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Niñez a ambos lados de las rejas

De acuerdo con la Ley Nacional de Ejecución Penal, los menores pueden permanecer con sus madres, cuando éstas se encuentran en prisión, hasta los tres años de edad. ¿Cómo es la vida ahí? ¿Será sano para ellos dar sus primeros pasos en ese ambiente? ¿Y qué les espera al salir? A ambos lados de las rejas, la realidad, tristemente, no es esperanzadora, como relata en esta experiencia el realizador cinematográfico Gabriel Dombek.


El trabajo de un año dentro del penal femenil de Santa Martha me permitió atestiguar cómo se transforma una criatura, en sus primeros años de vida, al encontrarse con la mirada de su madre. Ser visto y tocado, reír y llorar con la persona que le dio la vida indudablemente influye en la manera en que niñas y niños se vinculan con su entorno.

Entonces participé en un taller de dos meses promovido por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) y en la realización de una película con el objeto de poner sobre la mesa la discusión acerca del tiempo que deberían permanecer dentro del sistema penitenciario las niñas y los niños nacidos en las cárceles. El diálogo que sostuve entonces con 18 madres y sus hijos hizo surgir una serie de preguntas.

En 2015 estaba estipulado que, al cumplir ocho años y 11 meses, los niños y las niñas dejarían de estar tras rejas, candados, paredes y puestos de vigilancia para encontrarse con la libertad. A partir de entonces regresarían a ver a sus madres sólo durante los días de visita, hasta que ellas terminaran de cumplir su condena o, incluso, en algunos casos, el resto de sus vidas. Esos encuentros quedarían, a su vez, condicionados a la disponibilidad y el criterio de quienes tomaran a su cargo la custodia de los menores.

Un año después, en 2016, entró en vigor la Ley de Ejecución Penal que, en su artículo 36, fijaba la edad de tres años como límite para que un menor pudiera permanecer dentro de un penal junto a su madre. (Algunos estados no acataron esta disposición.)

María, de tres meses; Sebas, de dos años; Cris, quien entonces tenía ocho años y 355 días; Francisco y Gaby, y todos los niños y las niñas que hoy están dentro de las cárceles junto a sus madres, con más o menos atención, viviendo mayor o menor violencia, acudiendo a los centros de desarrollo infantil o sin ningún espacio formativo, ¿estarán mejor de un lado o del otro de esos portones? ¿Serán el caló canero, las dificultades para acceder al agua o para hacerse de alimentos nutritivos, peores que el lenguaje de las calles, la vida al pie de los semáforos, pidiendo monedas, o haciendo equilibrio sobre los hombros de un adulto, a los que se ven sometidos muchos de estos niños y niñas en “libertad”? ¿Será peor que el riesgo de “halconear” en territorios plagados de criminales? ¿Será peor que estar internado en un refugio, privado o público, expuesto a distintos tipos de abuso, como se registra con frecuencia? ¿Cómo saberlo? Dependerá de cada realidad.

Las leyes emiten disposiciones generales, y no podría ser de otra manera. En algunos países sólo se permite mantener al bebé con su madre durante la lactancia. Como ya se dijo, en México, hasta hace pocos años, la edad para retirar a un menor del sistema penitenciario era de nueve años; hoy se redujo a tres. Pero la adecuación o no de esa disposición debe remitirse a las condiciones específicas de vida que le esperan al menor al ser reintegrado a su familia.

Frente a esa realidad, es imprescindible analizar cada situación particular para definir cómo proceder en cada caso. Actualmente, en México existen 500 menores nacidos en reclusión. No es un número tan inabarcable que impida revisarlos uno por uno y definir su adecuación o inadecuación a las disposiciones del artículo 36, para proponer alternativas que contemplen el pleno derecho de las y los menores.

Tal vez algún día podremos empatizar con quienes viven una realidad diferente y, sin importar qué tanto «aprieten esos zapatos», ponérnoslos unos minutos… Ojalá.

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