Memoria y desaparición

El ejercicio de la memoria y la lucha contra la desaparición forzada están sumamente vinculados. En el contexto de violencia generalizada y sistemática mexicano, donde la desaparición forzada es una práctica recurrente por parte de los gobiernos, la memoria juega un rol esencial en los intentos de la sociedad por erradicar la necropolítica estatal. En este texto, y en el marco del Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, la autora nos acerca a este importante y estrecho lazo.


La desaparición forzada en nuestro país es un problema presente, desgarrador, multifactorial y que urge atenderse. Según cifras de la Comisión Nacional de Búsqueda, entre el 15 de marzo de 1964 y hasta el 11 de julio de 2019, un total de 250,031 personas han sido registradas como desaparecidas en el país, de las cuales 101,061 continúan en esa calidad o no localizadas. 

Contrariamente a lo que se quiso decir hace muchos años, no es un problema que se haya quedado en el pasado con los años de la llamada “guerra sucia” y los conflictos de los movimientos sociales de las décadas de 1960 y 1970 y la represión política subsecuente. Tampoco es un problema, como se intenta presentar actualmente, exclusivamente vinculado a los grupos del crimen organizado. Son múltiples los recuentos y los relatos de familias y sobrevivientes en los cuales se consigna que las autoridades o las fuerzas armadas han desempeñado un papel activo en la desaparición forzada de personas en distintas regiones del país. Trabajos de periodistas, organizaciones y acompañantes recuperan el dolor y el miedo de miles de familias. Relatos de mujeres detenidas, desaparecidas y torturadas sexualmente por la marina; hombres “levantados” por las policías locales; policías desaparecidos por la misma Policía Federal. 

El intento de cambiar los nombres de las instituciones para “crear nuevas instituciones” no cambia nada, no les limpia el nombre, y no resuelve los problemas hasta que no haya verdad y justicia para todas las personas desaparecidas. La muerte de perpetradores del más alto nivel no debe garantizar la impunidad ni volverse cheques en blanco. Tenemos una cuenta pendiente con las personas desaparecidas, con los miles de familiares que las buscan, con sus memorias. 

El desafío que enfrenta el Estado es múltiple. Lo que reportan las familias de las personas desaparecidas es el involucramiento de grupos de la delincuencia organizada (tráfico de drogas y de armas y trata de personas con fines de explotación sexual y trabajos forzados) relacionados con policías o con elementos de las fuerzas armadas en el momento de la desaparición forzada, luego seguido del silencio, cuando no amenazas, de ministerios públicos, fiscales o policías. 

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La necesidad de las familias de recordar y el temor de que los casos y las historias de sus familiares queden en el olvido llevan a un trabajo de memoria. Las familias reproducen incesantemente la aparición social de la memoria de la desaparición que lucha contra el olvido. La memoria es reconstruida por las familias con base en las narraciones reiteradas sobre la vida de la persona desaparecida y lo que se sabe de su desaparición. 

Las personas desaparecidas de aquella época eran las que se oponían al régimen del Partido Revolucionario Institucional, al control social y político y a la represión de activistas sociales. Las personas desaparecidas de entonces y su participación social y política despertaban y movilizaban a las poblaciones. El caso de Rosendo Radilla Pacheco es emblemático y paradigmático. Por múltiples razones, muestra la acción directa de las fuerzas armadas en los casos de desaparición forzadaa, con total impunidad y con la protección sostenida, hasta ahora, con la impunidad, el silencio y el encubrimiento. Muestra, también, la persecución, desaparición y hostigamiento de personas cercanas a movimientos sociales y de cualquier persona que el Estado percibiera como peligrosa. Rosendo Radilla era una amenaza para el Estado porque representaba una esperanza para la gente. 

El hecho de que el Estado mexicano no haya logrado una condena con nombres de los responsables hasta el más alto nivel de los perpetradores, que no se localice, y que no se sepa qué le sucedió, perpetúa la impunidad. 

