídico interno.
Queda pendiente otro proceso, en el que aún no se ha dictado sentencia, a propósito de violaciones en el sistema procesal mexicano, tema que volveré a mencionar al final de este texto. Me refiero al caso de Daniel García Rodríguez y Reyes Alpízar Ortiz, planteado por la Comisión Interamericana a la CorteIDH el 6 de mayo de 2021.
II
El Derecho internacional de los derechos humanos llevó adelante una verdadera revolución a propósito del papel del ser humano en el escenario internacional, del que se mantuvo prácticamente alejado hasta el siglo XX, y de la misión que compete a la humanidad –y a los Estados del sistema jurídico internacional– en la tutela de los derechos básicos que acogen y protegen la dignidad humana, un concepto central del régimen constitucional e internacional de nuestro tiempo.
A partir del Derecho internacional de los derechos humanos ha sido posible y necesario “releer” y “reescribir” todas las ramas del orden doméstico para ajustarlas a los imperativos del sistema mundial y regional. En un primer tiempo, los derechos alojados en declaraciones y constituciones nacionales migraron al Derecho internacional y consumaron una internacionalización del derecho constitucional; en un segundo tiempo, el frondoso Derecho internacional informó la normativa doméstica hasta formar lo que el ilustre jurista argentino Néstor Pedro Sagüés denomina las “constituciones convencionalizadas”, esto es, el proceso de constitucionalización del Derecho internacional.
Los seres humanos contamos hoy con un estatuto de doble fuente: primero, el acervo de derechos y libertades oriundo de las mejores tradiciones humanistas internas (en México, las provistas por el constitucionalismo patrio de los siglos XIX y XX); y segundo, el rico conjunto de derechos y libertades aportados por el orden jurídico internacional que ingresa al interno a través de diversos “puentes”, entre ellos el constitucional y el jurisdiccional. Así se observa en las leyes supremas de la segunda mitad del siglo XX que han florecido en América Latina –por ejemplo– y en el artículo 1º de la Constitución mexicana derivado de la gran reforma de 2011.
Actualmente, México es Estado parte en un gran conjunto de tratados internacionales acerca de derechos humanos (o sobre otras materias, que incluyen derechos de esta naturaleza), entre ellos la Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José (CADH), de 1969, a la que nuestro país se adhirió el 24 de marzo de 1981. Como se sabe, hubo analistas –y los hay todavía, en número decreciente– que objetan este género de instrumentos con base en una supuesta mengua de la soberanía de las naciones que los suscriben.
Obviamente, México no ha prescindido de sus atribuciones soberanas al suscribir y ratificar esos tratados o adherir a ellos: por el contrario, ha ejercido su soberanía en la dirección más conveniente para la orientación tutelar del ser humano inscrita en el constitucionalismo nacional. De esta suerte, no hay ni debe haber conflicto entre ambos hemisferios del sistema jurídico, sino firme y profunda coincidencia. ¿Qué prevalece? Sin duda, la dignidad humana y los derechos y libertades que le brindan mayor y más amplia protección.
En este mismo sentido, México ha reconocido la existencia (y contribuido a ella) de diversos órganos supervisores del cumplimiento de los deberes del Estado en materia de derechos humanos, o dicho de otra manera, custodios de la vigencia y eficacia de aquellos derechos, reclamables por sus titulares: los seres humanos. Hay órganos supervisores jurisdiccionales y no jurisdiccionales, previstos por los tratados de los que México es parte.
No pretendo ir más lejos en el examen de este nuevo universo de personajes del sistema internacional. Para los fines de este artículo, me basta con recordar la existencia de una Comisión Interamericana (órgano de la OEA, que no tiene naturaleza jurisdiccional) y una Corte Interamericana (genuino tribunal), que cuentan con atribuciones para atender asuntos concernientes a los derechos humanos en nuestro país.
El 16 de diciembre de 1998, México aceptó la competencia contenciosa de la Corte Interamericana y asumió una nueva posición, de la que no se ha separado, ante el orden internacional de los derechos humanos. Me remito a lo que expongo en el libro (coautoría con Mauricio del Toro) México ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Decisiones, transformaciones y nuevos desafíos (UNAM, IIJ/Porrúa, 2ª. ed., 2015).
