La “utilidad razonable”: un concepto patriótico

Villalpando analiza cómo la «utilidad razonable» y la Ley de 1950 otorgaron al presidente Alemán un poder sin precedentes, siendo vistas por algunos como medidas necesarias y por otros como un exceso de control estatal.


El presidente de la República leyó con evidente satisfacción la exposición de motivos del proyecto de ley que presentaría al Congreso de la Unión. En ella quedaba plasmado su pensamiento de manera perfecta: obligar a los empresarios a actuar conforme a “los más auténticos valores del patriotismo, como son la austeridad [y] la renuncia a la especulación, a las ganancias excesivas”, para que las actividades industriales y comerciales de los particulares, a los que se les reconocerían “sus legítimos derechos”, quedaran supeditadas al “interés general de la nación, coordinándose y subordinándose los intereses privados a los más altos de la colectividad”.

Sí, ésa es la idea exacta, asintió el presidente, y que les quede claro: el Estado mexicano ofrece el “debido reconocimiento a la obtención, por parte del industrial y del comerciante, de una utilidad razonable, respetándose así el móvil que interviene en los procesos económicos”, pero deben entender que “todos estamos obligados a colocar en primer término los intereses generales de la población”. Las palabras le parecieron sumamente atinadas, precisas, perfectas; el fiel reflejo de lo que era su pensamiento: la utilidad razonable.

La sonrisa del presidente lo decía todo: ésta es la ley que el país necesitaba, porque la economía debe tener como guía el interés general y no el interés del empresario. Éste debe aprender que corresponde al Ejecutivo federal dirigir la economía, ejerciendo sobre ella facultades de control y organización.

Luego repasó los primeros artículos del proyecto, sonriendo al comprobar que habían captado la esencia de sus deseos: “El Ejecutivo federal tendrá facultades para imponer precios máximos al mayoreo o menudeo, siempre sobre la base del reconocimiento de una utilidad razonable”, tratándose de los siguientes productos: artículos alimenticios de consumo generalizado, efectos de uso general para el vestido de la población, materias primas, productos de las industrias fundamentales, artículos producidos por ramas importantes de la industria nacional y, en general, productos que representen renglones considerables de la economía mexicana. Y lo mejor es que este texto sólo era enunciativo, porque también disponía que sería el propio Ejecutivo federal el que determinaría, en un reglamento, las mercancías a que se refería este precepto.

El presidente comenzó a pensar en lo que podría incluir en esa lista que quedaba abierta a su imaginación: arroz, azúcar, café, frijol, aceite vegetal, huevo, leche, maíz, harina, pan, refrescos, sal doméstica, sardinas enlatadas, sopa de pasta, trigo, combustibles, cigarros, jabón, medicinas obviamente, estufas, lavadoras, refrigeradores, licuadoras, máquinas de coser, botellas de cristal, cartón, envases, hielo, camiones, tractores, en fin… Casi todo, excepto las mercancías de lujo, pues ésas que las paguen al precio que sea quienes las quieran comprar.

El presidente siguió leyendo el documento: “El Ejecutivo federal estará facultado para imponer la obligación a las personas que tengan existencias de esas mercancías a que se refiere el artículo anterior, de ponerlas a la venta a los precios que no excedan los máximos autorizados”, pues no toleraría a los acaparadores, y si se atreven a provocar escasez, “el Ejecutivo federal estará facultado para determinar la forma como deba realizarse la distribución de los artículos, a imponer racionamientos y a establecer prioridades para atender las demandas preferentes por razones de interés general”, es decir, primero a los más necesitados. Por eso la nueva ley también le otorgaría facultades para “evitar intermediaciones innecesarias o excesivas que provoquen el encarecimiento de los artículos”.

Cuando recorrió con su vista los artículos 8°, 9° y 10° del proyecto se emocionó, pues contenían justamente lo que él quería: concentrar en sus manos el máximo de poder sobre el empresariado; eso sí, de manera legal: “El Ejecutivo estará facultado para decidir sobre las mercancías que preferentemente deberán producirse en las fábricas”, otorgándoles a éstas algunas compensaciones si se ven afectadas, además de que también “estará facultado para imponer restricciones a las importaciones y exportaciones cuando así se requiera”, porque todo productor debe estar consciente de que está “obligado primeramente a satisfacer la demanda del consumo nacional antes de efectuar exportaciones”.

