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La Tremenda Corte

En esta entrada, Óscar Gastélum vuelve su mirada hacia los Estados Unidos para observar la condición de su democracia ante la reciente revocación del derecho al aborto, un acontecimiento que pone en perspectiva la situación política de aquella nación.


Quizá la paradoja más triste y típica de nuestra era sea el hecho de que mientras algunos pueblos heroicos arriesgan todo por vivir en democracia y libertad (Ucrania es el ejemplo más obvio pero también vienen a la mente Hong Kong o Bielorrusia) otros sacrifican sus Repúblicas en el altar de demagogos bufonescos y espejismos populistas. México, por ejemplo, tiró a la basura todo lo que su sociedad civil había construido a lo largo de décadas para llevar al poder a un payaso autoritario y desquiciado. Pero quizá el error más costoso, por todo lo que se perdió y está a punto de perderse, lo cometió el pueblo norteamericano. Y no me refiero únicamente a la gente que se deshonró eternamente votando por un energúmeno fascista de la calaña moral de Donald Trump, sino también a los ciudadanos que, en el momento más peligroso para la democracia moderna más antigua del mundo, decidieron abstenerse o votar por candidatos alternativos como Jill Stein con el argumento espurio de que Hillary Clinton y Trump eran dos caras de la misma moneda.

Seis años después de aquella elección infausta, las consecuencias siguen acumulándose: la democracia norteamericana, que sobrevivió de milagro al intento de golpe de Estado más torpe de la historia, sigue al borde del abismo, uno de los dos grandes partidos políticos se transformó en un culto fascista, la polarización social está en el mismo nivel que antes de la guerra de Secesión y la Corte Suprema cayó en manos de un grupúsculo de fanáticos religiosos que ya empezaron a despojar a la población de derechos fundamentales arduamente ganados. Sí, millones de mujeres perdieron de la noche a la mañana el derecho a decidir sobre su propio cuerpo, pero es poco probable que esta Corte extremista se detenga ahí, pues a través de su voz más reaccionaria, el juez Clarence Thomas, ya anunció que tiene en la mira todos los avances sociales de las últimas décadas. 

El debate sobre el aborto es agotador y trillado, así que me limitaré a enumerar hechos incontrovertibles: Los abortos no se van a acabar, pero para las mujeres que tienen la desgracia de vivir en los estados más retrogradas del país será mucho más difícil acceder a procedimientos seguros. Las más afectadas serán las mujeres más pobres, ya que sus hermanas con recursos podrán viajar a otros estados a ejercer sus derechos, lo cual agudizará la desigualdad. Desde hace unas décadas la humanidad descubrió la cura contra la pobreza: educar a las mujeres y darles el control sobre su sexualidad y acceso a salud reproductiva. Los estados que prohibirán, o ya prohibieron, el aborto gracias a la decisión de esta corte ultrarreaccionaria sufrirán un incremento en sus niveles de pobreza (de por sí, algunos ya son los más pobres), y de todas las patologías sociales que esta acarrea.

Mark my word, if and when these preachers get control of the [Republican] party, and they’re sure trying to do so, it’s going to be a terrible damn problem. Frankly, these people frighten me. Politics and governing demand compromise. But these Christians believe they are acting in the name of God, so they can’t and won’t compromise. I know, I’ve tried to deal with them.

Barry Goldwater

Estoy consciente de que entre quienes se oponen al aborto hay gente muy decente y honesta, e incluso entiendo y respeto algunos de sus argumentos, aunque no los comparto. Pero los fanáticos extremistas de la actual Corte Suprema de EEUU no me merecen ningún respeto y sus “argumentos” muchísimo menos. Lo primero que habría que reclamarles es que borraron de un plumazo medio siglo de precedentes constitucionales, violando el principio de stare decisis (no perturbar lo establecido), a pesar de que en sus audiencias de confirmación frente al Senado juraron y perjuraron que lo respetarían. Hay quienes argumentan que esta no es la primera vez que la Corte ignora un precedente, y astutamente ponen como ejemplo la ilegalización de la segregación racial. Pero la inmensa diferencia es que hasta ahora las decisiones de la Corte habían ampliado o restablecido derechos, mientras que esta vez despojaron a la mitad de la población de uno de los más importantes.

Vale la pena recordar que la Corte que hace medio siglo reconoció el aborto como un derecho fundamental no estaba conformada por integristas woke, ni incluía a lesbianas, mujeres trans o personas no binarias, sino a un puñado de ancianos cisgénero, casi todos blancos (ya había un afroamericano) y heterosexuales. Y cuatro de los siete jueces que fallaron a favor, incluyendo al autor del proyecto, eran conservadores nombrados por presidentes Republicanos. Pues en ese entonces el tema del aborto no era la bomba de polarización que padecemos hoy en día, y un juez Republicano podía abordar el tema fríamente, como un asunto de libertad individual y salud pública. No fue sino hasta los años ochenta, cuando la ultraderecha evangélica se transformó en una fuerza política poderosísima y las facciones más reaccionarias del catolicismo se organizaron, que el movimiento “provida” logró imponerle su enfebrecida causa al GOP.

Pero a pesar de eso, todavía a principios de los años noventa, una Corte aún más conservadora que la que decidió el mítico caso Roe v Wade, volvió a confirmar que el aborto era un derecho fundamental. Y en esa ocasión los jueces dejaron muy claro su respeto irrestricto por los precedentes constitucionales, y su convicción de que la estabilidad de la ley y la legitimidad de la institución estaban por encima de sus convicciones ideológicas personales. Eso es lo que separa a la venerable tradición conservadora del fascismo teocrático que se apoderó del GOP con el ascenso de Donald Trump. Por eso me molesta tanto que los medios tilden de “conservadores” a los fanáticos religiosos que transformaron la Corte en una sucursal jurídica de Fox News. Porque en realidad son revolucionarios extremistas, talibanes del embrión para quienes las instituciones, la ley, la Constitución o la estabilidad del país importan un comino.

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Pero a pesar del enorme e inmerecido poder que detenta, el movimiento antiabortista está perdiendo de calle el debate en la plaza pública. Pues según todas las encuestas publicadas antes y después del fallo, la inmensa mayoría de la población norteamericana está a favor del derecho de las mujeres a decidir y reprueba la decisión de la Corte, cuyos niveles de aprobación y confianza se desplomaron a mínimos históricos. Y esto último no debería sorprendernos, pues cinco jueces que fueron nombrados por dos presidentes que perdieron el voto popular están imponiéndole al 80% de la población los dogmas del 20% restante. Es una obviedad decirlo, pero este tipo de poder minoritario es insostenible en una democracia funcional y tarde o temprano algo tendrá que hacerse para corregirlo. Pues como dijo Madison, el gran enemigo de la tiranía de la mayoría e impulsor de las instituciones contramayoritarias:

The vital principle of republican government is the lex majoris partis, the will of the majority.

Por lo pronto, la amarga lección para el electorado norteamericano es que Hillary Clinton y Trump no eran tan iguales después de todo, que siempre se puede estar peor, y muchísimo peor, que la democracia es frágil y todo progreso reversible, y que las elecciones siempre tienen consecuencias…

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