Esa nueva posición se adoptó en términos muy amplios, que abarcan todos los casos relativos a la interpretación o aplicación de la CADH (con la salvedad del artículo 33 constitucional –expulsión de extranjeros– norma que fue reformada en 2011). La decisión adoptada por nuestro país implicó que la CorteIDH pudiera conocer de demandas (o sometimientos de casos) sobre violaciones a derechos humanos cometidas por agentes u órganos del Estado mexicano y dictar sentencias a este respecto, como ha ocurrido en diez casos. El más reciente es el litigio Tzompaxtle Tecpile, cuya sentencia se produjo en 2022. En el primer caso presentado a la Corte (Alfonso Martín del Campo), ésta se declaró incompetente y archivó el expediente, y en otros dos casos (Trueba Arciniega y otros y García Cruz y Sánchez Silvestre) homologó el acuerdo de solución amistosa celebrado entre las víctimas y el Estado.
Las sentencias no son meras exhortaciones a la buena voluntad del Estado, cuyo cumplimiento quede sujeto al arbitrio de éste, sino mandamientos judiciales imperiosos que el Estado debe atender y cumplir. Así lo indica la CADH. El carácter imperativo de tales sentencias internacionales (también calificadas somo supranacionales) ha sido reconocido por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el famoso caso Radilla, que trajo consigo un giro mayor en el rumbo y el alcance de la jurisprudencia, ampliamente conocido y generalmente aceptado en nuestro país. He analizado las implicaciones del caso Radilla en el libro (coautoría con Julieta Morales Sánchez) Constitución y derechos humanos. La reforma constitucional sobre derechos humanos (UNAM, IIJ/Porrúa, 5ª. ed., 2019).
En efecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos es tribunal de única instancia para la interpretación y aplicación de la Convención Americana (y de otros tratados regionales). Así lo disponen explícitamente el propio Pacto de San José y el Estatuto de la Corte, ambos adoptados por México y vinculantes para nuestro país. En consecuencia, las sentencias dictadas por el Tribunal de San José vinculan a todas las autoridades del Estado, que deben atenderlas y cumplirlas en sus términos. En mi concepto –coincidente con otros autores– las opiniones consultivas emitidas por aquel Tribunal poseen la misma fuerza imperiosa, porque también son interpretaciones oficiales y supremas del tratado internacional.
III
Hasta aquí me he referido, con la brevedad que ofrecí, al papel del Derecho internacional de los derechos humanos –que incluye las sentencias aludidas– en el orden jurídico interno. Voy ahora al marco nacional del arraigo y la prisión preventiva oficiosa y a la reciente sentencia dictada por el Tribunal Interamericano en el caso Tzompantle Tecpile. Esta resolución se refirió a aquellas figuras, recogidas desde hace varios años en la Constitución mexicana y en otros ordenamientos internos: temas que han sido objeto de arduos debates cuyo eje es el cumplimiento –o no– de principios, normas y criterios del sistema tutelar de los derechos humanos.
Aludo al denominado “arraigo” en procedimientos penales (una medida restrictiva o, mejor dicho, privativa de la libertad del presunto responsable de un hecho delictuoso) y a la “prisión preventiva oficiosa” en el curso de esos procedimientos (que igualmente afecta la libertad personal antes de que se dicte sentencia contra el imputado, a quien nuestra Constitución protege, paradójicamente, con una “presunción de inocencia”).
La versión del arraigo que ahora comento constituye una desafortunada aportación de la controvertida Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, de 1996. Desde esa fecha cuestioné a fondo y constantemente la figura del arraigo, como señalé en mi libro Delincuencia organizada. Antecedentes y regulación penal en México (UNAM, IIJ/Porrúa, cuya primera edición data de 1997, inmediatamente después de la emisión de aquella ley). Sostuve que el arraigo es “una flagrante detención que contraviene los principios del procedimiento penal que informan los artículos 11, 16 y 19 constitucionales” (en los términos entonces vigentes).
Desde entonces he llamado al arraigo el “bebé de Rosemary” (como lo califiqué en varios artículos publicados en Excélsior: “El bebé de Rosemary”, 25 de abril de 1996, y “¡El bebé de Rosemary ya nació!”, 14 de noviembre de 1996). Me valí del título de una película de Roman Polanski en la que el demonio engendra una criatura en el vientre de una mujer, con el propósito de poblar el mundo con una nueva especie infernal. Comparé este objetivo diabólico con las posibles consecuencias del arraigo previsto en la ley de 1996, que se difundiría –dije hace casi un cuarto de siglo– contaminando el sistema procesal penal mexicano, que se había desarrollado bajo un signo liberal (normativamente, subrayo). En efecto, hubo esa difusión.
