Lawfare, el discurso de la guerra judicial

La relación entre política y Derecho ha sido conflictiva a lo largo de la historia. Para su análisis técnico, han surgido términos que describen algunos de sus aspectos. Uno de estos es el de lawfare. ¿A qué se refiere? Juan Carlos Abreu y Abreu responde a esta cuestión.


La noción de lawfare fue concebida originalmente como la estrategia de usar o abusar de la ley como sustituto de los medios militares tradicionales para lograr un objetivo operacional. Diversos factores permitieron la evolución del término y ahora lo entendemos como el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación de un adversario político, que combina acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa para presionar al acusado y su entorno —incluidos familiares cercanos— de manera que éste sea más vulnerable a las acusaciones sin pruebas. El objetivo es lograr que pierda apoyo popular para que no disponga de capacidad de reacción. En este sentido, la ley se vuelve un instrumento del que pueden abusar los operadores políticos de cualquier ideología, pero con el poder vasto y suficiente para hacerlo. 

El proceso de descomposición de la figura del Estado democrático y del ámbito público —identificable desde principios de la década de 1980 en América Latina—, que incluyó la reforma jurídica como parte de la batalla contra la “ineficiencia del Estado”, a la postre ha dado pauta al desplazamiento de la lógica de lo público hacia lo popular —peor aún, lo “populachero”—, asociada a un discurso que condena el derroche y la mala gestión de los “políticos”. Así, la persecución judicial se ha exacerbado contra funcionarios de gobiernos donde el Estado había recuperado medianamente su protagonismo en materia económico-social, había fortalecido el Estado democrático y había revalorizado la vida institucional. 

Para construir lawfare se requiere que confluyan tres dinámicas y un actor clave: i) timing político: implica que el caso judicial —utilizado como un arma— se haga público en momentos de alto costo político para la persona o los grupos que son desprestigiados; ii) reorganización del aparato judicial: las élites con el control del aparato del Estado colocan en espacios clave a “técnicos”—abogados, jueces, fiscales— vinculados al poder en turno, para atacar al adversario político y/o prevenir situaciones hostiles que puedan provenir de éste; iii) el doble rasero de la ley: si bien pueden salir a la luz varios casos de corrupción, se “elige” seguir de cerca a unos, invisibilizando o desestimando otros, y iv) medios de comunicación masiva y concentrados: operan como “periodismo de guerra” de modo transversal a estas dinámicas, manipulando la opinión pública al magnificar algunos casos e invisibilizar otros, a la vez que “manufacturan consentimiento” popular sobre la corrupción como “enfermedad” del Estado y de lo público.

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Luego entonces, el lawfare genera y distribuye falsedades (fake news) en el momento en que se vale de la comunicación como medio de desinformación, pues implica el uso indebido de herramientas jurídicas para la persecución política. Así pues, la selectividad de casos resulta fundamental en el lawfare, toda vez que requiere articulación con los medios de comunicación que operan manufacturando consenso a favor o en contra de determinadas personalidades, grupos o sectores políticos. 

La eliminación y la desmoralización del adversario político se concretan especialmente en el plano de la opinión pública, en momentos políticos clave —durante campañas electorales, por ejemplo—. La desmoralización orientada a eliminar a ese adversario de la esfera política formal va desde el procesamiento judicial y el linchamiento mediático, hasta la cárcel y la ruina económica, pues se trata de procesos jurídicos extendidos en el tiempo y con altos costos. 

A corto plazo, uno de los objetivos del lawfare pretende “hacer una limpieza” de la política. Tras una guerra que se jacta de librarse en contra de “la política y los políticos en general”, se percibe una clara selectividad de los casos, con castigos más marcados y prolongados para funcionarios y ex funcionarios ya sea de gobiernos “neoliberales” o “progresistas”.

Así pues, el concepto de lawfare adquiere su máxima expresión como “una guerra por otros medios” para lograr un cambio de régimen, que presume ser “menos violento” que la incursión armada, pero que en los hechos se traduce en presiones económicas, políticas, diplomáticas y mediáticas que generan un escenario de caos y que justificaría una intervención —diplomática, económica, política y militar— para “poner orden”. 

Asumimos el lawfare como una “guerra psicológica”, pues representa la batalla por “los corazones y las mentes” para convencer sobre “lo correcto”, “lo justo” o “lo deseable” de un sistema —indistintamente: el capitalismo en su etapa neoliberal o el populismo “progre”— evidenciando las falencias, los errores y los aspectos negativos de cualquier alternativa viable al sistema imperante.