Ya decía Tita Radilla en 2019, en el acto de conmemoración de la desaparición forzada y la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que el Estado sigue teniendo una cuenta pendiente con ellos, pues el problema de la desaparición no se resuelve con voluntad política si la voluntad no cambia nada. 

En un acto público a finales de noviembre de 2019, Tita Radilla, hija de Rosendo Radilla, instó al gobierno y a sus instituciones a cumplir sus promesas y atender las recomendaciones y la sentencia del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Destacó que el tiempo transcurrido desde la desaparición y la falta de resultados se ha transformado en un problema continuo y sostenido y que las familias de todas las víctimas de finales de las décadas de 1960 y 1970 siguen siendo afectadas: “Miles de hogares se rompieron, las familias y los parientes están enfermos o han muerto. Sin embargo, esto no puede ser una excusa para que cese la búsqueda porque no significa que dejemos de exigir, de luchar o de buscar”. Esta expresión de Tita no sólo es su perspectiva, sino que representa la voz de cientos de familias víctimas de la llamada “guerra sucia”, donde la desaparición sostenida en el tiempo agudiza los impactos en la familia al cronificarse y no tener solución. 

Este trabajo continuo de las familias, como la familia Radilla, es un ejercicio fundamental de memoria. De memoria de las víctimas de la violencia estatal y de memoria de las comunidades que fueron laceradas, mermadas y amedrentadas en el decenio de 1960 y 1970. La lucha de la memoria de Rosendo Radilla, y del resto de las personas desaparecidas, se reescribe constantemente y tiene que ser recordada. 

El trabajo de las familias, de la familia de Rosendo Radilla, es una clave fundamental en la historia de la memoria y de la desaparición forzada en México. Juan Mendoza García ya decía, en su trabajo Memoria de la desaparición durante la guerra sucia en México, que el olvido social se instala desde posiciones de poder e implica la imposibilidad de comunicar el pasado o lo que se está construyendo para el futuro. El silencio forzado o instalado desde las posiciones de poder puede devenir en el olvido. 

Pero así como el olvido puede ser generado por el silencio, el lenguaje es vital para la construcción de la memoria. La narración permite la comunicación y la construcción de memoria en un espacio-tiempo determinado. El lenguaje enmarca, nombra y significa cada cosa importante que ha ocurrido en el pasado y permite su reconstrucción al presente; también en este sentido el caso Radilla y el trabajo de la familia Radilla es paradigmático. 

La familia Radilla y la comunidad de Atoyac han sido marcadas por la desaparición desde entonces. Su lucha, la lucha por la verdad y la justicia, es una lucha también por la memoria y por la vida. La respuesta de la familia y la activación social es una muestra del esfuerzo, la lucha y el trabajo de otros miles de familias en el país. Las manifestaciones, las marchas, los espacios y los dichos de las familias son claves para la construcción de la memoria en casos de desaparición. Son ellas las que tienen la vida suspendida, por la falta de verdad, el silencio y el encubrimiento del Estado. 

En 2022, con los casos de la década de 1960 cubiertos por la impunidad y con los casos presentes rodeados de impunidad y medias verdades, la narrativa del Estado no puede seguir sosteniendo que son casos aislados. La narrativa que permea en la sociedad no puede seguir afirmando que los desaparecidos “en algo andaban”, “que eso no le pasa a cualquiera” o que “no le pasa a la gente de bien”.

Tenemos que reconocer que la desaparición es un problema generalizado, que afecta a miles de familias en el país, que los esfuerzos para erradicarla no han sido suficientes y que mientras no se castigue y se elimine la impunidad, continuará siendo un gran problema. Debemos reconocer el problema lacerante que es en la actualidad; acercarnos a las familias de las víctimas para conocer sus historias y sostener el ejercicio de verdad y memoria.  Silenciar a las familias de las personas desaparecidas, negarles espacios de memoria, quitar las fotografías, y minimizar el problema, es un acto violento para sus parientes y amigos y crea una narrativa que culpabiliza y criminaliza a las víctimas.

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