Inicialmente, nuestra Suprema Corte de Justicia advirtió la inconstitucionalidad del arraigo. Enfrentados a este justo criterio del más alto tribunal, los favorecedores del arraigo tuvieron una “ingeniosa ocurrencia”: si aquella figura era inconstitucional, el remedio para purgar ese vicio consistiría en incorporarla a la Constitución. Así se hizo, con inmenso desacierto. La promesa implícita o explícita en estas maniobras legislativas era que el arraigo –medida con tufillo fascistoide, que ha subsistido– contribuiría a contener el incremento de la delincuencia organizada. De sobra sabemos que no ha sido así: la criminalidad ha crecido desmesuradamente, en cantidad y gravedad.
La criminalidad avanzó –y lo sigue haciendo– sin que el Estado mexicano supiera o pudiera adoptar una estrategia verdadera y eficaz –por racional– para enfrentarla. En 2008 se practicó una gran reforma constitucional en el procedimiento penal, influida por vientos del sur y del norte. Esa reforma, cuyos rasgos esenciales fueron proclamados en 2007, incluyó progresos muy apreciables, pero también novedades y retrocesos de carácter autoritario, absolutamente injustificados.
Vayamos en seguida a la prisión preventiva. Conviene recordar que esta forma de privación de la libertad –una figura siempre controvertida– fue aceptada desde hace tiempo como medio para asegurar (cautelarmente) la marcha de un procedimiento penal. El clásico César Beccaria reconoció que la preventiva es una pena que precede a la declaración del delito.
Tomando en cuenta la contradicción que entraña con respecto a los principios del sistema penal liberal, la preventiva se toleró solamente en supuestos que pudieran conferirle racionalidad y necesidad: riesgo de sustracción del imputado a la acción de la justicia, peligro de alteración o destrucción de pruebas, posibilidad cierta de agresión a la víctima o a los participantes en el proceso. Obviamente, no se admitió como “medida de rutina” en el procedimiento penal, sin datos que la justificaran. Fue así que se reguló una modalidad de prisión preventiva ponderada o razonada. La ponderación y el razonamiento corresponden al Ministerio Público que solicita la restricción de la libertad y al juez que la autoriza.
Por supuesto, he criticado la prisión preventiva oficiosa, exenta de la ponderación que debe operar en cada caso en que se aplica la medida. Analicé el punto en una obra titulada La reforma penal constitucional (2007-2008). ¿Democracia o autoritarismo? (Porrúa, México, 5ª. ed., 2016; la primera edición se hizo en 2008, cuando fue publicada la reforma constitucional). Esta privación casi automática de la libertad prescinde de la justificación que debe aportar el Ministerio Público y de la apreciación que debe aplicar el juzgador para disponer una privación cautelar de la libertad. Basta con que se señale al sujeto como “presunto culpable” de determinados delitos para que se le prive inmediatamente de libertad. Semejante criterio desviado llena las prisiones de “presos sin condena”.
En el examen sobre la propuesta de reforma constitucional de 2007, luego convertida en reforma de 2008, acepté –sin duda– que el sistema procesal penal debía ser reformado para bien de la justicia, pero indiqué, como muchos comentaristas, que la reforma no debería incluir ciertos errores o atropellos planteados en el proyecto.
Para sustentar gráficamente este punto de vista acudí a otra figura (como lo había hecho en 1996, al examinar la Ley contra la Delincuencia Organizada: “bebé de Rosemary”). Dije que la reforma era una suerte de vaso de agua potable, cristalina, fresca, que México necesitaba, pero que en ese vaso una mano oscura había deslizado gotas de veneno. Con esta figura me referí al arraigo “constitucionalizado” y a la prisión preventiva oficiosa, la privación de dominio y el aligeramiento de garantías procesales para justificar la intervención persecutoria del Estado. Las gotas de veneno alteraron las bondades del proyecto.
Siguiendo el rumbo del desacierto cometido en 2008, una reforma constitucional de 2019 –que trajo otros tropiezos, que no examinaré ahora– llevó a fondo la preventiva oficiosa: lejos de corregir el error, amplió gravemente la aplicación de esta medida, flagrantemente violatoria de derechos humanos. De nueva cuenta cuestioné la reforma de 2019 en las páginas de un libro que apareció en ese mismo año: Seguridad y justicia penal. Plan Nacional y reforma constitucional. El difícil itinerario hacia un nuevo orden, México, UNAM, IIJ/Porrúa, 2019).