Por supuesto, si se oponen, la nueva ley establecería con claridad las consecuencias: “El Ejecutivo federal podrá decretar la ocupación temporal de negociaciones industriales cuando ello sea indispensable para mantener o incrementar la producción de las mercancías que se declaren comprendidas en esta ley”; claro, pero ése sería el caso extremo, meditó el presidente, porque las medidas de amedrentamiento seguramente serían suficientes para hacer comprender a los empresarios la conveniencia de contribuir al grandioso esfuerzo nacional en beneficio de todos. Por supuesto habría multas, graduadas naturalmente, pero en caso de reincidencia se podría clausurar temporal o definitivamente el establecimiento, y, bueno, pues una medida más de apremio: arresto hasta por 36 horas a aquel empresario que no cumpla. ¡Ah!, verlos tras las rejas, aunque sólo fuera por poco tiempo. El presidente estaba realmente satisfecho con el proyecto.

Pero había algo más aún: como no se podía confiar en que los inspectores y demás autoridades administrativas ejecutaran con atingencia y responsabilidad estas medidas, el presidente había pedido que se pidiera el auxilio del pueblo, porque la gente sí sabría defender su soberanía económica; por eso se añadió el artículo 14°: “Se concede acción pública para denunciar las violaciones a la presente ley, sus reglamentos o sus disposiciones concretas dictadas en apoyo a los mismos”.

La sonrisa del presidente lo decía todo: ésta es la ley que el país necesitaba, porque la economía debe tener como guía “el interés general y no el interés del empresario industrial o comercial”. En conclusión, ellos deben aprender que la utilidad razonable es la más justa y equitativa manera de obtener ganancia por su esfuerzo, y que corresponde al Estado mexicano —más bien, al Ejecutivo federal— dirigir la economía, ejerciendo sobre ella facultades de control y organización.

Como lo esperaba el presidente de la República, el Congreso de la Unión aprobó el proyecto sin discusión, ni enmienda ni dilación, y así, en el Diario Oficial de la Federación se publicó, el 30 de diciembre de 1950, la Ley sobre Atribuciones del Ejecutivo Federal en Materia Económica. El presidente Miguel Alemán Valdés estaba realmente complacido; su sonrisa lo decía todo: había alcanzado el máximo poder posible.

¿Qué opinaron los juristas de aquel tiempo sobre esta ley? Casi nada; por ejemplo, el gran constitucionalista Antonio Martínez Báez la justificó diciendo que “se trata de una ley de previsión para hacer frente a condiciones que alteran la vida económica; son disposiciones preventivas para colocar al gobierno en la posibilidad de actuar en defensa de la economía y de los grandes núcleos de población. Es un conjunto de normas que, por sus propósitos, del más alto interés público, deben existir permanentemente”, aunque su opinión no era imparcial: don Antonio era el secretario de Economía del gabinete del presidente Alemán y a su dependencia correspondería aplicar la nueva ley. De hecho, él fue el autor del proyecto. Otro de sus colegas, el afamado administrativista Andrés Serra Rojas, prudentemente sólo comentó que esta ley “es el punto de partida de un nuevo orden jurídico respecto de las relaciones del Estado con la cuestiones industriales y comerciales, y constituye el documento legislativo más importante sobre el intervencionismo de Estado en México”.

La Ley sobre Atribuciones del Ejecutivo Federal en Materia Económica estuvo vigente durante el resto del periodo presidencial de Miguel Alemán y luego, con adiciones y reformas, permanecería inalterada en su esencia durante muchos sexenios más: empleada con mesura, mediante el diálogo con los sectores productivos, permitió la exitosa etapa del “desarrollo estabilizador” en los gobiernos de los presidentes Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz; luego, con su uso discrecional y hasta arbitrario, fue fundamental en el diseño “populista” de los presidentes Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo. Miguel de la Madrid prefirió no invocarla porque en su tiempo la economía estaba deshecha, y en la época del presidente Carlos Salinas de Gortari fue abrogada definitivamente después de expedirse, en 1992, la Ley Federal de Competencia Económica.

Sí, los neoliberales acabaron con ella, destruyendo ese patriótico concepto de la utilidad razonable.

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