El lawfare se inscribe claramente en la noción de guerra psicológica por los objetivos que persigue y por los medios que utiliza, pues se dirige expresamente a desmoralizar o deslegitimar al adversario político por la vía jurídica, pero requiere una combinación con otros factores para tener impacto, como el uso de los medios de comunicación y los tribunales, sumado a otras herramientas de desestabilización económica —sanciones a sectores productivos o grupos empresariales— y política —mediante la condena a la disidencia, a la crítica académica y a los líderes de opinión en oposición a quien detenta el poder fáctico-–.

El ataque judicial cuenta con el apoyo de los grupos, ya sean oficialistas o empresariales, de la comunicación, al servicio de los intereses concentrados, quienes fomentan y difunden discursos de odio —los cuales incluso llegan a plantear la eliminación de quien piensa distinto— que no tardan en traducirse en acciones violentas de enorme gravedad.

En términos políticos, existen diferentes perspectivas, que incluyen desde la reducción del lawfare a un discurso ideológico y su negación como concepto crítico, hasta el uso laxo de esa noción, que tiende a adjudicarla a cualquier tipo de juicio por corrupción o persecución política.Lo anterior ha tendido a generar cierta confusión, así como la potencial pérdida del sentido del concepto, para explicar situaciones concretas, pues el lawfare puede ser: a) un discurso aparentemente ideológico desde el poder —y así lo ha sido en su origen— que no descarta una reapropiación crítica del mismo, como efectivamente se ha producido desde distintas perspectivas, y b) una analogía bélica —el enemigo, el traidor a la patria, el conservador—, como guerra política, que hace hincapié en las continuidades entre la guerra abierta y otras formas de conflicto y de violencia insertas en las instituciones políticas nacionales e internacionales. De esta manera, el lawfare no sería propiamente un discurso ideológico, sino todo lo contrario: un virulento ataque a cualquier ideología, inscrito en un impúdico desenmascaramiento del carácter aparentemente neutral de los marcos legales.

El discurso del terrorismo y su combate —como genérico de “mal total”— es el eje conceptual transversal predilecto del lawfare porque: i) la construcción de un público identificado con un discurso de absolutismo moral está relativamente allanada por la existencia de mandatos prelegales (mandamientos) transversales a todas las clases sociales (“no robar, no mentir, no traicionar”—; ii) entraña dos emociones viscerales: la rabia que produce el sentirse despojado por quien, se supone, es el encargado de garantizar el contrato social —ya que todos detestamos los sacrificios inútiles— y la falta de certeza que implica su desaparición; iii) la idea de que la corrupción, como cáncer institucional, es una causa que por sí misma explica el fracaso de una nación y su pobreza estructural —que incluso tiene reflejo “académico”— y que ha sido intensamente difundida, y iv) su traducción a términos jurídicos con fines persecutorios arroja un suculento catálogo de figuras típicas, fácilmente manipulables por los operadores judiciales, cuya ajenidad al público general en términos técnicos implica, al mismo tiempo, una dificultad para los perseguidos políticamente a la hora de explicar, precisamente, que se trata de lawfare.

En esta estrategia de lawfare se empieza primero con alguna acusación de mucho impacto y poco sustento. Luego, viene un bombardeo mediático cuyo objetivo es aniquilar el apoyo que pueda tener la víctima escogida. En ese marco, ser culpable o inocente será un detalle irrelevante para jueces que ya no buscan condenar por razones, sino que buscan razones para condenar, porque la sentencia condenatoria ya fue preestablecida por los medios y la supuesta opinión pública.

Como lo hemos sostenido en líneas anteriores, el lawfare se entiende como el uso de la ley —o bien, de los procesos legales— para deslegitimar o incapacitar a un enemigo. Entre sus características o sus tácticas ya reconocidas por la comunidad jurídica internacional, se hallan: i) la manipulación del sistema jurídico; ii) dar apariencia de legalidad a las persecuciones políticas; iii) el uso de procedimientos judiciales sin mérito alguno, sin contenido y con acusaciones frívolas; iv) el abuso del derecho a dañar y deslegitimar a un adversario; v) la promoción de demandas para desacreditar al oponente; vi) el intento de influir en la opinión pública; vii) el uso de la ley para obtener publicidad negativa u opresiva; viii) la judicialización de la política: el derecho como instrumento de articulación de medios y fines políticos; ix) la promoción de la desilusión popular; x) las críticas a quienes utilizan el derecho internacional y los procesos judiciales para presentar denuncias contra el Estado; xi) la utilización de la ley como medio para constreñir y castigar al adversario, y xii) la acusación de los enemigos como inmorales e ilegales para frustrar objetivos contrarios.

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