IV
Expuesto lo anterior acerca de la jurisdicción interamericana tutelar de los derechos humanos y de los yerros del procedimiento penal mexicano, con quebranto de esos derechos, paso a referirme a la sentencia del Tribunal de San José que suscitó mis reflexiones. Ya dije que la Corte Interamericana condenó al Estado mexicano como responsable de la violación de derechos humanos en el caso Tzompaxtle Tecpile. Para emitir esa condena –esperada y merecida– la Corte reasumió su invariable jurisprudencia previa a propósito de la libertad personal y el debido proceso.
En el centro de las reflexiones de la Corte surgieron los dos tropiezos gravísimos a los que me he referido en los párrafos anteriores: el arraigo, aclimatado en 1996, y la prisión preventiva oficiosa, establecida en 2008. En sus consideraciones condenatorias, el Tribunal de San José trajo a cuentas las mismas razones que los críticos de dichos tropiezos hemos esgrimido a lo largo de varios lustros. La condena llega tarde, pero llega al fin.
Como antes señalé, el Estado mexicano ha recibido varias sentencias condenatorias desde que aceptó la competencia contenciosa de la Corte Interamericana en 1998. La gran mayoría de los hechos considerados en aquéllas se ha referido a la extrema violencia desplegada por agentes del Estado. En algunos casos las víctimas han sido mujeres o niñas e indígenas. En Tzompaxtle Tecpile, la violencia estatal se volcó contra personas a las que se calificó de terroristas y que finalmente fueron absueltas al cabo de los procesos y las privaciones de libertad, asociadas a otros sufrimientos. Dos víctimas del caso Tzompaxtle son originarias del pueblo indígena náhuatl.
Me referiré a los hechos planteados ante la Comisión Interamericana, que llevó el caso a la Corte de San José, y atendidos por este tribunal en la sentencia que motiva el presente artículo. En el capítulo de hechos, el Tribunal Interamericano alude al marco normativo mexicano en materia de arraigo y prisión preventiva, marco que contiene las violaciones que he mencionado supra y que deberán ser corregidas por las instancias legislativas competentes. Asimismo, la CorteIDH señaló que las víctimas fueron detenidas el 12 de enero de 2006 por una patrulla de la policía que encontró en el vehículo de aquéllas algunos elementos que consideró indiciarios de la comisión de un delito. La policía interrogó a los detenidos y los mantuvo incomunicados durante dos días.
Posteriormente se decretó el arraigo de los detenidos, que fueron trasladados a una casa de arraigo de la Procuraduría en la Ciudad de México, donde quedaron confinados por más de tres meses. El Ministerio Público ejercitó acción penal y se emitió auto de formal prisión por delito de terrorismo, comprendido en la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada. Los imputados quedaron en prisión preventiva durante dos años y medio, aproximadamente.
El 16 de octubre de 2008 se pronunció sentencia absolutoria en lo que respecta al terrorismo y condenatoria en lo que toca al delito de cohecho cometido por los mismos imputados que intentaron sobornar a los oficiales que los detuvieron. El Tribunal consideró que la pena por cohecho se encontraba ‘compurgada’ y ordenó la inmediata libertad de los sentenciados. De esta suerte concluyeron las vicisitudes del cautiverio.
Ahora bien, la sentencia no se reduce a esas vicisitudes y a sus consecuencias sobre la integridad física y psicológica de los detenidos, y además al derecho a la vida privada. Va más lejos: analiza y condena al Estado por la emisión y aplicación del arraigo y la prisión preventiva, es decir, cuestiona el orden jurídico procesal mexicano, a partir del peldaño constitucional, no sólo los abusos cometidos al aplicarlo. Ese orden jurídico forma parte de los “hechos” analizados por el Tribunal Interamericano.
En cuanto a la figura del arraigo, la sentencia de la CorteIDH rechaza rotundamente esta medida pre-procesal restrictiva de la libertad, que opera con fines de investigación: detener para investigar. En efecto, el arraigo vulnera –como se dijo constantemente en México, desde 1996– los derechos a la libertad personal y la presunción de inocencia de la persona arraigada. La suma de esas violaciones quebranta frontalmente el debido proceso y vulnera el acceso a la justicia. Hubo oídos sordos a estos señalamientos.
El arraigo pugna con la Convención Americana –y con otros instrumentos del Derecho internacional de los derechos humanos– y merece el intenso reproche que formula el Tribunal de San José, fundado en la vulneración de varios artículos de aquella Convención: 2 (sobre adopción de medidas consecuentes con el respeto y la garantía de los derechos humanos), 7 (que reprueba la privación arbitraria de la libertad y consagra el control judicial y la duración razonable de la prisión preventiva) y 8 (en torno al derecho a ser oído, a beneficiarse con la presunción de inocencia y a no declarar contra sí mismo).
Por lo que toca a la prisión preventiva, la Corte destaca que las disposiciones legales aplicadas a las víctimas no son consecuentes con las finalidades de esa medida cautelar ni prevén el análisis casuístico de ésta que permitiría optar por restricciones menos lesivas para el imputado. Las normas cuestionadas disponen la aplicación de la preventiva oficiosa en varias hipótesis de delitos graves, sin estudiar las circunstancias particulares del caso. Por todo ello, esa normativa viola el citado artículo 2 del Pacto de San José y quebranta otros preceptos del mismo instrumento: 7 (derecho a no ser privado de la libertad arbitrariamente y al control judicial de la privación de libertad en el marco del procedimiento penal) y 8 (presunción de inocencia).
Desde luego, la sentencia dictada por la Corte en el caso Tzompaxtle Tecpile examina con detalle y rigor los conceptos de violación en que se funda la condena y alude a otras violaciones cometidas en agravio de las víctimas. Una vez probadas las violaciones (porción declarativa de la sentencia), el Tribunal entra al capítulo de reparaciones (porción condenatoria), que en este caso reviste una notable importancia.
La sentencia de la CorteIDH va más allá de las medidas reparatorias de carácter ordinario –que son relevantes, por supuesto, y figuran en la jurisprudencia constante de aquélla–, y también avanza hacia la corrección de la fuente de las violaciones –que son, per se, vulneraciones de derechos humanos– radicada en disposiciones procesales internas del más alto rango: normas que figuran, como hemos dicho, en la ley fundamental de la República. Las medidas acogidas en este punto reprueban la emisión de leyes violatorias de derechos y evitan la repetición de actos de esa naturaleza.
Cuando la Corte de San José ordena al Estado dejar sin efecto las normas relativas al arraigo pre-procesal, como se entiende en México, y adecuar su ordenamiento interno relativo a la prisión preventiva, está disponiendo que se lleven a cabo reformas constitucionales de gran relevancia, que durante mucho tiempo han rechazado los gobiernos en turno aduciendo motivos de seguridad pública. No será sencillo el cumplimiento de la sentencia en este extremo –que es el punto esencial de la condena al Estado–, pero ese cumplimiento reorientará el enjuiciamiento penal y pondrá término a errores y desvíos constantemente denunciados.
Aquí nos hallamos, pues, ante una condena esperada y justificada, que pondrá a prueba la verdadera voluntad del Estado mexicano de gobernar sus pasos a la luz de los derechos humanos. No es este el único caso en los anales del Tribunal de San José en que se ha dispuesto la reforma de una norma constitucional. Fue ejemplar, en su hora, la sentencia en el caso La última tentación de Cristo (Olmedo Bustos y otros) vs Chile, del 5 de febrero de 2001, puntualmente cumplida por el Estado chileno.
De ahí la enorme importancia política y jurídica de la sentencia dictada por la Corte Interamericana en el caso Tzompaxtle Tecpile y de su debido cumplimiento por el Estado. Será un asunto paradigmático para el sistema interamericano de protección de los derechos humanos, en su conjunto, hito histórico del que derivarán nuevos avances en una dirección consecuente con la dignidad del ser humano. Habrá que observar, muy de cerca, ese indispensable cumplimiento.
Desde luego, también deberemos mantener la atención en el otro litigio internacional relevante acerca de arraigo y prisión preventiva arbitraria, sobre el que aún no se había dictado sentencia en el momento en que elaboré este artículo: caso García Rodríguez y Alpízar Ortiz vs México, que ingresó a la Corte Interamericana el 6 de mayo de 2021 y cuya audiencia pública se realizó el 26 de agosto de 2022.
Agregaré que el escrito de sometimiento a la Corte del caso García Rodríguez y Alpízar Ortiz, remitido por la Comisión Interamericana el 6 de mayo de 2021, vuelve a poner énfasis en el marco jurídico procesal que he comentado en este artículo. La Comisión manifiesta que “la figura del arraigo (aplicado a las presuntas víctimas) constituyó una medida de carácter punitivo y no cautelar, y por lo tanto una privación de libertad arbitraria y violatoria del principio de presunción de inocencia. Asimismo, (la Comisión) concluyó que la prisión preventiva posterior al arraigo, la cual se extendió por diecisiete años, resultó arbitraria ya que tuvo efectos punitivos constituyendo una pena anticipada, sin contar las víctimas con un recurso efectivo que analizara su razonabilidad conforme a sus fines procesales”.